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Cuadernos de Lavapiés

Estatuts métricos

Viernes, 20:30 de la tarde-noche de comienzos de un mes que me cuesta trabajo llamar marzo, porque uno también tiene su nacionalidad, y en la nación de uno, marzo no se habla con los abrigos, ni abril con las bufandas. La semana ha sido larga y difícil, pero el metro me lleva a casa y no vendrá a recogerme hasta el lunes por la mañana. Por delante de mis ojos pasan los nombres de estaciones con sabor a Joaquín Sabina. Un señor que debe haber nacido a aquel lado del Adriático se pone a tocar melodías rusas en el acordeón, entran y salen bolivianos, bengalíes, cantoneses y cabileños y yo estoy cansado, deseando llegar a casa. Sé que al subir al exterior en Atocha me daré de cara y pecho con el viento de fresquera mesetaria, recién venido de una sierra que no es como las de mi tierra. Una sierra que no es de las de mi nación, como si las cadenas montañosas también tuvieran identidades en vez de elevaciones, o patriotismos en lugar de barrancas.

Embarrancado yo mismo en estos inútiles pensamientos, me pongo a oír música que no sea la del acordeonista balcánico, y escojo a Camarón, entre otras cosas porque hace poco fue 28 de febrero y no pude celebrarlo en mi patria, y tengo aún reciente la diarrea nacionalista que me dio al comprobar que mis paisanos tenían puente, mientras en Castilla soplaba el cierzo de camino al trabajo, por la mañana, cuando más duele.

 

En el metro, si te vas a privar de las alertas de un sentido, más te vale aguzar los otros, porque hay mucho ratero que trabaja bajo tierra. Es por eso que, mientras Camarón se arrancaba por bulerías de la nostalgia, ví de lejos que venía un individuo como que recogiendo firmas para vaya usted a saber qué causa, estrategia no desconocida a la hora de distraer al pimpollo mientras se le desvalija de lo que se pueda. Servidor, que de pimpollo no tiene todavía mucho (todo se curará con la edad), se fijó en que el tal coleccionista de garabatos tenía pinta de niño bien, de pollito catequista de barrio decente e instituto privado, de víctima, en una palabra, de los chorizos tunelarios, más que de agresor. (Aunque eso puede llegar a depender del cristal con que se mire).

 

Recorría el vagón el muchacho bien recogiendo calabazas como las que no suelen administrar los colegios caros, ya que nadie parecía querer echarle una firmita a la hoja que presentaba a la concurrencia. Él, impertérrito, seguía en su empeño y ya se me aproximaba. Como alguien siempre vendrá que te sorprenderá, me quité los auriculares e hice callar, sacrílego, al de San Fernando, por si acaso y para tener el oído alerta, que nunca se sabe, y más vale desconfiar que lamentar. No fuera a ser que el niño de casa particular resultara ser un elemento con ganas de romperle la telaraña a mi billetera.

 

Como aún tenía el oído haciéndose eco de la voz de Camarón, no entendí bien lo primero que me dijo, mientras ofrecía (ofrendaba) la hoja donde echar mi firma. Sólo entendí “Estatut”, y eso me bastó para pedir al pollo que por favor repitiera, que no le había entendido.
-Que si le importaría firmar para pedir que Zapatero convoque a referéndum el Estatut de Catalunya.-

 

El chaval lo dijo sin “ny”, claro está, y yo no pude reprimirme. Me salió del alma, abriéndose el paso a codazos por entre los restos de una mucosidad nacionalista que me sale de vez en cuando, hasta que la expectoro con algún expletivo:
-No he de signar res jo, moltes gràcies.

 

Y me quedé más ancho que esta Castilla tan fría, con estos marzos tan serranos. De los que sólo vale protegerse bajo tierra, donde los nacionalismos de difuminan. Algo bueno había de tener el transporte público.

Saca al ciudadano que llevas dentro

La pasada noche me dejé influenciar por el mensaje del Ayto. de Madrid que insta a quien lo lea (es imposible no hacerlo, el cartel está en todas partes) a “sacar el ciudadano que llevas dentro” para que sea éste quien se encargue de separar y reciclar los residuos domésticos, para bien de todos y alegría del planeta. Sinceramente convencido, saqué al ciudadano que llevo dentro, y le invité cordialmente a una charla preparatoria en el sofá de casa. Como no cabíamos en el salón (nunca un sufijo ha sido tan mentiroso), al final el ciudadano que llevo dentro se tuvo que quedar de pie, mientras le aleccionaba sobre las bondades del reciclado. Me puso cara de adolescente rebelde al que reprendemos por no ordenar su cuarto, y que se toma la regañina como si lo que intentáramos fuese recortar sus más inalienables libertades de mozuelo/a hormonado/a.

Le dije que, de ahora en adelante, íbamos a separar los residuos domésticos en, a saber: orgánicos, vidrios, latas, papel y cartón, y plásticos. El muy irreverente me contestó que a ver de qué chistera inmobiliaria iba yo a sacar los centímetros cuadrados para colocar tanto cubo. Le respondí que con un poco de voluntad, hasta los tabiques ceden, y le hablé del Feng Shuei y de la economía de espacios nipona, en nada reñida con el confort.

Como seguía respondón, di por terminada la charla y le mandé a separar el contenido del cubo de basura que vive debajo del fregadero. Lo hizo de mala gana y a regañadientes, pero al menos metió cada cosa en su bolsa. Cuando salía para tirarlas al contenedor más cercano, le oí murmurar algo sobre “su espacio vital”, seguido de un “estoy harto” típico de su edad, egocéntrica y paraoica.

Eso fue anoche, a las diez y media. Esta mañana, el ciudadano que llevo dentro todavía no había vuelto a casa, y servidor estaba al borde de un ataque de pánico. Nunca antes lo había dejado suelto por las calles de Madrid. No me atrevía a llamar a la Policía Municipal, así que he salido a buscarle, a preguntar por si alguien lo había visto. Angustiado, he recorrido las calles de Lavapiés de arriba abajo, buscando un contenedor de reciclaje. Tardé en reconocerlo, pero al cabo di con uno, casi completamente achicharrado, como una falla valenciana a la mañana siguiente. Ya casi estamos en San José, pero Lavapiés no está a las orillas del Turia, ni es tradición aceptada aquí la de quemar cosas en la vía pública, así que temí cualquier desgracia. Junto al contenedor, tirado en el suelo, estaba el ciudadano que llevo dentro, hecho una pena, las bolsas de basura medio cubriendo su cuerpo.

Como lo único que se puede hacer en estos casos es darle un abrazo al hijo pródigo, me lo llevé a casa y le di de desayunar. El relato de su noche me heló la sangre. El pobrecito mío es un inadaptado, por mucho que se las dé de jovencito rebelde con causa, y nada más poner el pie en la calle fue objeto de escarnio y víctima propiciatoria para casi todo el que se cruzó por su camino. Y es que, a fuer de largo, el camino en busca de contenedores en mi barrio es casi un via crucis, ambientado por la falta de alumbrado público, empedrado de mojones de perro y frecuentado por ciudadanos que otros llevan dentro y que pueden llegar a tener muy mala leche. Al final, el ciudadano que llevo dentro está castigado, y no va a salir de casa en mucho tiempo, que no quiero que me lo echen a perder las locas iniciativas del Ayto. que todos llevamos fuera.

 

Burbuja fantástico-inmobiliaria

Miro en Internet fotografías de viviendas en venta, en alquiler, en pornográfica exhibición de sus encantos. A mi izquierda, la pared de azulejos blancos y una ventana, que da a un patio de muy pocas luces, por donde saco la mano para que el humo del cigarrillo se vaya de aquí, ya que la luz no habrá de entrar. Frente a mí, que estoy de lado por la falta de espacio, por mi asqueroso vicio de fumar y por mi repugnancia al humo ya fumado, a 30 centímetros, el fregadero y la lavadora. A la derecha, compartiendo con frutas, hortalizas y pan duro el poco espacio de una manera hidalgamente postmoderna, el portátil en el que escribo esto y con el que visito casas que nunca podré comprar o alquilar.

 

No es puro masoquismo, me digo. Lo hago para comprobar que, de tener algo más de lo que tengo ahora, acabarían parte de mis penurias, por mucho que la moral me diga que otras permanecerían donde están. No tengo esperanza de sentarme un día a escribir estas cosas en un despacho con dos balcones a la Plaza de la Paja, con el Madrid de Quevedo cinco plantas más abajo, y la chimenea encendida para atraer a las musas. Y si no la tengo, ¿para qué castigarme?

 

Porque hay veces que uno compara su vida con la de los que están peor, que es intensísima mayoría, y con la de uno mismo hace años, cuando uno no disfrutaba de muchos de los lujos que hoy considera imprescindibles, y se da cuenta de que nunca estamos satisfechos, de que hasta el ganador del gordo de la lotería encontrará razones para levantarse de mala leche y no disfrutar de una mañana de invierno escribiendo o leyendo junto al fuego, con la vista del Madrid de los Austrias allá abajo, sino quejándose de su suerte o maldiciendo su estampa, como el costamarfileño que vende en Preciados, hasta que la Policía Municipal le obliga a darse una carrera. En esas ocasiones uno puede sentirse justo con sus semejantes, reconfortado en su conciencia pequeño-burguesa, reivindicado en su envidia de quienes han tenido mejor fortuna, o completamente desesperado, que es el caso de un servidor.

