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Cuadernos de Lavapiés

Memoria fotográfica

(relato con derechos de autor)
Cuando tenía cuatro años me gustaban mucho los bares. Solíamos ir todos los domingos religiosamente, sin pasar por misa, que papá siempre fue muy anticlerical. Una vez allí me dejaban tomar una coca cola y una mirinda, y me daban algunas monedas para jugar a la máquina del millón. Yo no llegaba, así que me arrimaban un taburete, y allí me gastaba los cinco duros o lo que fuese, dándole a las palanquitas.

Cuando se acababa el dinero, mi padre me subía a lo alto de la barra, donde yo me sentaba con las piernas colgando, y empezaba a hacerme preguntas, mientras sus amigos, todos de camisa cubana y bigotito, fumaban tabaco negro apestoso, bebían manzanilla, y admiraban la cantidad de cosas que yo sabía, a pesar de tener sólo cuatro añitos recién cumplidos. Mi padre me preguntaba los nombres de los jefes de estado de todos los países, e invitaba a sus amigos a que hicieran lo mismo con las capitales, o los afluentes de los ríos de medio mundo. Yo contestaba a todas con seguridad, y me sentía como un rey, allí arriba en la barra, haciendo que mi padre se enorgulleciera y, cada vez más etílico, alabara el sin duda maravilloso futuro que esperaba a su benjamín.

Después de un rato, sin embargo, me cansaba del juego y entre pregunta y pregunta pedía más monedas para jugar, o más mirindas. Pero el límite era uno de cada, y mi padre rara vez transigía. En cambio, seguía preguntándome cosas, o hacía que recitase poemas de Bécquer, que era lo único que hacía callarse a todos sus amigos. Yo entonces no lo sabía, pero los amigos estaban bastante hartos de mí y de mis monerías, y lo único que les llegaba al lado sensible eran los poemas de Bécquer y la Canción del Pirata.

Cuando cumplí seis años, mi madre me pilló jugando sólo en el rellano de la escalera. Era verano y estaban todos durmiendo la siesta, y yo me entretenía repitiendo en voz alta la película que pusieron la noche anterior en el único canal que entonces teníamos. Ya iba por el final, una escena en la que el protagonista y su enamorada tenían que separarse para siempre. La noche anterior, mi madre había llorado a lágrima partida, y cuando salió al rellano y me oyó le volvió la llantina. Me hizo repetirle tres veces todo el final del la película, entre sollozos y suspiros. Cuando por fin quedó satisfecha, me hizo entrar en casa, diciendo: "me da igual lo que diga tu padre, de aquí no pasa. Mañana mismo te buscamos un pepsicólogo, y que nos diga si esto es normal."

El Dr. Fontanilla, tras hacerme medio test, les dijo a mis padres que yo tenía memoria fotográfica y magnetofónica, diagnóstico que, con no ser el primero del mundo, sí al menos lo honraba a él como su descubridor en nuestro país. También dijo que eso no era malo, ni tenía efectos nocivos, ni había problema alguno con mi cabeza. Acto seguido dijo algo sobre un permiso explícito para publicar un artículo especializado, y otras cosas que no entendimos. Mi madre se quedó un tanto mosqueada, mientras mi padre no cabía en sí de orgullo, y hasta le dijo algo al médico de que también él de niño había tenido una memoria prodigiosa, y de que si eso era de familia. El psicólogo dijo que no era hereditario, y mi padre ni esta boca es mía, hasta que salimos a la calle, y empezó con que los psicólogos sólo sirven para cuidar locos y yo no estaba loco, sino que era un superdotado, cosa que me venía de su sangre. Mi madre parecía más tranquila, intentando que él se calmase y suspirando porque fuera verdad lo que decía el psicólogo, y aquello no tuviera efectos secundarios o nocivos.

Poco después empecé en el colegio público de mi barrio, pero a la mitad del primer curso, mi padre consiguió que me admitieran en el de los jesuitas, gratis. En el nuevo colegio las clases eran más pequeñas, los servicios estaban limpios, las porterías de fútbol siempre tenían redes, y hasta había una cancha de baloncesto. Allí pasé los años de mi educación leyendo y memorizando sin esfuerzo libros, y sacando las mejores notas en los exámenes, y dejándome mimar por los maestros.

