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Cuadernos de Lavapiés

Otelo y Samuel Eto'o

En un canal, partido de fútbol entre Real Zaragoza y Barcelona F.C., desde La Romareda; en otro, retransmisión de Otelo, de Verdi, desde el Liceu de Barcelona. En el área del Zaragoza se va a lanzar un saque de esquina, pero Samuel Eto’o, harto de que le ataquen la dignidad, se dirige hacia el banquillo, diciendo que se marcha. El público, aficionados del equipo local en su mayoría, grita enfadado. No contra los imbéciles que hacían gestos simiescos a Samuel Eto’o, sino contra el propio jugador. Según ellos, no será para ponerse así: “a todos los deportistas de élite les llaman cosas desagradables desde la grada”. Cierto, sólo que quien oye lindezas como hijo de puta o cabrón junto al córner se sabe “inocente” de tales acusaciones, mientras que los que insultan a un ser humano negro por el color de su piel no están inventando epítetos; están intentando degradar la dignidad de un semejante.

 

Hace tiempo que Otelo sospecha. Ahora, la escena del pañuelo le convence de que Desdemona le está engañando. Es mentira, pero Otelo está ciego. Demasiado rencor y demasiadas tormentas para luchar en contra y conservar la lucidez y la frialdad. Brabantio, el padre de Desdemona, parece seguir gritando, anticipando que quien tan casquivana fue para fugarse con el Moro acabará también por traicionarle a él.

 

El escenario del Liceu, mucho menos teatral que el terreno de juego del equipo zaragocista, está casi desnudo. Sólo un enorme espejo, inclinado sobre las tablas, reflejando una cruz y una raya pintadas sobre el suelo. Eso es todo. La ropa de Otelo y Desdemona también es minimalista. Nada de brocados, gorgueras, mangas acuchilladas, cuellos a la Valona, morriones, calzones follados ni cendales de seda. Ambos van vestidos “a la intemporal”, una forma de atraer a públicos alérgicos a las antigüedades, y de montar un auto de Calderón con cuatro perras. Pero no me quejo, no se me entienda mal.

 

Comprendo que, del mismo modo que pagar la entrada para un partido no da derecho a insultar la dignidad de un profesional, las de palco en el Liceu no eximen al asistente de poner algo de su parte, por ejemplo la imaginación. Así se centra uno en la interpretación de José Curá y Krassimira Stoyanova, en las sutilezas de la música de Verdi y en el magnífico libreto, basado en Shakespeare, en vez de hacerlo en farfollas y atrezzos. Los tejidos lujosos, las bóvedas de palacio veneciano, las ventanas con vistas a un puerto repleto de galeras, los guardias de pecholata armados hasta los dientes y otras realidades de cartón piedra son sacrificios que la escena hace al numen del Arte, dejándolo sólo en el ruedo, como los buenos toreros, en estado puro, atemporal y universal.

 

Sólo una excepción rompe el hechizo. Una simple excepción que nos dice que hay cosas que no se pueden dejar a la imaginación, que hay elementos de la realidad que es imposible soslayar, que hay definiciones de lo que nos rodea que no pueden sugerirse, inferirse a través del arte, abandonarse a ese acto consciente que es la suspensión de la incredulidad ante el hecho dramático. Por eso, José Curá, que no es negro como Samuel Eto’o, tiene que maquillarse y oscurecer el tono de su piel, aunque vaya vestido de nada en un escenario desnudo. Porque si no, no hay quien se lo crea. Porque, de otra forma, ¿quién de entre el educado público que asiste a la Ópera se va a tragar que Brabantio se pille tal rebote porque su hija se haya fugado con un negro? Nadie, o muy pocos. Acaso los que sean capaces de abstraer la realidad de tal modo que vean seres humanos por todas partes y personajes de ficción en los escenarios, y que puedan conjugar ambas cosas y ponerse en la piel del semejante. Ya sea éste un actor blanco haciendo de Otelo, ya un grandísimo delantero camerunés harto de soportar como se degrada a sus, a mis semejantes.    

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