 

Si ni siquiera esas vistas, esos metros cuadrados con tarima flotante, esa luz natural entrando por ventanas de verdad, esos acabados de lujo y diseños de capricho habrían de cambiar la realidad, entonces ¿qué más da? Por eso me gusta mirar las fotos en Internet y leer las descripciones: “145 metros cuadrados, cuatro dormitorios y despacho, diez balcones, en esquinazo, quinta planta, terraza soleada, techos altos, completamente reformado, ideal para entrar a vivir…” Porque enseguida me doy cuenta de que la vida seguiría siendo lo que es, y los motivos para tirar la toalla continuarían siendo escupidos a diario por los informativos de las principales cadenas de televisión, pero desde una quinta planta con vistas y suelos de tarima no me dolerían el cuello y la espalda, después de darle lustre a mi conciencia pequeño-burguesa durante una hora al ordenador. Y fumaría mirando desde la terraza, pensando como escribir el siguiente párrafo de mi mejor novela.

 

Otelo y Samuel Eto'o

En un canal, partido de fútbol entre Real Zaragoza y Barcelona F.C., desde La Romareda; en otro, retransmisión de Otelo, de Verdi, desde el Liceu de Barcelona. En el área del Zaragoza se va a lanzar un saque de esquina, pero Samuel Eto’o, harto de que le ataquen la dignidad, se dirige hacia el banquillo, diciendo que se marcha. El público, aficionados del equipo local en su mayoría, grita enfadado. No contra los imbéciles que hacían gestos simiescos a Samuel Eto’o, sino contra el propio jugador. Según ellos, no será para ponerse así: “a todos los deportistas de élite les llaman cosas desagradables desde la grada”. Cierto, sólo que quien oye lindezas como hijo de puta o cabrón junto al córner se sabe “inocente” de tales acusaciones, mientras que los que insultan a un ser humano negro por el color de su piel no están inventando epítetos; están intentando degradar la dignidad de un semejante.

 

Hace tiempo que Otelo sospecha. Ahora, la escena del pañuelo le convence de que Desdemona le está engañando. Es mentira, pero Otelo está ciego. Demasiado rencor y demasiadas tormentas para luchar en contra y conservar la lucidez y la frialdad. Brabantio, el padre de Desdemona, parece seguir gritando, anticipando que quien tan casquivana fue para fugarse con el Moro acabará también por traicionarle a él.

 

El escenario del Liceu, mucho menos teatral que el terreno de juego del equipo zaragocista, está casi desnudo. Sólo un enorme espejo, inclinado sobre las tablas, reflejando una cruz y una raya pintadas sobre el suelo. Eso es todo. La ropa de Otelo y Desdemona también es minimalista. Nada de brocados, gorgueras, mangas acuchilladas, cuellos a la Valona, morriones, calzones follados ni cendales de seda. Ambos van vestidos “a la intemporal”, una forma de atraer a públicos alérgicos a las antigüedades, y de montar un auto de Calderón con cuatro perras. Pero no me quejo, no se me entienda mal.

 

Comprendo que, del mismo modo que pagar la entrada para un partido no da derecho a insultar la dignidad de un profesional, las de palco en el Liceu no eximen al asistente de poner algo de su parte, por ejemplo la imaginación. Así se centra uno en la interpretación de José Curá y Krassimira Stoyanova, en las sutilezas de la música de Verdi y en el magnífico libreto, basado en Shakespeare, en vez de hacerlo en farfollas y atrezzos. Los tejidos lujosos, las bóvedas de palacio veneciano, las ventanas con vistas a un puerto repleto de galeras, los guardias de pecholata armados hasta los dientes y otras realidades de cartón piedra son sacrificios que la escena hace al numen del Arte, dejándolo sólo en el ruedo, como los buenos toreros, en estado puro, atemporal y universal.

 

Sólo una excepción rompe el hechizo. Una simple excepción que nos dice que hay cosas que no se pueden dejar a la imaginación, que hay elementos de la realidad que es imposible soslayar, que hay definiciones de lo que nos rodea que no pueden sugerirse, inferirse a través del arte, abandonarse a ese acto consciente que es la suspensión de la incredulidad ante el hecho dramático. Por eso, José Curá, que no es negro como Samuel Eto’o, tiene que maquillarse y oscurecer el tono de su piel, aunque vaya vestido de nada en un escenario desnudo. Porque si no, no hay quien se lo crea. Porque, de otra forma, ¿quién de entre el educado público que asiste a la Ópera se va a tragar que Brabantio se pille tal rebote porque su hija se haya fugado con un negro? Nadie, o muy pocos. Acaso los que sean capaces de abstraer la realidad de tal modo que vean seres humanos por todas partes y personajes de ficción en los escenarios, y que puedan conjugar ambas cosas y ponerse en la piel del semejante. Ya sea éste un actor blanco haciendo de Otelo, ya un grandísimo delantero camerunés harto de soportar como se degrada a sus, a mis semejantes.    

Tribunal, Bilbao

Francesc, 30 años; auxiliar administrativo en una oficina de la c/Alcalá. Su compañero de apartamento Rubén, tiene 29. Comparten piso en Madrid desde hace 5 años. Pagan 400 euros al mes cada uno por un piso amueblado de 55 metros cuadrados. Se conocen del pueblo. Fueron juntos al instituto en Palma. El padre de Rubén se llama Andrés, tiene 72 años y es mecánico jubilado. La madre, Encarnación, es 6 años más joven, nacida y criada en Granada, de profesión sus labores. Nunca se va a jubilar. De los padres de Francesc mejor no hablar. No se lleva bien con ellos.

Francesc es votante regular del Partido Popular. Rubén se define como "de izquierdas", y a veces reprocha la afiliación política a su compañero de piso. Lo hace medio en broma, medio en serio. Francesc, con similar talante, le contesta que cuando Rubén deje de ser un estudiante eterno y empiece a vivir de su sueldo en vez de hacerlo de las becas del Ministerio, él también votará al PP. Estas conversaciones suelen tener lugar en mallorquín, que es un dialecto del catalán que conserva muchos rasgos arcaizantes en comparación al hablado en el Principado, dado su menor contacto con masas de población castellano-parlantes (entre otras causas). Francesc y Rubén lo suelen hablar cuando están a solas o con otros catalano-parlantes, y lo hacen sin ganas de ofender. Es su costumbre, desde niños.

Estación de metro de Tribunal, la de la canción de Joaquín Sabina, músico de Úbeda, en la provincia de Jaén, famosa por su bellísima arquitectura renacentista y por sus buenos escritores. Viernes por la noche, a las 21:30 horas del 2006, anno Domini. Francesc y Rubén van a Bilbao (la glorieta) a tomarse unas cañas con:

Fran, 29 años; casado, malagueño

Paloma, su esposa; coruñesa de 33

Rosa, 36, pelo lacio; nacida en la isla de El Hierro

Sergi, 29; calvo; profesor de ESO; alérgico al gluten de trigo.

El tren de la línea 1 va muy lleno. Un supuesto ingeniero de sonido (en su defecto, un operario a sus órdenes) armado de un micrófono omnidireccional de la marca AKG modelo C-400 B habría registrado en el 2º vagón del convoy un mínimo de 14 conversaciones, 6 de las cuales transcurrirían en castellano. El resto se reparte entre: francés, inglés, polaco, quechua, chino cantonés, árabe dialectal, bereber rifeño, wolof y mallorquín. Esta última conversación es, naturalmente, la mantenida, sin ánimo de ofender, por Francesc y Rubén, quienes se dirigen a Bilbao de cañas. El supuesto ingeniero de sonido no existe; el operario sí, pero no se va de marcha. Vuelve a casa, después de trabajar en la Filmoteca Nacional, junto a Tirso de Molina, donde empieza la canción de Sabina (Joaquín). Como es lógico, el operario no lleva un micrófono omnidireccional encima, porque bastante tiene con las horas que echa por un sueldo que tampoco es para tirar cohetes, como para, además, llevarse trabajo a casa.

Otro que tampoco lleva micrófono y que también vuelve a casa es Francisco Antonio, de 31 años, aficionado al ajedrez y casado con Luisa, de su misma edad, natural de El Toboso. Cuando las puertas se abren, Francisco Antonio enfila la puerta. Mucha gente se baja con él, pero no los dos maricones catalanes esos, así que Francisco Antonio, que tampoco se lleva bien con su padre (aunque sí con su madre, que también es de Granada), que no vota hace tiempo pero que lo haría al PP, que también trabaja cerca de Tirso de Molina y al que también le gustan las canciones de Sabina, les espeta en la cara al pasar: “Iros a hablar catalán a vuestra puta tierra, que esto sí que es España”.

11:45 de la noche. Una paloma con síntomas obvios de gripe aviar cae frente a un autobús de la línea 149, en su último servicio antes de recogerse en cocheras. Es atropellada, con lo que los síntomas de la gripe aviar pierden toda posibilidad de ser reconocidos. Un camión de la limpieza barrerá la calle en pocos minutos, y la paloma desaparecerá de la vista. No todos los contagios son tan obvios.