Todo resultaba demasiado fácil, pero de eso no me di cuenta hasta muchos años después. Mientras fui pequeño, todo era un juego. Mi padre siguió subiéndome a las barras de los bares cada domingo, y yo pidiendo mirindas, hasta que me hice demasiado grande para subirme en la barra. De vez en cuando, mi madre y sus vecinas, reunidas en el rellano de la escalera, me pedían que les repitiese la telenovela del día anterior, y me daban de merendar mientras mandaban a los otros niños, incluidos mis hermanos, a jugar a la calle. Por suerte, alguna de las vecinas compró un vídeo de aquellos Betamax, que eran la última novedad, y así me dejaron más tiempo para jugar con los demás niños, con lo que mi desarrollo psicosocial no sufrió percances, como habría dicho el Dr. Fontanilla.

Como todo lo que se me ponía delante quedaba grabado en mi cabeza con total nitidez, no tuve problemas en terminar mis estudios con las mejores calificaciones. Conseguí una beca del ministerio para la ayuda al estudio, y decidí matricularme en filosofía. Mi padre no dijo nada, y mi madre sólo me advirtió que tuviera cuidado con las drogas y las malas compañías, así que terminé en cuatro años, tras los cuales hice un doctorado y otra carrera, Geografía e Historia.

En todo aquel tiempo no tuve problemas. Un catedrático viejo y puntilloso me llamó un día a su despacho para acusarme de copiar en un examen, porque decía que había citado al pie de la letra una página entera de Heidegger. Yo le recité en voz alta varias páginas más del mismo libro y se me quedó mirando confundido y, creo, admirado, como los amigos de mi padre. Le expliqué lo de la memoria fotográfico-magnetofónica, y me aconsejó tener mucho cuidado en el futuro con el plagio, y me encareció las virtudes del pensamiento analítico, que según él no dependía para nada de la capacidad memorística. Yo dije a todo que sí, pero por dentro pensé que era pura envidia y ganas de molestar, así que no hice mucho caso.

Cuando acabé mis estudios me preparé para las oposiciones, como todo el mundo. El año en que concurrí era la primera vez que salían plazas docentes en nueve años. Dijeron que nos presentamos cosa de diecisiete mil licenciados para cubrir algo más de doscientas plazas. Como se entenderá, no tuve problemas en prepararme el temario en pocas semanas, ante la envidia y admiración de compañeros y amigos. A pesar de mis ventajas, me dediqué de lleno a estudiar y leer (o fotografiar con los ojos) el inmenso temario, confiado eso sí en el éxito de mi empresa. Tras los exámenes, que pasé sin problemas ni sorpresas, se hizo público que todas las plazas sacadas a oposición estaban en realidad cubiertas de antemano por los interinos, que se habían soliviantado el invierno anterior a instancias de los sindicatos, y amenazaban huelga en la educación. El ministerio, a base de baremos de cualificación, se había asegurado de que los trienios, quinquenios y demás pesaran más que de costumbre, así que me quedé a las puertas de un puesto de funcionario, con las promesas, eso sí, de que la próxima convocatoria sería mi oportunidad.

Mientras hacía cola en la oficina del paro, compartiendo unos churros grasientos y una taza de plástico llena de chocolate con doce compañeros licenciados, acertó a pasar por allí uno de mis antiguos profesores en el colegio de los jesuitas. Había colgado los hábitos, y ahora regentaba una librería de temas religiosos en el centro. Tras saludarme y preguntarme por mi vida, me invitó a que trabajara con él en la librería, hasta que surgiera una oportunidad mejor. Mi memoria sería perfecta para llevar inventario y conocer al dedillo todos y cada uno de los libros tanto en la tienda como el almacén, dijo, y a los dos días empecé a trabajar con él. Mi trabajo consistía en organizar y leer cuantos más libros fuera posible, y servir después de banco de datos a la mujer del ex-jesuita, una antigua beata reconvertida, que era quien trataba con los clientes de la librería.
Hasta que un día llegó un representante de IBM, con un catálogo brillante y sedoso, lleno de fotografías de ordenadores, y de promesas de eficiencia y futuro. La mujer del ex-jesuita, harta de decirle a su marido que un tipo con melenas y patillas como yo daba muy mala imagen al establecimiento, consiguió sustituirme por un ordenador del tamaño de un horno de pan, que tardaron tres años en llegar a manejar con pasable soltura, pero que me dejó de nuevo en la cola del paro.

