Breve lección de memoria histórica
La primera vez llegaron fue un golpe súbito y repentino. No nos lo esperábamos, porque era inconcebible que algo así pudiera suceder. La impresión que nos llevamos todos fue de las que marcan para toda la vida. Quizá fueron la sorpresa y el desconcierto iniciales los que impidieron que sospecháramos. Claro que hubo algunos que levantaron voces aquí y allá, pero la verdad es que tantas décadas de imaginarnos fantasías y ciencias ficciones no nos habían preparado para lo que llegó, y no fuimos capaces de ver más allá de nuestras narices.
Además, al principio no había manera de distinguirlos. Los primeros en llegar eran verdaderos profesionales. Habían aprendido la manera de comunicarse con nosotros, y lo hicieron poniéndose en contacto casi al mismo tiempo con todos. Parecían estar perfectamente al corriente de todo lo relacionado con nosotros, con todos nosotros, y tuvieron, eso sí, la deferencia de entrevistarse primero con los de aquí, para guardar las formalidades y no despertar malquerencias. Pero a lo pocos días muchos otros de sus enviados, sincronizados al detalle y tan parecidos a todos nosotros que aún hoy resulta difícil distinguirlos, hicieron sus diligencias en otras partes.
Fue la falta de experiencia, sí y, como algunos todavía recuerdan, la falta de memoria histórica, el embebido sopor al que habíamos terminado por otorgarnos lo que nos cegó. En un principio, parecía que todo se abría a mil posibilidades maravillosas. Incluso dimos por bienvenidas muchas de las cosas que trajeron. Como los niños, nos agolpábamos por conseguir las maravillas que desplegaban ante nuestros ojos con sonrisas beatíficas y paternales. Algo de lo que pecamos todos en algún momento, y miente o idealiza el que afirme lo contrario, porque no conozco a nadie que no acabara subyugado ante la cantidad de novedades que nos llovieron en menos de lo que una generación tarda en mirarse al ombligo.
También nuestras relaciones con los demás se vieron afectadas, pero con la excusa de la buena voluntad, la lejanía y el apoyo sin fisuras que en un principio nos prestaron callaron las pocas voces que advertían en contra de un endeudamiento financiero o moral que luego nos atara a obligaciones indeseables. Así, nos ayudaron a barrer para dentro y a hacer de nuestra capa un sayo para mayor conveniencia, como era natural que quisiéramos hacer, en aquellos tiempos de arrogancia juvenil. Algunos protestaron, diciendo que, dada la situación entre nosotros en aquel tiempo, en realidad no se hacía necesaria la ayuda de ningún aliado exterior, pero fue la avaricia impaciente de muchos la que terminó por perdernos a todos. Con la justificación de la rapidez y eficacia con que podríamos amoldar las cosas a nuestra conveniencia, si nos servíamos de la ayuda ofrecida, terminamos, de nuevo, por dejarnos envolver en una situación que ha acabado por explotarnos en la cara.
Porque, acabada la faena y reasegurados en nuestra posición de privilegio sin contestación, comenzaron a dejarse caer por entre círculos de quienes temían que un poder absoluto por nuestra parte acabaría por resultar incómodo o peligroso, y convencieron a demasiadas cabezas pensantes de lo maligno de nuestras intenciones. Y bien sabe Dios que, a toro pasado, hay que admitir que tuvieron sus razones. Al menos esto nos ha quedado de la pérdida, y es que hemos aprendido (algunos más que otros) a mirar atrás y vernos reflejados, si no consolados en la Historia, algo de lo que nunca fuimos capaces mientras lo tuvimos todo.
