Mossos d'Esquadra (y cartabón)
Entre una costanilla de Lavapiés y Las Ramblas median excesivas horas de autobús, en opinión de un servidor. Por eso, la otra noche, al llegar a Barcelona, en vez de dar un paseo, descansé en el hotel, justo al lado de un Palau de la Generalitat que se había convertido por unos días en capital del Mediterráneo, como avisaban las banderolas en los postes de la luz. No soy alpinista ni montañero, sino más bien de valle, marisma y dehesa. Por eso las cumbres las veo de lejos, admirado ante su imponencia. La Euro-mediterránea que se desarrollaba en Barcelona coincidió con mi visita, pero sólo en el tiempo. La misión que me había llevado hasta allí, precisamente aquel fin de semana, era de muy otro signo…
No, ni fui invitado a la Cumbre ni soy espía chabacano de novela barata. Estuve en Barcelona el otro día para acompañar y enseñar a mis estudiantes un trozo de Cataluña y su capital, sin más ánimo que el de procurar que se lo pasaran bien y ayudarles a apreciar su belleza, a meterles si acaso un poco de curiosidad en el consciente inmediato.
Todos ellos viven en Madrid, se alojan en su mayoría con familias nativas, y el que menos lleva varios meses en España. Los suficientes, al menos, para saber que hasta ese concepto, que ellos creían muy palpable, no lo es tanto, una vez que pegamos la nariz al cristal y el hocico al pesebre. Algunos, incluso, quizá hubieran oído la palabra estatut, es probable que recibida entre exabruptos por algún miembro de su familia de acogida. O no, que de todo hay. El caso es que, repuesto de las horas de autobús, me dediqué en cuerpo y alma a enseñarles modernismo, cultura mediterránea, historia almogávar y surrealismo genial; a mencionar con regusto palabras como identidad cultural, orgullo nacional o cosmopolitismo amalgamador (éstas últimas me salieron de la boca del estómago, de ahí lo cursi); a explicar con denuedo lo injusto de algunas actitudes, a despertar la simpatía por las víctimas del Decreto de Nueva Planta, en fin, a hacer gala de toda mi catalanofilia sincera.
El último día, que también coincidió con el de la Cumbre, y como colofón a un viaje afortunado, salimos a pasear de media mañana por Las Ramblas. Era domingo, y el espectáculo, a pesar del frío, era ideal para despedirse de Cataluña. La gente paseaba, dispuesta a no dejarse acobardar por una borrasca tan virulenta como fuera de lugar. Los mimos, estatuas vivas, titiriteros, trileros, carteristas, turistas, chulos, descuideros, artistas de todos los trapos y ambulantes varios hacían su papel a las mil maravillas, y la fachada del Liceo recuperado les miraba a todos (castañeras inclusas) con la envidia de quien se sabe la segunda escena de la ciudad, con diferencia. Todo lo que quedaba, antes de volver a meterse demasiadas horas de carretera entre pecho y espalda, era un paseo hasta el colón y un regreso apresurado al autobús.
Cumplido el requisito, y cuando sólo quedaba desandar lo andado, el grupo de estudiantes se entretuvo admirando el quehacer de un maese Pedro que, marioneta en mano, interpretaba una canción de James Brown. En mala hora fuera. Intentando tirar del grupo, me alejé un tanto, como diciendo “síganme los buenos”, al estilo del Chapulín Colorado. Sólo uno respondió a la llamada, y se separó del grupo para acercarse a mí. Era uno de mis mejores alumnos, uno de los más estudiosos y más genuinamente interesados por todo lo hispano. ¿Su único inconveniente? Tener la piel oscura, heredada de sus antepasados del Punjab, y que el aire de Guayana no consiguió aclarar en dos generaciones. ¿Qué por qué inconveniente? No soy yo quien debe responder eso, sino el agente de los Mossos d’Esquadra que vio conveniente parar en medio de Las Ramblas a un muchacho cuyo único rasgo “sospechoso” era el color de su piel.
“Nosotros no hacemos tal cosa, no tenemos prejuicios”, me dijo el mosso. “Eso era en otros tiempos, cuando había otros cuerpos que…” “Nosotros velamos por la seguridad de todos…” “No me cabe duda”, dije con el tono más rastrero que pude, para no calentar a nadie. “Lo único que digo es que si mi alumno hubiera tenido la piel blanca y el pelo rubio no le habrían pedido el DNI”. Negaron y argüí, soslayaron y subrayé, dijeron que ellos prestan atención a las conductas sospechosas y respondí que a treinta metros se veía una troupe de trileros en plena faena; señalaron que deben mantener la seguridad y contesté que mi alumno tenía pinta de estudiante tipo empollón a un kilómetro de distancia. Al final me pidieron perdón, a su manera, quizá porque vieron que el pobre chico estaba llorando (era la quinta vez en tres meses que le pasaba algo así o peor). Al estudiante no se lo pidieron, ni creo que él lo hubiera concedido.
Cuando ya nos íbamos, al pasar por delante de la catedral gótica de Barcelona, unos cuantos jubiletas desafiaban al frío bailando sardanas. No tuve estómago para hacer panegírico de algo tan bello, tan consciente de su tradición, tan orgulloso de su pasado como interesado por su presente. Esta vez, a media mañana de domingo en el Barri Gótic de Barcelona, las identidades de cualquier tipo me habían tocado demasiado los cojones.