 

Mama, gar ke faré yo

Hay que echarle imaginación. Hay que ver, primero, lo que más lejos está: olivares en líneas rectas, pero no tanto, que los agrimensores no son lo que eran. Campiñas, monte adehesado, cubos casi perfectos de cal guardando viñas, un borrico si se quiere dar pincelada propia de belén napolitano…Pero más importante que el tamaño de los olivos, el color del aire, de una noche con sol de julio, de olor a estiércol y jazmín.


Los ojos van de lo lejano a lo menos, y el río ya parece tener ecos familiares. Tras él, un caserío irreconocible, si no fuera por la imaginación, que debe seguir en funcionamiento mientras dure el ensalmo. Los ojos conocedores buscan en la línea de la ciudad alguna silueta reconocible, y quizá saludan a una noria, antepasada de otras, o quieren entrever en el alminar de un arrabal la torre de una iglesia de la que nunca recordamos el nombre. Todo lo demás es diferente, distinto, sólo entornando los ojos se puede a duras penas mantener la ilusión, difuminar la desvergüenza de unos ojos que se empeñan en reflejar el presente. La autovía de circunvalación, las glorietas, los semáforos y los centros comerciales estorban, y se hace necesario inhalar de nuevo el amarillo del sol sobre los cerros tostados, para que el intento no se malogre.
 

El silencio que acompaña al final de una tarde de fuego parece inclinar la balanza a nuestro favor, y por fin, a la luz fucsia del anochecer de verano, vemos que la ciudad se ha quitado muchos siglos, desnudándose pícaramente, para dejar de ser la que conocemos, y convertirse en una ficción perfecta de sí misma.


Tenemos que echarle imaginación, y un recuerdo digital de la última visita a Fez no nos sirve, hoy no. Son muchos los siglos, muchos los poetas que murieron, muchos los mercedes viejos que recorren las calles de la ciudad marroquí, y mucho lo que le pedimos hoy al milagro. En la visión que yo quiero no puede haber antenas parabólicas, y han desparecido las hileras de casas adosadas, el Carrefour y el estadio con nombre de arcángel. Es más difícil así, a pelo, imaginar lo que fue y quitar de en medio cientos de años de intervenciones y obras públicas, toneladas de asfalto y de hormigón, un milenio ya de roturaciones, barbechos, corrimientos y holocaustos.
 

Cuando, por fin, la ciudad se ha vuelto muchacha, es el momento adecuado para realizar el conjuro. De la oscuridad aún caliente, de la tierra reseca y de las piedras de las murallas que otra vez la circundan, del agua del río sale una voz incomprensible: 
mi fena ÿes li-mahtï in luhtu
kon males me berey
non me lesa moberë aw limtu
mama gar ke farey
 

“Mi pena es a causa de un hombre violento”, dice la mujer joven, repitiendo los versos de un cantar antiguo. “No me deja moverme y me castiga, y si salgo, con males me veré”, entona mientras recoge la ropa que cuelga al lado del río. Y mientras la dobla y la mete en el cesto, canturrea con un quiebro conocido, imitando a algún cantor de renombre: “Madre, dime qué haré”.
 

Cuando ya casi no queda luz, la muchacha se pierde entre las calles del arrabal, mientras piensa en su suerte, que no es tan cruel como la de otras, porque su hombre no será un hombre violento, sino un joven elástico y cariñoso, que jamás le prohibirá salir al río cuando el sol ya no haga daño, y que no la castigará si llega a casa enfadado o borracho.
 

El alumbrado público declara el final del experimento, y la coplilla se ahoga entre los compases de un reggaetón, el que va retransmitiendo un deportivo tuneado, parado ahora mismo en el semáforo, que ha regresado del más allá como un tri-cíclope vengativo. El olor del jazmín y los primeros auxilios de una brisa que viene a curar del calor excesivo de la tarde no parecen hacer efecto sobre la pareja que habita el coche ruidoso, de color y ritmo. Discuten, y ella sale del lado del copiloto, trastabilla y casi cae, no se sabe bien si por torpe o por herida. Del otro lado sale él. No ha habido un acuerdo en el precio, o el cliente no ha quedado satisfecho, o no ha saciado aún su repugnante sed de humillar. No le importa. Mientras le agarra el pelo para descubrir su rostro, y hacer mejor blanco en su tabique nasal, ella se pone a cantar. “Mama, gar ke farey”.

Propiedad mobiliaria

El primer deseo era dinero, el suficiente para comprar lo que me queda de tiempo, aunque fueran muchos años, y no alquilarlo más; si acaso regalar algunos de ellos a algo que de verdad pareciese merecerlo. Para eso, y para pagar una hipoteca.

 

El segundo se me ha concedido: enseñar literatura a cambio de un sueldo que me permita seguir soñando.

 

Así que ahora dispongo de varios meses para diseñar un programa, calzarme unos objetivos y desempolvar una quimera usada. La plaza, la misma en la que vengo haciendo capeas desde que un empresario me dio la oportunidad: una pequeña escuela privada en la que vender cultura a un grupo de jóvenes de medio mundo. El ganado, el que ya he descrito: unos pocos criados en fincas de ganaderías lejanas, flojos y sin casta, y otros pocos encastados en muchas ganas de aprender algo sobre esta cultura, llámese como se llame, española o hispana.

 

La faena que me espera es la de inventarme un curso de literatura española, de introducción y sin muchas pretensiones, para ofrecérselo luego a un grupo de chicos y chicas que quieran pasar aquí seis meses o un año, jóvenes que no bostecen automáticamente cada vez que mencione a Quevedo, aunque luego tengan problemas para usar el Pluscuamperfecto de Subjuntivo. El curso tendrá dos semestres, uno hasta Cervantes y otro después, y haremos en el aula todo lo que no podamos llevar a cabo fuera de ella: leeremos a Lope en el patio de su casa, tomaremos café y un croasán al lado de la que vio morir a Cervantes, caminaremos por Navacerrada para buscar a las serranas del Arcipreste…Hay presupuesto, y hay ganas, y la quimera lleva mucho tiempo criando polvo en el trastero.

 

Pero claro, como en todo, lo difícil es empezar, y heme aquí en un brete, porque el comienzo no hace más que cuestionar la validez de todo, y tiene un aire de píldora abortiva, de los que nos desengañan antes de emprender. La pregunta de “¿por dónde empezar?” no tiene difícil respuesta: hay un canon, y con su ayuda o en su contra no es complicado darle cuerpo a un repaso a la literatura española. Lo malo es que, mientras se decide, a uno le pueden asaltar preguntas, porqués que acaban por minar la confianza. En cuestión de minutos, de la ilusión se pasa al desconcierto, y el último porqué da vida a un monstruoso para qué, contra el que se daría de bruces, desengañado, hasta el más manchego de los hidalgos.

 

¿Para qué intentar explicar los hemistiquios de un poema con más de mil años? ¿con qué objeto verdaderamente importante justificar la hora gastada en comentar en voz alta un poema de Santa Teresa? ¿ a cuento de qué intentar mantener despiertos a un grupo de estudiantes, para que escuchen a Antonio Machado mientras el autobús avanza por el paisaje cárdeno soriano?

 

La respuesta, como es tan simple, no tiene nada de epifanía. Una jarcha. Unos renglones mitad inventados, mitad emborronados, mudos durante siglos. Resucitados hace décadas, pero con más formol que vida entre sus vendas de momia apergaminada. Encontrados como un superviviente de ciencia ficción en la sala trasera de una sinagoga egipcia, o en el polvoriento desván de un olvidado librero, o en el envés de una receta mágica. Disfrazados, desnudos de vocales, dando pábilo con su falta de certeza a discusiones bizantinas.

 

Exiguos, casi inexistentes en ocasiones, casi imposibles de creer en otras, los versos perdidos de las jarchas me dieron, de un fogonazo, una razón, una justificación: porque esas palabras casi perdidas, mitad inventadas, cantares fragmentarios de una gente extinta, cuya lengua cotidiana no podemos más que imaginar, están diciendo lo mismo que decimos hoy, o lo que deberíamos decir, o lo que ojalá nunca hubiésemos querido oír.

 

 

Canutos colegiales

Todos los días paso por delante de un centro escolar. Uno con verja, puerta de hierro y patio de recreo. Cada mañana, muchos alumnos del centro ejecutan el ritual lamido de la tira de goma de un papel de fumar, el inconfundible gesto de enrrollar sobre sí mismo el tabaco "aderezado", el encendido místico del cigarrillo de hachís, que escupe un humo denso, casi de incensario, que sólo su olor consigue distinguir del que acompañaría un servicio de maitines preconciliar, de cuando las misas todavía eran en latín, y dios aún no había aprendido idiomas.

Ayer, en las noticias, supe que el Gobierno ya ha desarrollado un plan para atajar el trapicheo y consumo en las escuelas del país. Ilustraron la noticia en prensa y televisión con imágenes de jóvenes estudiantes, haciendo novillos (pellas, rabona, etc.) mientras se lían unos canutos a la puerta del colegio. Pero no eran los que veo cada mañana, porque los que atufan el aire mañanero cerca de mi ventana vienen a clase en pequeños coches deportivos nuevecitos, de muchas válvulas y caballos de vapor, recién comprados por papá a cambio de un aprobado a tiempo, porque los papases de estos chicos y chicas son muy generosos, tanto como para pagar los miles de euros que cuesta que sus nenes aprueben una asignatura, y unos papás así no van a ver con buenos ojos que se acose a sus retoños, como si fueran hijos de inmigrantes, o de habitantes marginales de feos barrios del extrarradio pobre.

