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Cuadernos de Lavapiés

Burbuja fantástico-inmobiliaria

Miro en Internet fotografías de viviendas en venta, en alquiler, en pornográfica exhibición de sus encantos. A mi izquierda, la pared de azulejos blancos y una ventana, que da a un patio de muy pocas luces, por donde saco la mano para que el humo del cigarrillo se vaya de aquí, ya que la luz no habrá de entrar. Frente a mí, que estoy de lado por la falta de espacio, por mi asqueroso vicio de fumar y por mi repugnancia al humo ya fumado, a 30 centímetros, el fregadero y la lavadora. A la derecha, compartiendo con frutas, hortalizas y pan duro el poco espacio de una manera hidalgamente postmoderna, el portátil en el que escribo esto y con el que visito casas que nunca podré comprar o alquilar.

 

No es puro masoquismo, me digo. Lo hago para comprobar que, de tener algo más de lo que tengo ahora, acabarían parte de mis penurias, por mucho que la moral me diga que otras permanecerían donde están. No tengo esperanza de sentarme un día a escribir estas cosas en un despacho con dos balcones a la Plaza de la Paja, con el Madrid de Quevedo cinco plantas más abajo, y la chimenea encendida para atraer a las musas. Y si no la tengo, ¿para qué castigarme?

 

Porque hay veces que uno compara su vida con la de los que están peor, que es intensísima mayoría, y con la de uno mismo hace años, cuando uno no disfrutaba de muchos de los lujos que hoy considera imprescindibles, y se da cuenta de que nunca estamos satisfechos, de que hasta el ganador del gordo de la lotería encontrará razones para levantarse de mala leche y no disfrutar de una mañana de invierno escribiendo o leyendo junto al fuego, con la vista del Madrid de los Austrias allá abajo, sino quejándose de su suerte o maldiciendo su estampa, como el costamarfileño que vende en Preciados, hasta que la Policía Municipal le obliga a darse una carrera. En esas ocasiones uno puede sentirse justo con sus semejantes, reconfortado en su conciencia pequeño-burguesa, reivindicado en su envidia de quienes han tenido mejor fortuna, o completamente desesperado, que es el caso de un servidor.

 

Si ni siquiera esas vistas, esos metros cuadrados con tarima flotante, esa luz natural entrando por ventanas de verdad, esos acabados de lujo y diseños de capricho habrían de cambiar la realidad, entonces ¿qué más da? Por eso me gusta mirar las fotos en Internet y leer las descripciones: “145 metros cuadrados, cuatro dormitorios y despacho, diez balcones, en esquinazo, quinta planta, terraza soleada, techos altos, completamente reformado, ideal para entrar a vivir…” Porque enseguida me doy cuenta de que la vida seguiría siendo lo que es, y los motivos para tirar la toalla continuarían siendo escupidos a diario por los informativos de las principales cadenas de televisión, pero desde una quinta planta con vistas y suelos de tarima no me dolerían el cuello y la espalda, después de darle lustre a mi conciencia pequeño-burguesa durante una hora al ordenador. Y fumaría mirando desde la terraza, pensando como escribir el siguiente párrafo de mi mejor novela.

 

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