Como tardaban en convocarse nuevas oposiciones, estuve trabajando de telefonista año y medio, en el servicio de información. Tuve que aprenderme varios listines, cosa que hice en dos semanas, y me colocaron delante de una mesa llena de enchufes. Contestaba llamadas ocho horas al día, proveyendo a los abonados con el número deseado en tiempo récord, pero el sistema se reorganizó a poco, lo informatizaron todo, y me quedé en la calle. Otra vez.

Empecé a escribir historias poco después, mientras trabajaba como guardia de seguridad en una empresa de transportes. Por las noches no hacía nada más que sentarme frente a la cámara de circuito cerrado, así que me dio por escribir cosas, sino con la esperanza cierta de ganarme la vida con ello, al menos con el afán de hacérmela un tanto menos aburrida. Escribía toda la noche, y cuando llegaba el conserje, un antropólogo canario muy simpático, me pillaba siempre inclinado sobre la mesa, acabando un cuento o una novela o dando los últimos retoques a un guión de cine o una obra de teatro. Fue el canario el que me animó a enviar mis manuscritos a las editoriales, y me decidí a ello pensando que no había nada que perder. El trabajo en la empresa de transportes, por una vez, no amenazaba el cese, así que podría seguir manteniéndome con él si la cosa no prosperaba, que era lo más seguro.

Tuve suerte de que el hijo del encargado aprobase la selectividad, y conservar así el trabajo, porque aquello de las historias no llegó a ninguna parte. Después de muchos meses de esperar en vano la contestación de alguna editorial, me llegó una carta con membrete de una de las más pequeñas y desconocidas. En ella, el editor jefe se había tomado la molestia de escribirme para decir que estaba harto de bromas pesadas, y me conminaba a emplear mi tiempo en algo más provechoso para todos que en mecanografiar novelas de éxito y abusar del tiempo y la paciencia de profesionales como él. Aterrorizado, abrí el archivador donde guardaba mis manuscritos, tomé uno al azar, y empecé a leer. "La heroica ciudad dormía la siesta…" No tuve que continuar. Mi obra más larga, la que con más amor había escrito en menos de tres meses, era la Regenta de Clarín, con pelos y señales, exactamente reproducida con dedicación de amanuense. ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿cómo pude no darme cuenta antes de lo que estaba pasando en mi cabeza fotográfica? Aún no me lo explico.

Atónito, aquella noche no pude escribir ni una sola línea. Al parecer, durante los últimos dos años no había hecho otra cosa que copiar obras leídas por mí en algún momento, sin darme cuenta de ello, ni discernir entre lo que era recuerdo o invención propia. Fui a contárselo a mi madre (mi padre había muerto tres años antes), pero no creo que me entendiera del todo. Cuando le dije que el pepsicólogo aquel parecía haberse equivocado después de todo, ella me respondió que cuándo iba a sentar la cabeza y encontrar una buena esposa, ahora que tenía un buen trabajo y seguro, porque el hijo del encargado definitivamente no iba a quitarme el puesto. El muchacho resultó ser un talento para la medicina.

Desconsolado, seguí trabajando en la empresa de transportes. Senté la cabeza, me casé y eché tripa. Empezó a gustarme el fútbol y me dejé, a instancias de mi mujer, un bigotito como el de los amigos de mi padre. Al cabo de unos años, dejó de importarme todo aquello. Mi memoria seguía siendo muy útil a la hora de hablar de fútbol en el bar, o de recordar los resultados de las quinielas, pero ya no me preocupaba de las oposiciones que nunca se convocaron ni de los sueños de gloria literaria. Cada diciembre, después del sorteo de la lotería, me pasaba tres o cuatro mañanas en la taberna de la esquina. En casa, me aprendía las listas de resultados del periódico, y luego la gente me preguntaba si su número había salido. Se fiaban de mí, y me invitaban a una copa, así que durante esa época siempre volvía a casa medio borracho. Mi mujer no se enfadaba porque sabía que eran sólo unos pocos días al año. Además, en las ocasiones en que un billete resultaba ganador de un pellizco, que fueron algunas, me gané las albricias generosas de algún que otro afortunado, con lo que la economía familiar se veía fortalecida precisamente cuando más falta hacía.