Así que, mientras más de cuatro adolescentes porreros van a estrenarse como delincuentes, y a posar quizá para el título que les acredite como poseedores de antecedentes penales, los que se ven desde mi ventana saldrán en la orla lujosa pagada a golpe de talonario por sus nada marginales progenitores, con los ojos un poco irritados y las pupilas contraídas, pero sin deudas con la sociedad ni visitas a correccionales. Total, por un porrito mientras faltas a clase, tampoco es para tanto. Siempre y cuando quede claro que uno es persona de bien, y no morralla de escuela marginal...

La puta que pelaba una naranja, o Cómo hacer costumbrismo en el tercer milenio

A enero aún le quedan un par de domingos, pero los dos últimos días están siendo tan primaverales, que casi parecen de invierno sevillano, sólo que sin brumas béticas ni nieblas marismeñas, que por algo estamos en Madrid.

El que esto escribe, que de mayor quiere ser escritor costumbrista, o escritor a secas, aunque sea de los malos, no ha ido hoy a trabajar. Ha “medio ido”, pues en el camino, equidistante entre casa y oficina, razones que no vienen al caso le han concedido el viernes libre, y se ha desayunado la mañana soleada dando un paseo de los que sólo podía permitirse cuando estaba en el paro (toco madera como un autómata supersticioso, valga la contradicción).

Como desempleado, el costumbrismo daba mucho juego: los paseos sin rumbo, de entrevista en entrevista, de rechazo en rechazo, eran fuente de ideas. El ahorro en abono de transportes daba lugar al gasto en suelas, y tras cada esquina y en cada glorieta esperaban escenas de sobra costumbristas, ingeniosas las más de las veces, con vocación de despertar algún día las nostalgias de un lector, aunque fuera después de muerto el que esto escribe (toco madera de nuevo). Siempre había tiempo para sentarse en una plaza soleada y apuntar en una libreta ideas, escribir relatos o describir escenas. El problema era cómo hacer llegar eso a un lector, que con uno era a veces suficiente.

Hoy, con trabajo, horario y salario, el que esto escribe va y viene en metro al trabajo, y no camina ya a la caza de cuadros de costumbres, de escenas del Madrid de comienzos del siglo XXI, una ciudad que también necesitará algún día de quien la cuente a los que nunca podrán verlo, a ésos que algún día pensarán en ella con un infundado sentimiento de nostalgia, de ésa misma que hoy ya expresamos por el Madrid de la Transición, o el de la Movida. A cambio, al llegar de la oficina y si no está muy cansado, el que sigue escribiendo puede hoy, con encender dos botones, escribir y publicar lo que se le venga en gana, aunque no lo lea nadie. Son cosas de la tecnología Wi-Fi aplicadas al costumbrismo que quiere ser literario.

Estábamos entonces con que el viernes llegó regalado, así que, aplicando el proverbial desprecio por la ortodoncia equina, un servidor se dispuso a volver a casa por el camino más largo y lento, haciendo caso omiso de rutas pedestres recomendadas por el Excmo. Ayuntamiento y su no menos excelente Concejalía de Turismo. Caminando sin maletín y sin prisa, con vocación de perderse, es fácil encontrar la Plaza de San Ildefonso. Lo que ya no es tan fácil es detenerse y mirar, y darse cuenta de que este trozo de la ciudad tiene el mismo encanto que un animal en vías anchas de extinción. Un animal vivo, vivaraz y lleno de energía, que no se da cuenta de que puede ser el último representante de su especie. En la Plaza de San Ildefonso, por haber, hay un horno de pan con un luminoso del siglo pasado que reza “Panis Quotidie”, algo que dicho a secas puede no tener importancia, pero que se reviste de ella cuando se da uno cuenta de que a pocos metros, en la Gran Vía, acechan depredadores dispuestos a devorar al último ejemplar de una especie legendaria: un “Pans & Company” rodeado de su cohorte de McDonald’s y Starbucks.

También hay en San Ildefonso una iglesia antigua, simple, mesetaria de pueblo, de tejados pizarrosos, que encierra un retablo dorado y circunvoluto. Las fachadas de la plaza están llenas de balcones, y los tejados hacen coro a la torre, algunos con más suerte que otros, pues los hay que se caen. No hay ninguna agencia inmobiliaria a la vista, y el estado de algunas fincas se pone de acuerdo con el ambiente que flota, al sol de esta primavera temprana y desorientada, ambiente de plaza de pueblo castellano, donde todavía hay viejos y niños que compran pan cotidiano. Por si cabía duda, suena la campana de la iglesia de pueblo.

A la vuelta de una esquina, todo cambia, y en vez de hornos latinos hay tiendas de ropa alternativa, cara y marginal, valgan las contradicciones. Dos manzanas más allá, la calle Fuencarral tienta a comprar zapatillas deportivas con música dance o chill out o a probarse un abrigo que bien pudiera parecer digno del ganador de un Goya en la noche de la ceremonia. Ahora sí se ven inmobiliarias, más que tiendas, y al aire de pueblo se lo lleva un viento cosmopolita, agradecido y contento de que se haya terminado de una vez el siglo XX, el que en mala hora nació. Así, a muy pocos minutos de la plaza del pueblecito amanchegado donde casi casi picotean las gallinas, se llega a la Gran Vía, y el escritor que quiere ser costumbrista deja de acordarse de los jubilados que lagartean el sol en sus bancos, para hacerlo del Excmo. Sr. Alcalde, don Alberto Ruiz Gallardón, no con ánimo de insultar, sino por mera asociación de ideas.

En sus tiempos, cuando el siglo XX era el futuro, la construcción de la Gran Vía de Madrid supuso y suscitó lo que hoy se encargan de hacer las obras Gallardonianas que están haciendo de esta ciudad un espacio urbano de nunca acabar. Por entonces, todo un barrio de callejas y plazuelas tan de otro tiempo como la Plaza de San Ildefonso sucumbieron al progreso, representado por la línea recta y anchurosa de la nueva avenida. Como ahora, las autoridades respondieron a las quejas pintando las delicias que supondría la calle, una vez estuviera terminada. Hoy, la Concejalía de Obras Públicas, o la de ilusionismo didáctico, elabora imágenes computerizadas para convencernos de lo cuco que va a estar Madrid cuando todo acabe. Como si estas cosas acabaran.

Al final, la Gran Vía nació, se hizo mayor y adquirió un pasado, tan convincente o más que el de las calles y barrios que murieron por su culpa. Hoy, Tom Cruise y Angelina Jollie vienen de vez en cuando a estrenar una superproducción, y no ven grúas ni terraplenes, ni siquiera la antigua Red de San Luis, marquesina venida a más, que hoy reposa en el pueblo natal de su autor. Más abajo de donde estuvo, la calle Montera se viste de prostituta, y Madrid de estibador portuario, aunque esto último sólo a veces, a ciertas horas, si se da la necesaria conjunción de luces, olores y colores que permita en ensalmo de creer que allá abajo hay un muelle, un rompeolas y una lonja, en lugar de la Puerta del Sol. Y en la calle de la Montera, una puta se apoya en el escaparate de una tienda de novias, y pela una naranja a las doce del mediodía del viernes, y el olor cítrico de su tierra le llega al escritor costumbrista mientras la mira a ella, real y en tres dimensiones de carne en alquiler, en fuerte contraste con la pareja de maniquíes en postura de decir “sí quiero”. “Como si querer importase”, dice entonces la puta, y a continuación se mete en la boca un gajo de naranja.

 

Pronunciamientos y pronunciaciones militares

El señor Rajoy, líder de la oposición conservadora en España, se pregunta en la radio, refiriéndose a las amenazas golpistas enunciadas por el Teniente General Angulo Mena, que “¿qué está ocurriendo en el país para que hayan tenido que hacerse dichas declaraciones?”. Acusa con ello Rajoy al Presidente del Gobierno y al Ministro de Defensa de ser los causantes de un supuesto desbarajuste nacional, y les responsabiliza en última instancia de que un Teniente General nostálgico haya dicho en público que, si las cosas se ponen feas, el Ejército saldrá a la palestra como garante de lo que haga falta.

