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Cuadernos de Lavapiés

El caso del vengador pirómano (Divertimento muy barroco en 10 movimientos)

I

 Una desafortunada casualidad

Adagio Assai

Tom Rugelach era un buen conductor. Siempre respetaba (en la medida de lo prudente) los limites de velocidad, jamas se saltaba un semáforo en rojo o un stop, y siempre aparcaba el auto donde no hubiera ni rastro de señales de prohibido.  Parar, siquiera un instante, delante de una boca de incendios no era su estilo ni su modus operandi, valga el latinajo.  Por todo ello, aquel día de lluvia tremenda y  frío desagradable en que dejara (si bien por unos instantes y sin que sirviera de precedente)  el coche frente a la boca de riego, mientras se acercaba al portalón de la escuela a recoger a sus hijos, Tom Rugelach se llevó una desagradable sorpresa. Como quiera que, no habiendo anticipado la posibilidad de un incendio en las proximidades, Tom se fio de la fortuna, ésta, que es muy arisca se lo tomó a chulería. Y como además de arisca, es poco original, no tuvo otra forma de mostrar a Tom Rugelach su osadía disponiendo que se declarara un incendio, como no, en las proximidades más inmediatas al malhadado coche de nuestro personaje. Así, el incendio se declaró, más como amante impetuoso que como tímido pretendiente, y la novia, en este caso el edificio adyacente al centro escolar, se vio pronto rodeada por las llamas de la pasión encendidas a su alrededor.

Aterrado, Tom Rugelach soltó las manitas de sus hijos y se puso blanco al ver el estado en que un camión de bomberos había dejado su mal estacionado vehículo. Llegados allí con la prisa y la urgencia que les caracteriza, los bomberos habían, en su celo extintor, desalojado el coche de Tom por la fuerza, para tener así acceso a la boca de incendios. El problema fue que los miembros del servicio contra incendios no se bajaron del camión en el que acudían a su honrosa misión antes de desalojar el coche de nuestro protagonista, con las consecuencias fácilmente deducibles del gesto de asombro y consternación que acabamos de ver en el rostro de éste. Antes bien, arremetieron contra el vehículo, nunca se sabrá si de manera fortuita o a consecuencia de un justificable celo profesional no exento de malicia hacia el (para ellos) anónimo saboteador.  La diferencia de masa entre ambos vehículos, añadida a la velocidad a la que se desplazaba el mayor de ellos, sin olvidar el detalle de que el menor se hallaba por completo inmóvil en el momento del impacto, ayudan a imaginarse el estado en que quedó el Honda Civic de Tom Rugelach, confirmando de paso las ventajas que tiene compartir narrador y lector unos conocimientos mínimos de las leyes de la Física.

            Cuando acudió junto a los afanosos bomberos, que desenrollaban las mangueras con prisa y eficacia, nuestro hombre se topó con la total falta de colaboración de los miembros del Servicio de Extinción de Incendios, que le comunicaron de forma bastante grosera que hiciese el favor de quitarse de en medio, que estorbaba y que había una casa ardiendo.  La madre de Tom siempre decía que su hijo había mostrado tozudez desde muy niño. Según la buena señora, antes de aprender a hablar, su vástago ya se había convertido en un maestro a la hora de salirse con la suya de cualquier modo posible, ya fuera llorando continuadamente durante horas, o simplemente berreando hasta empujar al límite la paciencia de sus señores progenitores. Mr Rugelach, el padre de Tom, era muy buen hombre pero muy inestable en lo tocante a las emociones, tanto que un buen día se le juntaron el hambre con las ganas de comer (digo una depresión originada por el estrés con una insoportable tarde de llantinas y berreas infantiles) y Mr. Rugelach, fuera de sí en lo psíquico, decidió hacer lo propio con lo físico y se lanzó de cabeza por la ventana. No se mató, empero, dada la escasa altura del segundo piso donde en aquel entonces residían los Rugelach, sino que quedó inútil para el resto de sus días. Los cuales fueron muchos, y dieron mucho que hacer a Mrs. Rugelach, que lo aceptó todo con resignación cristiana.

            Puestos así en antecedentes de su personalidad, no nos será difícil imaginar cómo se pondría de pesado esta vez con los bomberos el ya crecidito Tom. Lo suficiente como para que el capitán de estos le comunicara de mala manera que hiciese el favor de desaparecer de allí si no quería que lo detuviera por escándalo público. Tom dudaba de la validez de la amenaza, sospechando que un capitán de bomberos por muy capitán que fuera y mucha gorra de plato y mucha sirena en el coche carecía de la autoridad constitucional para arrestarle a uno.  Mientras así dudaba, notó Tom con desasosiego cómo la cara del capitán se enrojecía cada vez más y se le empezaban a notar las venas de las sienes.  Advertido del sentido común, o de lo que de él le quedaba, el ultrajado infractor del código de circulación optó por una retirada estratégica, y se fue con sus hijos, que estaban muy contentos por la de aventuras que iban a poder  referir el día siguiente a sus amiguitos.

            Cuando, a la mañana siguiente, Tom Rugelach volvía en el taxi a la oficina, tras hacer una visita burocrática a la concejalía de tráfico, lo hacía cariacontecido y meditabundo. El resultado de sus pesquisas y quejas había puesto en claro una cosa.  El seguro de responsabilidad civil que tenía suscrito desde hacía tiempo no cubría esta eventualidad.  Estacionarse, si bien por breves minutos, frente a una boca de incendios, no sólo era ilegal, sino peligroso y  caro.  El coche quedaba hecho trizas, y además le caía una multa que derribaba de un soplo sus esperanzas de irse de vacaciones a Miami el verano próximo.

Continuará (mucho me temo que)

 

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