Un día de diciembre acertó a pasar por la taberna, mientras yo ejercitaba mi navideño protagonismo, un señor nuevo en el barrio, el que luego sería mi socio. Tras verme oracular de memoria el resultado de los miles y miles de números de lotería, inquirió allí mismo en el bar, y le contaron de mis habilidades. Se acercó a mí y estuvo invitándome a copas toda la tarde, hasta que me fui a trabajar. Al día siguiente me llamó por teléfono para ofrecerme un negocio.

Primero probamos con el bingo. Él, que era el socio capitalista, proveía los cartones, veinticinco o treinta de cada vez, que yo memorizaba. Luego, lo único que tenía que hacer era cantar línea o bingo antes que nadie, cosa facilísima, y que solía hacer reclinado en la butaca, tomando cubalibres. Al final, entre una cosa y la otra, la ganancia no era escandalosa, pero sí que dejaba un buen pellizco, que nos repartíamos casi a medias. Al poco tiempo probamos en el casino, donde, tras unas lecciones apresuradas (yo nunca había jugado a las cartas o la ruleta) empezamos a ganar en serio. Lo hicimos durante un verano, yo jugando y mi socio mirando como si no fuera con él la cosa ¾ahora que lo pienso, el que hacía todo el trabajo era yo¾ hasta que el director de seguridad me hizo llevar un día a una oficina, donde también había un inspector de policía, y allí me estuvieron interrogando hasta que se dieron cuenta de que no había trampas de por medio. Aún así, el director de seguridad, con la aquiescencia del inspector, me prohibió la entrada en el casino de ahí en adelante.

Volví a casa para encontrar que, como es de suponer en estos casos, el socio se había fugado con mi mujer y mi mitad del dinero. Ella estaba harta de pasar las noches sola, con un guardia de seguridad sin ambiciones ni futuro, así que hizo lo propio. Me quedé igual de calvo que estaba, con la misma tripa, y sin un duro en el banco, con cuarenta años y sin perro que me ladrara. Pasé unos meses muy duros. Por las noches, en la soledad del trabajo, recordaba uno a uno los momentos de mi vida, con total y desesperante nitidez, y me martirizaba. Imaginaba borrosamente lo que podría haber sido de mí, los éxitos a que podría haber enderezado mi vida, y los comparaba con esas memorias fotográficas de la historia de un fracaso. Pensé en el suicidio varias noches, pero ni siquiera tenía una pistola, sólo una porra y unas esposas, que hasta en eso resultaba ridícula mi vida.

Una mañana, en la pescadería (desde que me dejara mi mujer tuve que aprender a llevar la casa) me encontré con el psicólogo que me diagnosticara de pequeño. Estaba muy mayor, pero me reconoció, y yo a él, por supuesto, y me preguntó cómo iba mi vida. Yo le conté someramente y se compadeció de mí. Aunque estaba jubilado, se ofreció a verme cada semana, "para hablar conmigo" y ver si podía ayudarme en algo. Así, empecé a ir cada martes a casa de su hija, con quien vivía, una mujer de mi edad, casada y con cuatro niños, a quien no le gustaba nada que su padre trajera locos a su cuarto. Y menos aún sin cobrar una peseta.

