Estatuts métricos
Viernes, 20:30 de la tarde-noche de comienzos de un mes que me cuesta trabajo llamar marzo, porque uno también tiene su nacionalidad, y en la nación de uno, marzo no se habla con los abrigos, ni abril con las bufandas. La semana ha sido larga y difícil, pero el metro me lleva a casa y no vendrá a recogerme hasta el lunes por la mañana. Por delante de mis ojos pasan los nombres de estaciones con sabor a Joaquín Sabina. Un señor que debe haber nacido a aquel lado del Adriático se pone a tocar melodías rusas en el acordeón, entran y salen bolivianos, bengalíes, cantoneses y cabileños y yo estoy cansado, deseando llegar a casa. Sé que al subir al exterior en Atocha me daré de cara y pecho con el viento de fresquera mesetaria, recién venido de una sierra que no es como las de mi tierra. Una sierra que no es de las de mi nación, como si las cadenas montañosas también tuvieran identidades en vez de elevaciones, o patriotismos en lugar de barrancas.
Embarrancado yo mismo en estos inútiles pensamientos, me pongo a oír música que no sea la del acordeonista balcánico, y escojo a Camarón, entre otras cosas porque hace poco fue 28 de febrero y no pude celebrarlo en mi patria, y tengo aún reciente la diarrea nacionalista que me dio al comprobar que mis paisanos tenían puente, mientras en Castilla soplaba el cierzo de camino al trabajo, por la mañana, cuando más duele.
En el metro, si te vas a privar de las alertas de un sentido, más te vale aguzar los otros, porque hay mucho ratero que trabaja bajo tierra. Es por eso que, mientras Camarón se arrancaba por bulerías de la nostalgia, ví de lejos que venía un individuo como que recogiendo firmas para vaya usted a saber qué causa, estrategia no desconocida a la hora de distraer al pimpollo mientras se le desvalija de lo que se pueda. Servidor, que de pimpollo no tiene todavía mucho (todo se curará con la edad), se fijó en que el tal coleccionista de garabatos tenía pinta de niño bien, de pollito catequista de barrio decente e instituto privado, de víctima, en una palabra, de los chorizos tunelarios, más que de agresor. (Aunque eso puede llegar a depender del cristal con que se mire).
Recorría el vagón el muchacho bien recogiendo calabazas como las que no suelen administrar los colegios caros, ya que nadie parecía querer echarle una firmita a la hoja que presentaba a la concurrencia. Él, impertérrito, seguía en su empeño y ya se me aproximaba. Como alguien siempre vendrá que te sorprenderá, me quité los auriculares e hice callar, sacrílego, al de San Fernando, por si acaso y para tener el oído alerta, que nunca se sabe, y más vale desconfiar que lamentar. No fuera a ser que el niño de casa particular resultara ser un elemento con ganas de romperle la telaraña a mi billetera.
Como aún tenía el oído haciéndose eco de la voz de Camarón, no entendí bien lo primero que me dijo, mientras ofrecía (ofrendaba) la hoja donde echar mi firma. Sólo entendí “Estatut”, y eso me bastó para pedir al pollo que por favor repitiera, que no le había entendido.
-Que si le importaría firmar para pedir que Zapatero convoque a referéndum el Estatut de Catalunya.-
El chaval lo dijo sin “ny”, claro está, y yo no pude reprimirme. Me salió del alma, abriéndose el paso a codazos por entre los restos de una mucosidad nacionalista que me sale de vez en cuando, hasta que la expectoro con algún expletivo:
-No he de signar res jo, moltes gràcies.
Y me quedé más ancho que esta Castilla tan fría, con estos marzos tan serranos. De los que sólo vale protegerse bajo tierra, donde los nacionalismos de difuminan. Algo bueno había de tener el transporte público.