Le conocí en una fiesta de cumpleaños. Me pareció un tipo agradable y con don de gentes, de buena labia. En su actitud, nada arrogante, no mostraba dedicarse a la promoción de viviendas, así que me sorprendió cuando me lo dijo. Alguien, un amigo común, le había dicho que llevaba tiempo buscando a donde mudarme. No por frivolidad, que si a la fuerza ahorcan, también a la fuerza te hace la vida empaquetar tus cosas y mudar de asiento.
Se ofreció a ayudarme, y la oferta cayó en tierra abonada: el tipo me inspiraba confianza y la situación me invitaba, seductora, a asirme a un clavo ardiendo, una alcayata al rojo, o a lo que el destino tuviera a bien concederme. Nos reunimos en su oficina a los pocos días. Había plantas por doquier, que regaba una señora boliviana, que también se encargaba de la limpieza, como, atento, me explicó mi anfitrión. En las paredes y sobre las repisas había infinidad de fotos suyas en todos los continentes. Al notar mi curiosidad, tuvo a bien comentarme algunas anécdotas relacionadas con sus viajes.
−¿Has estado en Perú? −me preguntó, y tuve que responderle que no. Ahí terminó esa etapa de la conversación. Luego salió el tema de la universidad, en la que no nos tratamos, pero de la que al parecer compartimos amigos o conocidos. La cosa iba bien, y cada vez me encontraba más cómodo y esperanzado. Hasta que dejó de sonreír y me preguntó que qué tenía en mente. Cuántos dormitorios, en qué zona, qué presupuesto…
Al decirle lo que me podría permitir, teniendo en cuenta los dos sueldos que entran en casa, y al añadirle las necesidades, con el bebé recién llegado, de espacio y comodidades, se puso aún más serio. Ya se me caía el alma al suelo, cuando su rostro se suavizó un tanto. Ahora, en vez del rictus de presidente de tribunal de oposiciones, puso cara de pena. Giró la pantalla del ordenador en mi dirección y me mostró unas fotos en alta resolución, de un piso de tres dormitorios, con trastero, terraza, bien comunicado, no muy antiguo…Las glándulas salivares, confusas ellas como un servidor, o quizá solidarias con el resto de mi organismo, se dispararon con la visión de tan celestial escenario en que representar mis días.
−Pero por éste están pidiendo… −Por respeto a la vergüenza de quien esto lea, me abstengo de hacer pública la indecente cifra− ¿No crees que te merecería la pena?
−De tenerlo, puede, pero no podemos gastar en alquiler el 80% de los ingresos −confesé, no sé si avergonzado, pidiendo comprensión, o deseando un “gesto”, una “rebajita” que en mi caso habría de ser “rebajón”.
Así debió entenderlo él, que se limitó a arquear las cejas y a pronunciar la frase que me había acompañado durante los últimos 7 años como una maldición: “Son cosas del mercado”.
Aquello no llegó a más, y al final nos tuvimos que adaptar al espacio disponible. El bebé se acostumbró a dormir con nosotros. Ya veremos qué trae el futuro. En cuanto al tipo aquél, volví a verle hace poco, en otro cumpleaños. Llevaba la misma ropa que la última vez, pero algo indicaba que las cosas no seguían iguales. Llevaba el mismo traje, sí, pero parecía ajado, brillante del uso. Nos saludamos, y preguntó si ya había encontrado algo.
−No, seguimos viviendo en el pisito de un dormitorio. Ya veremos cuando el niño crezca un poco…
−Bueno, mejor así. Mientras podáis, aguantad así, que ya veremos cómo reacciona el mercado. Ahora está bajo, pero nunca se sabe. A mí me ha afectado la crisis, ¿sabes? Ahora estoy entre dos trabajos; la inmobiliaria que tenía con un socio tuvimos que cerrarla, así que estoy buscando trabajar para alguna de las franquicias. Menos complicaciones así, ¿sabes? Cuando uno se mete a empresario, se desvive demasiado, y luego no compensa.
Una de las amistades comunes me había contado que se quedó en el paro hace unos meses, a poco de declararse oficialmente rota la burbuja inmobiliaria, y la misma frase que entonces se me vino a la cabeza pugnaba ahora por escapar de la garganta.
−Vaya por Dios−le contesté, mientras luchaba en mi fuero interno por no dejarla escapar.
Fue inútil:
−Bueno, son cosas del mercado−dije, mientras todos los músculos de mi cara escapaban a mi voluntad y se declaraban en rebeldía para esbozar el gesto de compasión sonriente más hipócrita que he hecho en mi vida.