Mucho habrá que mentir, engañar, disimular y dorar la píldora para recuperar a este joven para las filas de los hispanófilos. Quizá hasta lo de “cosmopolitismo amalgamador” se me antoja ahora demasiado poco…
No, ni fui invitado a la Cumbre ni soy espía chabacano de novela barata. Estuve en Barcelona el otro día para acompañar y enseñar a mis estudiantes un trozo de Cataluña y su capital, sin más ánimo que el de procurar que se lo pasaran bien y ayudarles a apreciar su belleza, a meterles si acaso un poco de curiosidad en el consciente inmediato.
Todos ellos viven en Madrid, se alojan en su mayoría con familias nativas, y el que menos lleva varios meses en España. Los suficientes, al menos, para saber que hasta ese concepto, que ellos creían muy palpable, no lo es tanto, una vez que pegamos la nariz al cristal y el hocico al pesebre. Algunos, incluso, quizá hubieran oído la palabra estatut, es probable que recibida entre exabruptos por algún miembro de su familia de acogida. O no, que de todo hay. El caso es que, repuesto de las horas de autobús, me dediqué en cuerpo y alma a enseñarles modernismo, cultura mediterránea, historia almogávar y surrealismo genial; a mencionar con regusto palabras como identidad cultural, orgullo nacional o cosmopolitismo amalgamador (éstas últimas me salieron de la boca del estómago, de ahí lo cursi); a explicar con denuedo lo injusto de algunas actitudes, a despertar la simpatía por las víctimas del Decreto de Nueva Planta, en fin, a hacer gala de toda mi catalanofilia sincera.
El último día, que también coincidió con el de la Cumbre, y como colofón a un viaje afortunado, salimos a pasear de media mañana por Las Ramblas. Era domingo, y el espectáculo, a pesar del frío, era ideal para despedirse de Cataluña. La gente paseaba, dispuesta a no dejarse acobardar por una borrasca tan virulenta como fuera de lugar. Los mimos, estatuas vivas, titiriteros, trileros, carteristas, turistas, chulos, descuideros, artistas de todos los trapos y ambulantes varios hacían su papel a las mil maravillas, y la fachada del Liceo recuperado les miraba a todos (castañeras inclusas) con la envidia de quien se sabe la segunda escena de la ciudad, con diferencia. Todo lo que quedaba, antes de volver a meterse demasiadas horas de carretera entre pecho y espalda, era un paseo hasta el colón y un regreso apresurado al autobús.
Cumplido el requisito, y cuando sólo quedaba desandar lo andado, el grupo de estudiantes se entretuvo admirando el quehacer de un maese Pedro que, marioneta en mano, interpretaba una canción de James Brown. En mala hora fuera. Intentando tirar del grupo, me alejé un tanto, como diciendo “síganme los buenos”, al estilo del Chapulín Colorado. Sólo uno respondió a la llamada, y se separó del grupo para acercarse a mí. Era uno de mis mejores alumnos, uno de los más estudiosos y más genuinamente interesados por todo lo hispano. ¿Su único inconveniente? Tener la piel oscura, heredada de sus antepasados del Punjab, y que el aire de Guayana no consiguió aclarar en dos generaciones. ¿Qué por qué inconveniente? No soy yo quien debe responder eso, sino el agente de los Mossos d’Esquadra que vio conveniente parar en medio de Las Ramblas a un muchacho cuyo único rasgo “sospechoso” era el color de su piel.
“Nosotros no hacemos tal cosa, no tenemos prejuicios”, me dijo el mosso. “Eso era en otros tiempos, cuando había otros cuerpos que…” “Nosotros velamos por la seguridad de todos…” “No me cabe duda”, dije con el tono más rastrero que pude, para no calentar a nadie. “Lo único que digo es que si mi alumno hubiera tenido la piel blanca y el pelo rubio no le habrían pedido el DNI”. Negaron y argüí, soslayaron y subrayé, dijeron que ellos prestan atención a las conductas sospechosas y respondí que a treinta metros se veía una troupe de trileros en plena faena; señalaron que deben mantener la seguridad y contesté que mi alumno tenía pinta de estudiante tipo empollón a un kilómetro de distancia. Al final me pidieron perdón, a su manera, quizá porque vieron que el pobre chico estaba llorando (era la quinta vez en tres meses que le pasaba algo así o peor). Al estudiante no se lo pidieron, ni creo que él lo hubiera concedido.
Cuando ya nos íbamos, al pasar por delante de la catedral gótica de Barcelona, unos cuantos jubiletas desafiaban al frío bailando sardanas. No tuve estómago para hacer panegírico de algo tan bello, tan consciente de su tradición, tan orgulloso de su pasado como interesado por su presente. Esta vez, a media mañana de domingo en el Barri Gótic de Barcelona, las identidades de cualquier tipo me habían tocado demasiado los cojones.
Mucho habrá que mentir, engañar, disimular y dorar la píldora para recuperar a este joven para las filas de los hispanófilos. Quizá hasta lo de “cosmopolitismo amalgamador” se me antoja ahora demasiado poco…
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juanka -