Ahora bien, queridos niños, estamos tratando aquí con una estructura verbal con dos pares de cojones, con perdón. Así, el “hayan tenido que hacerse” es una construcción perifrástica que incluye un Pretérito Perfecto de Subjuntivo y un bonito reflexivo con valor de impersonal. Las declaraciones no nacen, sino que suelen hacerse, y por lo general, a manos (a labios) de un sujeto activo, que se pone las botas transitivas y se descuelga con un objeto directo: verbigracia, la declaración en sí. Por ello sorprende la elección sintáctica de Rajoy, de la que se desprende que las declaraciones estaban ahí, en alguna parte del limbo lingüístico, listas para salir a las ondas públicas, y que lo único que ha hecho Su Excelencia Angulo Mena ha sido ponerse firmes y darle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

O sea, que el señor Rajoy entiende que unas declaraciones emitidas por un altísimo cargo militar, en las que se decía (otra pasiva con valor de impersonal) que el Ejército puede intervenir en cualquier momento en la vida política de un país supuestamente democrático han “tenido que hacerse”.  No sé de qué os sorprendéis, niños, si el señor Rajoy, a la postre, es el líder del Partido Popular, los mismos que hace poco decían desde sus asientos institucionales que la Guerra Civil “tuvo que hacerse”, saltándose a la torera el hecho de que aquello fue un alzamiento militar, cruel, violento y abusivo, contra un régimen democrático y elegido en sufragio por el pueblo. Alzamiento que acabó con la muerte de no sabremos nunca cuántos cientos de miles de españoles.

Otra cosa sería decir que “Franco empezó la Guerra porque tuvo que hacerlo”, y otra más peliaguda aun, añadir después: “con dos cojones”.  No oiremos en público a ningún líder del PP emitir exabruptos de tal carácter. Lo que ya no tengo tan claro, después de comprobar el uso que el señor Rajoy hace del reflexivo con valor impersonal, es que no lo piensen.

Muerte y aceitunas

Madre yo tengo un novio aceitunero

que avareando tiene mucho salero

cuando me ve me dice: - Voy a morir por ti.- Madre yo tengo un novio aceitunero, aceitunero me gusta a mí.

Dale y dale a la vara, dale bien que las verdes son las más caras y las otras pa ti, tipití, tipití.

¡ Ay, que me voy a morir por ti!

Recogiendo aceituna él me decía

con palabritas, madre, que se moría.

Se acabó la faena y no lo he vuelto a ver

y eso que me decía que se moría por mi querer.

 

El novio aceitunero de la copla convierte en requiebro un “voy a morir por ti” lleno de erotismo, como todo en esta coplilla, que por algo está llena de hombres cimbreando sus varas y de virginidades de aceituna verde que se pierden en el olivar. Luego serán los mozos y los novios quienes se pierdan de vista, una vez caída del árbol la ansiada fruta. Hoy sabe a hiel ese verso, ese requiebro macabro, porque ayer comenzó el año y con él la cuenta nueva (¿o el borrón?) de mujeres asesinadas, y porque ayer cayó la primera, en un olivar, y porque siempre es ella la que muere por él, porque él la mata, porque…

Las uvas y las aceitunas tienen mucho en común, aparte de forma y tamaño semejantes. Son de la misma tierra; hace milenios que se conocen; crecieron y siguen creciendo juntas, y si pregunta uno por todo el Mediterráneo, se enterará de que se quieren mucho, tanto que parecen inseparables. Las uvas se pueden tomar de doce en doce y cerrar años. Las aceitunas, en cambio, pueden servir para abrirlos.

En Algarinejo, en la provincia de Granada, Pilar Pacheco Valverde cerró el año de Dios de 2005 comiendo uvas, como casi todos. Para abrir el 2006, Pilar optó por las aceitunas, y empezó el año vareándolas en un cortijo cercano a su pueblo. En los poemas de Lorca, la muerte que acontece en el olivar suele ser una muerte privada, un asunto íntimo entre el asesino, la víctima y el dios Sol, que observa y abrasa, mientras la navaja refulge y la sangre tiñe la tierra seca. A Pilar Pacheco también le sorprendió la muerte en el olivar, en el primer día del año, pero no en la intimidad, sino en presencia de diez testigos que vareaban olivos con ella. Su exmarido no se sirvió de la navaja lorquiana; le bastó una escopeta para convertir a Pilar en la primera mujer que muere asesinada este nuevo año en España, a manos de su compañero o ex-pareja. http://www.elpais.es/articulo/elpporsoc/20060101elpepusoc_3/Tes

 

 

Simón de Rojas

(En el Centro Cultural de la Villa, en una exposición sobre Cervantes y su época, está expuesto el cuadro “El fraile trinitario Simón de Rojas, difunto” de Velázquez. Estará por poco tiempo, y pertenece a una colección privada, así que recomiendo darse prisa).

Se trata de un cuadro sencillo, impresionante, hipnotizador. Sobre un estrado está tendido el cuerpo sin vida del fraile, de rostro sereno, frío. El blanco y el negro de sus hábitos no dan respiro a las medias tintas. O todo, o nada, o vida, o muerte, en este caso. De la bocamanga del hábito sobresalen dos manos de muerte, que no de muerto, que se agarran a la cruz, no se sabe si por el rigor mortis o el de la fe inquebrantable. De la boca, vacía, salen dos palabras, que Velázquez escribe con humo, o pincela con niebla, o dibuja con aire, no se sabe: Ave María.

 Simón de Rojas

Simón de Rojas nació en Valladolid en 1552. Desde muy joven se hizo adepto del culto de María, y desde muy joven también entró a formar parte de las filas de los frailes Trinitarios. Eran éstos los principales responsables (junto con los Mercedarios) del rescate de cautivos, actividad que les llevaba a organizar expediciones comerciales a la compra de esclavos, sacando en el proceso un buen número de almas cristianas de los baños argelinos, tunecinos o tetuanís. Estudió Simón de Rojas en Salamanca, y residió en Toledo. Pero fue Madrid, Lavapiés en concreto, el escenario de los veinte años más productivos de su vida.

Llegó a la Corte llamado por la corona, en alas de una bien merecida fama como predicador y reformador de costumbres, y vivió en la calle que hoy lleva ecos de su nombre, allí donde Atocha se derrama cuesta abajo hacia Lavapiés, hacia el otro mundo, donde el Madrid de tantos siglos pierde la elegancia, desaguada entre callejones que siguen siendo oscuros. La calle que sigue, la del Ave María, tiene el nombre que quiso Simón de Rojas, que también se salió con la suya cuando consiguió que esas mismas palabras fueran inscritas en la fachada del Alcázar Real. Por otras calles cercanas, como la la Torrecilla del Leal, pasó parte de su tiempo en las imprentas cercanas, supervisando la impresión de estampas marianas, que exportaba allende las fronteras de Castilla, en su particular cruzada contrarreformista. No fue coincidencia que acabara siendo conocido en vida como “el Padre Ave María”, que es como ha pasado a la iconografía, acompañándose siempre su retrato del latino lema.

Entre la exportación de estampas religiosas y la predicación en nombre de los cautivos, el futuro San Simón cuidaba de la salud espiritual de un barrio muy pecador, como sigue siéndolo. En aquel entonces, los alrededores de Antón Martín estaban llenos de enfermos de sífilis, unos recién salidos del hospital y otros resistiéndose a entrar, mendigando por las calles de alrededor, en las que abundaban también las oportunidades de contraer ésa y otras enfermedades más o menos venéreas. Un poco más abajo, los moriscos y conversos abundaban sobremanera, unos de rancio abolengo castellano, otros recién llegados de las Alpujarras, y el fraile trinitario no perdía la ocasión de diatribar contra unos y otros, como era de recibo, trabajándose opiniones ajenas y poderosas, convenciendo a los sanedrines de turno de la necesidad de “hacer algo” con aquella chusma.   

Además de todo ello, se convirtió el fraile en Preceptor de los Infantes de España, Confesor de ntra. Sra. La Reyna Dª Isabel de Borbón, y en el primer comerciante de abalorios al por mayor del barrio de Lavapiés. En efecto, entre unas y otras cosas, fray Simón de Rojas se dedicó a la producción de unos rosarios de cuentas azules, representativos de la Imaculada Concepción, que tuvieron un éxito comparable al de la bisutería que hoy venden al por mayor los innumerables negocios del barrio. Lo que no estoy en condiciones de asegurar es que se vendieran en el top manta barroco.

Hoy, en la calle Ave María no se ven procesiones de flagelantes, sangrándose los lomos en agradecimiento a la decisión real de expulsar a los moriscos del barrio. No caminan por ella los ex-cautivos cristianos, enseñando sus cadenas a quien quiera mirarlas, y honrarlas con una limosna. Tampoco se trata el “mal francés” en Antón Martín, donde en vez de hospital ahora hay tres kebaps, y en las imprentas del barrio ya no se imprimen ediciones de novelas escritas por mancos, sino que se hacen fotocopias en color del DNI. Si hoy saliera San Simón a pasear por el barrio, el Ave María que escupirían sus labios sería de órdago, cuando viera la Plaza de Lavapiés. A mí me gusta más así…

Mossos d'Esquadra (y cartabón)

