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Cuadernos de Lavapiés

Mama, gar ke faré yo

Hay que echarle imaginación. Hay que ver, primero, lo que más lejos está: olivares en líneas rectas, pero no tanto, que los agrimensores no son lo que eran. Campiñas, monte adehesado, cubos casi perfectos de cal guardando viñas, un borrico si se quiere dar pincelada propia de belén napolitano…Pero más importante que el tamaño de los olivos, el color del aire, de una noche con sol de julio, de olor a estiércol y jazmín.


Los ojos van de lo lejano a lo menos, y el río ya parece tener ecos familiares. Tras él, un caserío irreconocible, si no fuera por la imaginación, que debe seguir en funcionamiento mientras dure el ensalmo. Los ojos conocedores buscan en la línea de la ciudad alguna silueta reconocible, y quizá saludan a una noria, antepasada de otras, o quieren entrever en el alminar de un arrabal la torre de una iglesia de la que nunca recordamos el nombre. Todo lo demás es diferente, distinto, sólo entornando los ojos se puede a duras penas mantener la ilusión, difuminar la desvergüenza de unos ojos que se empeñan en reflejar el presente. La autovía de circunvalación, las glorietas, los semáforos y los centros comerciales estorban, y se hace necesario inhalar de nuevo el amarillo del sol sobre los cerros tostados, para que el intento no se malogre.
 

El silencio que acompaña al final de una tarde de fuego parece inclinar la balanza a nuestro favor, y por fin, a la luz fucsia del anochecer de verano, vemos que la ciudad se ha quitado muchos siglos, desnudándose pícaramente, para dejar de ser la que conocemos, y convertirse en una ficción perfecta de sí misma.


Tenemos que echarle imaginación, y un recuerdo digital de la última visita a Fez no nos sirve, hoy no. Son muchos los siglos, muchos los poetas que murieron, muchos los mercedes viejos que recorren las calles de la ciudad marroquí, y mucho lo que le pedimos hoy al milagro. En la visión que yo quiero no puede haber antenas parabólicas, y han desparecido las hileras de casas adosadas, el Carrefour y el estadio con nombre de arcángel. Es más difícil así, a pelo, imaginar lo que fue y quitar de en medio cientos de años de intervenciones y obras públicas, toneladas de asfalto y de hormigón, un milenio ya de roturaciones, barbechos, corrimientos y holocaustos.
 

Cuando, por fin, la ciudad se ha vuelto muchacha, es el momento adecuado para realizar el conjuro. De la oscuridad aún caliente, de la tierra reseca y de las piedras de las murallas que otra vez la circundan, del agua del río sale una voz incomprensible: 
mi fena ÿes li-mahtï in luhtu
kon males me berey
non me lesa moberë aw limtu
mama gar ke farey
 

“Mi pena es a causa de un hombre violento”, dice la mujer joven, repitiendo los versos de un cantar antiguo. “No me deja moverme y me castiga, y si salgo, con males me veré”, entona mientras recoge la ropa que cuelga al lado del río. Y mientras la dobla y la mete en el cesto, canturrea con un quiebro conocido, imitando a algún cantor de renombre: “Madre, dime qué haré”.
 

Cuando ya casi no queda luz, la muchacha se pierde entre las calles del arrabal, mientras piensa en su suerte, que no es tan cruel como la de otras, porque su hombre no será un hombre violento, sino un joven elástico y cariñoso, que jamás le prohibirá salir al río cuando el sol ya no haga daño, y que no la castigará si llega a casa enfadado o borracho.
 

El alumbrado público declara el final del experimento, y la coplilla se ahoga entre los compases de un reggaetón, el que va retransmitiendo un deportivo tuneado, parado ahora mismo en el semáforo, que ha regresado del más allá como un tri-cíclope vengativo. El olor del jazmín y los primeros auxilios de una brisa que viene a curar del calor excesivo de la tarde no parecen hacer efecto sobre la pareja que habita el coche ruidoso, de color y ritmo. Discuten, y ella sale del lado del copiloto, trastabilla y casi cae, no se sabe bien si por torpe o por herida. Del otro lado sale él. No ha habido un acuerdo en el precio, o el cliente no ha quedado satisfecho, o no ha saciado aún su repugnante sed de humillar. No le importa. Mientras le agarra el pelo para descubrir su rostro, y hacer mejor blanco en su tabique nasal, ella se pone a cantar. “Mama, gar ke farey”.

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