La verdad es que me ayudó mucho. Primero porque me escuchaba, y segundo porque fue suya la idea de escribir de nuevo, pero esta vez escribir mi propia vida. Empecé de nuevo a pasar las noches escribiendo cada detalle de mi vida anterior, cada recuerdo. No fue fácil. Cuando el psicólogo leía lo que había escrito durante la semana, me decía que aquello estaba muy bien, que reflejaba de una manera sincera y profunda mis estados de ánimo y mis ideas…Pero que era de Unamuno, o de Muñoz Molina, o de Javier Marías, o de Martín Santos. Era un hombre muy leído, pero cuando no reconocía algo, preguntaba a su yerno, que era profesor interino de literatura en un instituto, así que entre los dos descubrían cada martes los pasteles que yo, sin saberlo, pretendía hacer pasar por míos. Pasaron ocho meses hasta que una tarde, el Dr. Fontanilla me recibió en su habitación con una amplia sonrisa. Una de dos, me dijo, o este autor es el más oscuro y desconocido de cuantos ha leído usted, en cuyo caso me quito el sombrero, o acaba usted de escribir treinta folios de su autobiografía, de su puño y letra y de su propia cosecha. Enhorabuena amigo. Siga así.

Y así lo hice, entusiasmado como nunca antes, sintiendo en cada renglón el efecto balsámico y liberador de la creación pura, legitimando con cada párrafo toda una vida de deseos incumplidos, y borrando de un plumazo literal la serie de fracasos que había sido hasta entonces mi existencia. El resto es conocido por muchos. Acabé mi vida, una serie de coincidencias se conjuró para que consiguiera publicarla en una pequeña editorial de barrio, y bien pronto empezaron a llegar las críticas favorables y los artículos de periódico. Hubo varias reediciones, y Fernando Sánchez Dragó me llevó a su programa. Dejé el trabajo en la empresa de transportes el día siguiente de firmar un contrato para hacer una comedia basada en mi libro, protagonizada por Carmelo Gómez y dirigida por Fernando Trueba. Me mudé de barrio y empecé a frecuentar tertulias, y ya estaba empezando a acostumbrarme a la buena vida cuando recibí la visita de ese tipo. Me localizó gracias a mi agente, y se presentó una tarde en casa, con un maletín en la mano, zapatos gastados y gabardina vieja.

Al principio creí que sería un admirador, quizá un estudiante que quería doctorarse con mi novela, quizá un aspirante a discípulo, hasta un periodista de provincias, en busca de una entrevista magistral. Tras sentarse y aceptar una taza de café, me dijo que el objeto de su visita era advertirme del pleito por plagio que pensaba presentar en el juzgado al día siguiente. Según él, tanto mi hasta entonces única novela como la película y, por supuesto, todos los beneficios inherentes eran suyos, ya que podía probar con documentos fehacientes ser él el verdadero autor. Extrajo del maletín un impreso amarillo, que tomé y leí indignado y sin saber qué pensar. Según aquel papel, una obra con el mismo título que la mía había sido inscrita en el registro de la propiedad intelectual cinco años antes, mientras yo aún frecuentaba el bingo en compañía de mi ex-socio.
Sentí deseos de arrojarle el cenicero a la cabeza, pero me retuve y le dije que una coincidencia en el título no era motivo suficiente para un pleito legal, y que sin duda podría llegarse a un acuerdo satisfactorio para ambos. Respondió que mi novela era un plagio literal de la suya, y afirmó poseer un certificado médico expedido por un equipo de psicólogos en el que se demostraba sufrir de memoria fotográfico-magnetofónica. Eso era imposible, además de ridículo, le contesté. ¿Cómo habría podido tener yo acceso a su manuscrito, si ni siquiera nos habíamos visto antes?

Me miró a los ojos con una serenidad asquerosa y fría, y sacudió levemente la cabeza. Eso no lo sé ni me importa, dijo. Entonces supe lo que debía hacer. Sin decir palabra, me levanté del sillón, fui a la cocina y saqué un cuchillo enorme. Todo fue tan rápido e inesperado, que no tuvo ni tiempo de levantarse de la silla. Cuando vio la muerte venir en mis manos abrió los ojos, con los que me fotografió en su memoria, la última instantánea de su vida. No había otra salida.
Ángel González

2 comentarios

Cristian -

es evidente, el es el susodicho.

espero q alguien responda a mi comentario.


gracias!

Rachel Bondage -

Una pregunta: eso que pones al principio de los derechos de autor, ¿qué es?

Besos