Propiedad mobiliaria
El primer deseo era dinero, el suficiente para comprar lo que me queda de tiempo, aunque fueran muchos años, y no alquilarlo más; si acaso regalar algunos de ellos a algo que de verdad pareciese merecerlo. Para eso, y para pagar una hipoteca.
El segundo se me ha concedido: enseñar literatura a cambio de un sueldo que me permita seguir soñando.
Así que ahora dispongo de varios meses para diseñar un programa, calzarme unos objetivos y desempolvar una quimera usada. La plaza, la misma en la que vengo haciendo capeas desde que un empresario me dio la oportunidad: una pequeña escuela privada en la que vender cultura a un grupo de jóvenes de medio mundo. El ganado, el que ya he descrito: unos pocos criados en fincas de ganaderías lejanas, flojos y sin casta, y otros pocos encastados en muchas ganas de aprender algo sobre esta cultura, llámese como se llame, española o hispana.
La faena que me espera es la de inventarme un curso de literatura española, de introducción y sin muchas pretensiones, para ofrecérselo luego a un grupo de chicos y chicas que quieran pasar aquí seis meses o un año, jóvenes que no bostecen automáticamente cada vez que mencione a Quevedo, aunque luego tengan problemas para usar el Pluscuamperfecto de Subjuntivo. El curso tendrá dos semestres, uno hasta Cervantes y otro después, y haremos en el aula todo lo que no podamos llevar a cabo fuera de ella: leeremos a Lope en el patio de su casa, tomaremos café y un croasán al lado de la que vio morir a Cervantes, caminaremos por Navacerrada para buscar a las serranas del Arcipreste…Hay presupuesto, y hay ganas, y la quimera lleva mucho tiempo criando polvo en el trastero.
Pero claro, como en todo, lo difícil es empezar, y heme aquí en un brete, porque el comienzo no hace más que cuestionar la validez de todo, y tiene un aire de píldora abortiva, de los que nos desengañan antes de emprender. La pregunta de “¿por dónde empezar?” no tiene difícil respuesta: hay un canon, y con su ayuda o en su contra no es complicado darle cuerpo a un repaso a la literatura española. Lo malo es que, mientras se decide, a uno le pueden asaltar preguntas, porqués que acaban por minar la confianza. En cuestión de minutos, de la ilusión se pasa al desconcierto, y el último porqué da vida a un monstruoso para qué, contra el que se daría de bruces, desengañado, hasta el más manchego de los hidalgos.
¿Para qué intentar explicar los hemistiquios de un poema con más de mil años? ¿con qué objeto verdaderamente importante justificar la hora gastada en comentar en voz alta un poema de Santa Teresa? ¿ a cuento de qué intentar mantener despiertos a un grupo de estudiantes, para que escuchen a Antonio Machado mientras el autobús avanza por el paisaje cárdeno soriano?
La respuesta, como es tan simple, no tiene nada de epifanía. Una jarcha. Unos renglones mitad inventados, mitad emborronados, mudos durante siglos. Resucitados hace décadas, pero con más formol que vida entre sus vendas de momia apergaminada. Encontrados como un superviviente de ciencia ficción en la sala trasera de una sinagoga egipcia, o en el polvoriento desván de un olvidado librero, o en el envés de una receta mágica. Disfrazados, desnudos de vocales, dando pábilo con su falta de certeza a discusiones bizantinas.
Exiguos, casi inexistentes en ocasiones, casi imposibles de creer en otras, los versos perdidos de las jarchas me dieron, de un fogonazo, una razón, una justificación: porque esas palabras casi perdidas, mitad inventadas, cantares fragmentarios de una gente extinta, cuya lengua cotidiana no podemos más que imaginar, están diciendo lo mismo que decimos hoy, o lo que deberíamos decir, o lo que ojalá nunca hubiésemos querido oír.
2 comentarios
Baobab -
Llévatelos también al Retiro, que fue el telón de muchas obras de Calderón.
Daniel Mosquera -
A los cuatro que postulamos para tenure, nos dieron la continuacion, por si no lo sabias. Saludos a Carmen,
Daniel