Entre una costanilla de Lavapiés y Las Ramblas median excesivas horas de autobús, en opinión de un servidor. Por eso, la otra noche, al llegar a Barcelona, en vez de dar un paseo, descansé en el hotel, justo al lado de un Palau de la Generalitat que se había convertido por unos días en capital del Mediterráneo, como avisaban las banderolas en los postes de la luz. No soy alpinista ni montañero, sino más bien de valle, marisma y dehesa. Por eso las cumbres las veo de lejos, admirado ante su imponencia. La Euro-mediterránea que se desarrollaba en Barcelona coincidió con mi visita, pero sólo en el tiempo. La misión que me había llevado hasta allí, precisamente aquel fin de semana, era de muy otro signo…
No, ni fui invitado a la Cumbre ni soy espía chabacano de novela barata. Estuve en Barcelona el otro día para acompañar y enseñar a mis estudiantes un trozo de Cataluña y su capital, sin más ánimo que el de procurar que se lo pasaran bien y ayudarles a apreciar su belleza, a meterles si acaso un poco de curiosidad en el consciente inmediato.
Todos ellos viven en Madrid, se alojan en su mayoría con familias nativas, y el que menos lleva varios meses en España. Los suficientes, al menos, para saber que hasta ese concepto, que ellos creían muy palpable, no lo es tanto, una vez que pegamos la nariz al cristal y el hocico al pesebre. Algunos, incluso, quizá hubieran oído la palabra estatut, es probable que recibida entre exabruptos por algún miembro de su familia de acogida. O no, que de todo hay. El caso es que, repuesto de las horas de autobús, me dediqué en cuerpo y alma a enseñarles modernismo, cultura mediterránea, historia almogávar y surrealismo genial; a mencionar con regusto palabras como identidad cultural, orgullo nacional o cosmopolitismo amalgamador (éstas últimas me salieron de la boca del estómago, de ahí lo cursi); a explicar con denuedo lo injusto de algunas actitudes, a despertar la simpatía por las víctimas del Decreto de Nueva Planta, en fin, a hacer gala de toda mi catalanofilia sincera.
El último día, que también coincidió con el de la Cumbre, y como colofón a un viaje afortunado, salimos a pasear de media mañana por Las Ramblas. Era domingo, y el espectáculo, a pesar del frío, era ideal para despedirse de Cataluña. La gente paseaba, dispuesta a no dejarse acobardar por una borrasca tan virulenta como fuera de lugar. Los mimos, estatuas vivas, titiriteros, trileros, carteristas, turistas, chulos, descuideros, artistas de todos los trapos y ambulantes varios hacían su papel a las mil maravillas, y la fachada del Liceo recuperado les miraba a todos (castañeras inclusas) con la envidia de quien se sabe la segunda escena de la ciudad, con diferencia. Todo lo que quedaba, antes de volver a meterse demasiadas horas de carretera entre pecho y espalda, era un paseo hasta el colón y un regreso apresurado al autobús.
Cumplido el requisito, y cuando sólo quedaba desandar lo andado, el grupo de estudiantes se entretuvo admirando el quehacer de un maese Pedro que, marioneta en mano, interpretaba una canción de James Brown. En mala hora fuera. Intentando tirar del grupo, me alejé un tanto, como diciendo “síganme los buenos”, al estilo del Chapulín Colorado. Sólo uno respondió a la llamada, y se separó del grupo para acercarse a mí. Era uno de mis mejores alumnos, uno de los más estudiosos y más genuinamente interesados por todo lo hispano. ¿Su único inconveniente? Tener la piel oscura, heredada de sus antepasados del Punjab, y que el aire de Guayana no consiguió aclarar en dos generaciones. ¿Qué por qué inconveniente? No soy yo quien debe responder eso, sino el agente de los Mossos d’Esquadra que vio conveniente parar en medio de Las Ramblas a un muchacho cuyo único rasgo “sospechoso” era el color de su piel.
“Nosotros no hacemos tal cosa, no tenemos prejuicios”, me dijo el mosso. “Eso era en otros tiempos, cuando había otros cuerpos que…” “Nosotros velamos por la seguridad de todos…” “No me cabe duda”, dije con el tono más rastrero que pude, para no calentar a nadie. “Lo único que digo es que si mi alumno hubiera tenido la piel blanca y el pelo rubio no le habrían pedido el DNI”. Negaron y argüí, soslayaron y subrayé, dijeron que ellos prestan atención a las conductas sospechosas y respondí que a treinta metros se veía una troupe de trileros en plena faena; señalaron que deben mantener la seguridad y contesté que mi alumno tenía pinta de estudiante tipo empollón a un kilómetro de distancia. Al final me pidieron perdón, a su manera, quizá porque vieron que el pobre chico estaba llorando (era la quinta vez en tres meses que le pasaba algo así o peor). Al estudiante no se lo pidieron, ni creo que él lo hubiera concedido.
Cuando ya nos íbamos, al pasar por delante de la catedral gótica de Barcelona, unos cuantos jubiletas desafiaban al frío bailando sardanas. No tuve estómago para hacer panegírico de algo tan bello, tan consciente de su tradición, tan orgulloso de su pasado como interesado por su presente. Esta vez, a media mañana de domingo en el Barri Gótic de Barcelona, las identidades de cualquier tipo me habían tocado demasiado los cojones.
Mucho habrá que mentir, engañar, disimular y dorar la píldora para recuperar a este joven para las filas de los hispanófilos. Quizá hasta lo de “cosmopolitismo amalgamador” se me antoja ahora demasiado poco…

Crema catalana en Cadaqués

El día anterior habíamos ido a Figueres, donde el frío siberiano filtrado de Pirineos desmentía a cada bocanada mis promesas de aire mediterráneo y temperaturas a nivel de Mare Nostrum. Mis estudiantes, treinta y tantos, de diferentes países pero unidos por su amor o su curiosidad por todo lo español, tuvieron la caridad de disimular mis mentiras. Les había prometido surrealismo, buena cocina, genialidad y la oportunidad de hurtarle el cuerpo al frío meseteño del Madrid al que han pagado por venir, pero el último deseo se pudrió como la hojarasca amarillenta, pesada de humedades e incapaz de levantar su último vuelo.
El Museo Dalí me fue de gran ayuda. Tanto genio y tan bien utilizado, tanta belleza y tantas preguntas sin contestar consiguieron que mis alumnos olvidaran el frío. Mientras la tarde avanzaba entre el gris que escupían las montañas, el efecto Dalí se apoderaba de todos, a medida que el autobús subía y trepaba. A pocos pero eternos kilómetros de Cadaqués, en una esquina donde la Península Ibérica se termina por las bravas, el cielo nos concedió una tregua, y un pincel caprichoso abrió un hueco entre las nubes, por donde se filtraron los rayos que Zeus tuvo a bien brindar, por intercesión quizá del veraneante más famoso del siglo XX.

Abajo, tras un paseo de montaña rusa, Poseidón tomó el testigo, y las olas, antiquísimas como poemas épicos escritos en lenguas madre, hicieron el resto. Satisfecho, me senté en un mesón pequeño, a disfrutar del dinero de las dietas, ponderando si podía llamarse orgullo a la sensación de placer que me proporcionaba compartir con estos jóvenes partes del lugar donde vivo y “cositas, cositas, cositas” de la cultura en la que me voy cocinando, mal que bien. La mesa, guarnecida con la generosidad que proveen las dietas en metálico, parecía querer arrastrarme a una borrachera anacreóntico-nacionalista, regada por vino mediterráneo (whatever that means). Por suerte, uno de los alumnos pidió la cesta del pan, y lo llamó francés, en inglés, como era su costumbre y es la de millones de anglosajones. Yo le corregí: “payés”, querrás decir, que mira dónde estamos. La diosa Ceres, desnuda de mitología, salió corriendo de la sala cuando el estudiante, de Wisconsin por lo menos, me respondió que “al lado de Francia”; tanto, que menos tardaría en tocar costa gala un botecillo de aquellos azules y melancólicos que sesteaban en la cala cercana, que el más pajarero de los AVEs en cruzar monegros, ebros y llobregates y plantarse en Madrid. Me di por vencido en mi lucha molinera por salvar aunque fuera una sombra de orgullo nacionalista, cuando otro de los estudiantes se sacó un hueso de aceituna negra de la boca para exclamar cuánto le recordaba Cadaqués a Santorini. 

"¿Qué tienen de postre?" pregunté a un camarero que pasaba, para disimular mi rubor. "Crema catalana, por supuesto", me respondió con una retranca que en nada delataba su acento germánico. "O tiramisú" añadió, ante mi abatimiento. "A fin de cuentas, esto es un restaurante italiano." 

Serena Grand Hotel

Metro de Madrid, 8 y 15 de la mañana de un día asquerosamente húmedo, lluvioso y laborable. Los andenes de la estación subterránea están llenos de lectores de la prensa gratuita, a ver qué remedio. En las pantallas colocadas estratégicamente, se distribuye también de manera gratuita la vesión subterránea de lo que algunos parecen considerar las noticias más importantes del día.

Entre ellas, destaca la de la inauguración de un hotel de cinco estrellas en la capital de Afganistán. Hasta 1500 Euros pagarán algunos por una habitación, no sé si insonorizada contra los ruidos producidos por la guerra, tan desagradables ellos. Supongo que la bañera, a esos precios, tendrá hidromasaje. Y el ascensor, quién sabe, puede que tenga un ascensorista vestido no a la talibán, sino al más puro estilo Karzai, a mitad de camino entre un cuadro folklórico y un hobbit en traje de camino.

Lo que no sé es si las vistas serán agradables, o si las columnas de humo estropearán o no el skyline de Kabul. No importa, me contesto: los huéspedes del “Serena Kabul” (tal es el nombre del nuevo hotel) no van en busca de paisajes, sino de acuerdos millonarios con hombres de empresa (que también en Afganistán los hay, como en todas partes).

Llega el tren, de la línea circular, cargado hasta las trancas de mano de obra. A duras penas y entre empujones, entramos los nuevos, los que hemos tenido el privilegio de aprender, en breves minutos, que también en Kabul existe ahora el derecho de alquilar por 1500 Euros una habitación (aunque sin vistas). A poco, suena el pitido, y el tren emboca de nuevo un túnel, donde no hay pantallas de TV.

Adoquines de París

No recuerdo bien qué buscaban algunos parisinos debajo de los adoquines que empedraban las calles. Servidor aún no era siquiera proyecto de embrión, ni deseo en ciernes de gestación, y todavía quedaban dos años para presentarme al mundo sin ser llamado, como para decir “Generalísimo, haga vuecencia el favor de legalizar los condones, que, a este paso, veo colas del paro del tamaño de un pantano, para dentro de 20 años, cuando su excelencia no sea más que cenizas y rencillas eternas en boca de taxistas y taberneros”.

Y aunque luego, en clase de Historia de institutos públicos y laicos, aprendí un día que los parisinos del 68 buscaban utopías debajo del suelo municipal, mientras los gendarmes les miraban con ojos de cumplidores del orden, la verdad es que esa búsqueda siempre me quedó tan lejos del alma como las que protagonizaran tatarabuelos de esos y otros parisinos a finales del XVIII, a través de los lóbregos (supongo) pasillos de la Bastilla. Ambas eran Historia lejana, a pesar de que entre los vivos de la tele abundaran los que habían estado allí, entre los estudiantes utópicos, lanzando cócteles molotov y quemando mobiliario público. Tanto más lejana, cuanto que nadie a mi alrededor, en las barriadas del extrarradio desarrollista, había estado nunca en París, ni para levantar adoquines ni para hacer fotos en blanco y negro de la Torre Eiffel.

En la tele sí, y en los libros que luego quise leer cuando la adolescencia me pedía algo contra lo que rebelarme, también abundaban los señores canos y entripados en ternos azul marino, que contaban con nostalgia envidiable los días de causas justas y revueltas memorables. Pero eso no fue nunca suficiente para llegarme adentro de la existencia, y las únicas excavaciones utópicas que he conocido de cerca, y que aún modifican mi vida cotidiana y de verdad, son las emprendidas por el alcalde con más vocación de Historia que ha tenido la capital de España en los últimos siglos.

Ignoro la edad real de Gallardón (la por él ansiada no, ésa es la de Oro, en cuyo Olimpo quiere acabar residiendo, desde el monumento dedicado a su memoria, y que terminará por formar parte del mobiliario simbólico de la ciudad). Por tanto, no puedo ni quiero aventurar dónde estaría el actual alcalde de Madrid cuando los estudiantes parisinos hacían de las suyas. Lo que sí sé es que hoy, mientras la capital del Sena (Mater Dolorosa francorum republicae) arde con connotaciones muy diferentes de las que evocaría una nostálgica y rebelde melodía de Brassens, el futuro padre del Nuevo Madrid, el que acabará dando nombre a más de un barrio, plaza, parque, boulevard (para seguir con el ambiente parisién) o Macro-centro comercial , anda levantando Madrid en busca de no se sabe bien qué utopía. Como en Madrid los adoquines se sientan en los despachos, la corteza a levantar en busca del filón perseguido es, mayormente, de asfalto. Asimismo, el particular mayo de Gallardón dura todo el año, y no sólo los meses primaverales de víspera de examen y hormonas alteradas que sacaron a la rue a los estudiantes idealistas de antaño. Por eso, quizá, y porque hoy los estudiantes van en Mini Cooper a clases de Máster en Business Administration, pagados con el dinero que sus abuelos ganaron mientras estudiaban derecho en vez de destrozar la Ciudad de la Luz, los que levantan el suelo, trasplantan el madroño y echan a un lado a la osa para hacer paso a un pelotón de grúas no son universitarios fumados, sino inmigrantes que malviven con un quinto del sueldo, para que las otras cuatro partes engorden el giro que habrá de alimentar a muchos.

Y mientras, por aquello de la lejanía y el desinterés cínico, ignoro quién acabó sacando partido del estudiantil ataque de urbanismo salvaje de hace casi cuarenta años, no es difícil averiguar qué empresas, multinacionales, conglomerados y constructoras son los que están haciendo el agosto con el mayo de Gallardón.

Mientras escribo esto, un bosque de grúas ha sustituido al encinar que a buen seguro daba sombra por mayo del 68 del siglo pasado a un suelo todavía sin calificar. Abajo, como piara de cerdos que hozan en busca de bellotas, las excavadoras bailan al ritmo de un éxito del pasado reciente, el “España va bien”, que todavía no ha pasado de moda. Aunque todo se andará, y quién sabe si dentro de veinticinco o treinta años esos desarrollos urbanos no terminarán alojando revueltas de jóvenes que no habrán podido ir a la universidad, ni hacer un máster en administración de nada que no sea su propia marginación, revueltas en las que ardan, como París, los Mini Coopers, los deportivos de importación, los sueños de una generación y las esperanzas de una vida mejor, ésa que nunca tuvo intención de enterrarse bajo los adoquines de ningún bulevar.

De cruzados, aves extintas y otras glorias patrias

Soy masoquista, y todas las frustraciones que de ello se deriven se me hacen tan merecedoras como el que murió por gusto y hasta la muerte le supo a delicia. O sea, que no busco la empatía cuando confieso lo que hice el viernes pasado, justo antes de salir de viaje de trabajo a Sevilla y Córdoba. El trabajo consistía en llevarme a varias docenas de estudiantes americanos a visitar mi ciudad natal y la que la antecede en preponderancias béticas y o ribereñas.

El acto masoquista consistió en llegar al quiosco, husmear como quien se sabe víctima inminente de un largo viaje, y dar con una de las nuevas publicaciones que adornan nuestros estantes patrios: "Historia de Iberia Vieja". Por si la elección léxica a la hora de darle título no diera pistas suficientes sobre la ganadería de este novillo cuernón que acaba de entrar en el tentadero del debate pseudo histórico hispano, véase en su quiosco más cercano la portada elegida para vestir su primer número: un jinete medieval cristiano y muy coquetón, obra decimonónica y decimotodo que no hay que tenerle en cuenta a don Marceliano Santa María, su autor, a quien Dios tenga en su gloria. Nada tengo en contra de un buen jinete cristiano y medieval, lo que pasa es que el que me ocupa me resulta antipático por lo decimonónico, por lo facha y porque aparece saltando en su corcel (árabe a pesar de todo) sobre los cuerpos asustados, desnudos y animalescos de lo que según su autor era el palenque del caudillo moro Al Nasir.

La acción, verídica o legendaria, viene a ser nuestra carga de Balaklava ibérica, y en ella un grupo de caballeros castellanos, leoneses y bien nacidos hacía escabechina de otro de esclavos africanos que, atados y encadenados a postes, sólo muestran, además del miedo, su admiración por la manifiesta superioridad de aquellos peludos y barbados hijo del Señor don Santiago de todas y cada una de las Españas.

La pintura decimonónica es la pintura decimonónica, y el que esté libre de pecado que tire el primer Fortuny, pero el problema del cuadro de Santa María no es el cuadro en sí, como tampoco lo es que Santiago siga matando moros en los altares de media España. El problema es que una revista de supuesta divulgación cultural ponga el cuadrito para ilustrar una recreación histórica de las Navas de Tolosa que suscribiría el propio Jose Antonio (Cousin of the Riverside).

Porque, sí, queridos niños y niñas, la revista Historia de Iberia Vieja ha venido al quiosco de este nuestro barrio de derechas para dar rienda suelta a las fantasías más ñoñas y patrioteras de la españadetodalavida, pero con una pátina de supuesto rigor histórico y científico. De la vocación y el talante neo-cruzado de esta publicación pueden dar fe las palabras de su barquero insignia, en el artículo inaugural de esta prenda, de la que aprovecho para comentar que más hubiera valido imprimirla en pergamino, aún a riesgo de caer en el anacronismo:

"Parece claro, por tanto" escribe el ex-comunista exaltado y neo paladín de la derecha castiza, Pío Moa "que España existe como entidad política y cultural reconocible desde Leovigildo, y que, inlcuso anegada por la marea musulmana y fragmentada en varios reinos, el ideal nacional persistió con potencia bastante para recobrar la unidad perdida en la mayor parte de la península. Unidad amenazada hoy de nuevo por los separatismos y por la intervención islámica, la cual, asombrosamente, ha logrado con un solo golpe cambiar de arriba abajo la política española".

Ganas me dan de imprimir el texto, enrollar el folio en el que aparezca, y dar de lleno con él en el coco al próximo alumno que me cuestione la utilidad de estudiar la Historia. Pero como eso, aparte de muy poco profesional, resultaría muy de derechas, prefiero achantarme y contar cómo leí esta maravilla de artículo (intitulado "¿Desde cuándo existe España?) de camino a Sevilla, en un autobús lleno de veinteañeros estadounidenses que escuchaban sus Ipods, en vez de prestar atención a lo que yo les contaba por el micrófono del autobús (versiones in situ de la batalla de Las Navas de Tolosa, al tiempo que el autobús bajaba a toda pastilla las curvas benévolas del moderno Despeñaperros). Como ya me ponía pesado, y la cultura hay que darla dorando la píldora para que no amargue, dejé de intentar contar por qué o por qué no se llamaba aquello Depeñaperros, y a poco de cruzar el cartel de bienvenida de la Junta de Andalucía volví a sumerrgirme en las procelosas y patrióticas palabras del Moa, que no sólo el nombre tiene de ave extinta, sino también las ideas.

Luego vinieron las llanuras fértiles del Valle del Guadalquivir (seguro que Moa lo llama Betis a cada ocasión que tiene) y el hotel bien situado y el descanso de tantas horas de carretera y sol. La lectura masoquista de Pío Moa y sus nuevos compis me hicieron querer fraguar quijotescas explicaciones, situaciones estúpidas en las que varias docenas de estudiantes de Massachussetts se quedaban pasmados mientras yo les explicaba el significado de un patio lleno de naranjos, interconectados por mini-acequias, o donde los mismos alumnos flipaban de colores con mi historia de cómo Abderrahman I les compró a los cristianos cordobeses un trozo de su iglesia para acomodar en ella a los fieles musulmanes, en vez de tomar, robar, destruír o confiscar, para acabar rezando pared con pared.

No se me malinterprete: también cuento a mis alumnos cómo Almanzor hizo traer las campanas de Santiago a lomos de cristiano, cruzando la península que Moa considera, a estas alturas, la reserva espiritual de Occidente (todavía). Y también les cuento que no todo fue convivencia y tolerancia. Lo que al final resulta es un enorme pifostio mental por parte de estos chicos que salen del Mall de Boston para meterse en la Mezquita de Córdoba con un servidor, que les dice ora una cosa ora la contraria. Pero eso es precisamente lo que busco, un pifostio histórico en el que no se sabe nunca quién es el bueno y quién el malo, quién el moro traidor y quién el Cid mercenario. Cualquier otra certeza al respecto sería digna sólo de dinosaurios, dodos, moas y otros extintos.

En defensa de (insert word), no contra los (insert minority)

Alabama, 18 de junio de 1969. Un periódico local se hace eco de la convocatoria organizada por el comité estatal del Partido Republicano, en la que se hace un llamamiento general para que las clases activas de la ciudadanía salgan a protestar por las calles de la ciudad. El gobierno federal, un grupo liderado por los radicales de Kennedy, los demócratas del Noreste, filocomunistas y partidarios de la diabólica teoría de la Evolución, tal y como la postuló el demonio barbudo y simiesco de Darwin, ha decidido acabar con las instituciones más sagradas de la sociedad estadounidense. Las leyes antisegregación amenazan con destruír lo más sagrado, lo más tradicional y lo mejor de un mundo que se resiste a morir a manos de esos radicales de Washington. Hoy saldrán a la calle para decirlo bien alto.

Para llegar a un mayor número de personas de bien y pro, el periódico local ha repartido, gratis, una tirada especial, que se reparte por las calles, las paradas de autobús, los centros comerciales y las gasolineras.
En la portada del periódico se lee:
"En defensa de nuestras tradiciones, este sábado: manifestación a favor de lo nuestro". Para aclarar las dudas de los menos convencidos, el subtítulo, en letra pequeña y con la boca del mismo tamaño, especifica, fariseo: "No en contra de los negros".

Antes de subir al tranvía que le llevará a su oficina, un empleado de seguros blanco, de camisa a mangas cortas y sombrero de periodista deportivo, asiente y murmura, lo suficientemente alto como para que puedan oirle los demás viajeros, todos blancos por ley: "nada en contra de esos negros de mierda, siempre y cuando recuerden cuál es su sitio, y no se atrevan a salir de sus barrios y querer usar nuestras playas, piscinas, colegios y transportes públicos".

Tras veinticinco minutos de trayecto, decido bajarme. En la cabecera de la avenida, comienza a formarse otra, protegida, como los toreros con ganas de triunfo, por una pancarta a modo de capote. En ella se lee un mensaje que me deja de piedra. No por el contenido, sino por porque no está escrito en inglés sureño y confederado, sino en castellano de Castilla. "En defensa de la familia. No contra los homosexuales." Mi excompañero de tranvía, que acaba de transformarse en un jubilado de Ávila, vuelve a gritar para que se le oiga, oiga, que ya está bien de rojeríos y mariconadas. Contra los bujarras, eso sí, él no tiene nada. Siempre y cuando se queden, like those fucking niggers, in their place.

Candidiasis

Esa palabra siempre me ha hecho pensar en elecciones, votaciones y candidaturas presentadas. Aparte, claro está, de evocar indeseables pesadillas venéreas. Por eso quizá la elijo de título a esta penosa petición.

Hay una votación, sí, que no aspiro a ganar. Pero al que le apetezca votarme, que sepa que el único resultado será el de alegrarme la mañana. Y que hará con ello una buena acción. Quizá entre unos votos y la desaparición definitiva de este invierno tan largo consiga salir de sopores.

Archivos churriguerescos y Unidad Patria

La Plaza Mayor de Salamanca es de color anaranjado, que es un tono muy poco común para una plaza. Cuando el sol de antes de ponerse incide en las piedras de la Plaza Mayor, éstas sacan a relucir su alto contenido en hierro, y brillan de una manera especial,con un brillo que hace posible perdonarle a Salamanca la velocidad cruel y afilada de sus ventiscas invernales, o la poca vergüenza y caridad cristianas que muestra su sol estival, un sol de dehesa y tostadero que sólo al atardecer y sólo gracias al hierro se hace amable.

A pesar del hierro coquetón de su masa, las piedras de Salamanca son como barras de mantequilla caliente y, cuando el cincel del cantero las acomete, se dejan hacer de todo, como amantes entregados. Y si el cantero, harto de la frigidez franciscana del granito, se siente inspirado, hará gemir a la piedra salmantina en contornos suaves y lúbricos, para darle al sol y al hierro cama en que hacer sus cositas, y que el Tormes lo vea.

En la Plaza Mayor de Salamanca, un número no desdeñable (por más ganas que se tengan de ello) de castellanos de León se reunió para protestar contra el traslado de los Archivos que ahora protege la piedra férrica y feérica salmantina. Muchos abanicaron el techo de cielo raso mesetario con pancartas rojigualdas en las que se leía "España y Archivo = Unidad", con todo el descaro de quien está cansado de tapujos, y decide cortar por lo sano, y "que sea lo que Dios quiera", voluntad que suele coincidir con la de quienes se declaran sus hijos predilectos.

Mi compañera, que tiene tendencia a ver el lado bueno de las cosas, comenta qué buena cosa puede llegar a ser, si bien se examina, que una sociedad se eche a la calle para reclamar que no les quiten los papeles, lo libros, la memoria de su Historia. Veo el envite/embite y subo la apuesta, recordando el adagio trasnochado que suelo repetir a los grupos de turistas que acompaño a la ciudad del Tormes: lo que Natura no da, Salamanca no lo presta.

Claro que, en este caso, el exceso de celo por conservar, no un campo de pozos petrolíferos, sino un montón de legajos y documentos, esconde una chuleta, una trampa estudiantil y tuna de alumno pícaro y aprovechón, de los que da gusto pillar en pleno examen, "con las manos en la masa, en flagrante, sin recurso de apelación": la Memoria Histórica tan cacareada, pancarteada y asociada a la sacra misión de conservar la unidad de todas las españas no es propia, y los documentos de que se trata fueron robados por un gobernante ilegítimo, que pretendió con ello sancionar lo que la victoria por las armas le había otorgado.

No se trata de devolver un oro de Moctezuma que a su vez el desdichado emperador había robado a base de miedo y mamporros, sino de desfacer el entuerto perpetrado por gente que ahora está muerta (y por otra que sigue viva o embalsamada, y que incluso detenta aún cargos de máximos poder y responsabilidad). Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón, debió pensar el menos cortés de los hernanes, cuando dejó las novelas de caballerías para meterse a conquistador en sociedad anónima comercial; pero en el caso del robo que nos ocupa, aún ni siquiera ha prescrito la moratoria refranera.

"Archivo y España = Unidad" es una solemne tontería, o una metáfora desafortunada, según se prefiera, malparida por la derecha catódica y neocatecumenal para congregar jubilados pelayos a la luz mágica de la piedra churrigueresca de la Plaza Mayor. Contagiado por la fiebre de eslóganes sandios,me dejo llevar y pienso que, según el Partido Popular, lo que Franco robó, Salamanca no devuelve, y me avergüenzo ipso facto. Debe ser el ambiente anaranjado y latiniculto de esta maravillosa ciudad esculpida en piedra castellana de mantequilla leonesa, que me hace perder los papeles y el sentido del ridículo. Al final, me eximo de pecado, y me acojo al sagrado del precedente. Después de todo, en Salamanca se han dicho frases memorables ("decíamos ayer"), pero también otras menos afortunadas, como las que ladró Millán Astray, un tío abuelo hipertenso y con mucha mala leche, paladín no tan antiguo de esa misma unidad rojigualda y torera que la ecuación conservadora (¿de qué?) igual a los dichosos Archivos de la discordia.