El caso es que no pasó mucho tiempo desde su primera llegada, hasta el día en que por primera vez mostraron su cara oculta. Mientras algunos locos y visionarios de pacotilla no habían dejado de repetir que detrás de esa apariencia tan semejante a la nuestra se escondían repugnantes monstruos capaces de las más atroces crueldades, al final resultó que lo único que habían ocultado a nuestros ojos era, precisamente, hasta qué punto eran iguales a nosotros. Fue su semejanza, tanto en la apariencia exterior como en los rincones más recónditos de su cerebro, lo que mostraron el día que cambió por completo su discurso y anunciaron las demandas que justificaban como pago a su inestimable colaboración. Al principio intentamos negociar, algo a lo que muy pocos estaban ya acostumbrados, de modo que hubo de desempolvar y sacar de su cómoda jubilación a algunos y rogar para que otros se le escaparan un año más a las garras de la muerte. Pero fue inútil negociar.
Los partidarios de la resistencia, de nuevo amparados en la distancia y en la posición ventajosa que teníamos tanto desde el punto de vista práctico como del moral (una superioridad moral que duró hasta casi la última hora, y que sin duda fue lo último en caer) exigieron de quien correspondía que rechazara sus pretensiones y les conminara calmada pero firmemente a abandonar su postura amenazadora. Comenzó entonces por su parte una verdadera campaña de desprestigio, que ya había dado comienzo sin que hubiésemos sabido darnos cuenta a tiempo, y que tenía muy minadas las opiniones más diversas y encontradas, no sólo fuera, sino incluso entre nosotros.
Aunque en un principio la mayoría se mostró firme, bien pronto empezaron a controlar de maneras aún más sutiles de lo que podíamos haber sospechado la opinión de demasiados. Hicimos todo lo humanamente posible por contraatacar y crear un ambiente favorable a nuestra causa, y puedo dar fe de que se hizo contando con los medios más adecuados de que dispusimos para ello. Pero su superioridad, como en todo, nacía de su insoportable semejanza con nosotros; tanta que fueron capaces en todo momento de anticipar nuestras reacciones y adelantársenos en cada ocasión.
El resultado, de todos es bien conocido. Por mucho que algunas lenguas filosóficas y milenaristas quieran evaluar todo lo que sucedió como un destino ineludible o como un castigo bíblico, la verdad es que no ha pasado sino lo que viene sucediendo desde que tenemos memoria, y seguramente desde mucho antes aun. Como algunos de los que antes temían nuestra presencia y callaban ante nuestra arrogancia hoy tienen la impunidad de gritarnos a la cara, hemos acabado por saborear la hiel que tuvimos la oportunidad de no sembrar, pero que distribuimos por doquier cuando nos llegó la hora del protagonismo. Ahora otro pez más grande ha llegado al estanque donde las únicas agallas eran las nuestras. Un pez que quisimos imaginar inexistente primero, irreal después, pero que al final se hizo carne de nuestra carne y acabó por hacernos a un lado, en el mismo estanque donde hasta hace poco éramos los únicos, los indiscutibles. Tenían razón después de todo los que afirman que a todo cénit le llega su ocaso. Sólo que resulta difícil, quién lo iba a decir, imaginar a estos de ahora llegada la hora de su fin.
Ahora los puedo ver perfectamente desde mi ventana, en la pantalla de televisión y en casi todas las pantallas que me rodean como ojos vigilantes. Verlos en las esquinas (sonrientes, entregando golosinas a los niños y posando para las cámaras con la pureza en los ojos y la sinceridad en el gesto de quien se sabe poseedor de la verdad más fuerte que se conoce) resulta casi una fantasía hecha realidad, o una pesadilla que no ha terminado tras apagar el despertador impaciente. Puedo recordar perfectamente los días en que eran los nuestros, con sus uniformes limpios y honrados, los que se retrataban delante de unas cámaras similares, conscientes de su papel de máximos representantes de una especie en apogeo. Ahora son ellos los que tienen agarrada la sartén por el mango, y nuestros jóvenes hambrientos y asustados los que saquean edificios y derriban monumentos de una preeminencia que ya ha dejado de ser.
Washington DC, _________ de __________________ de ¿_______
Además, al principio no había manera de distinguirlos. Los primeros en llegar eran verdaderos profesionales. Habían aprendido la manera de comunicarse con nosotros, y lo hicieron poniéndose en contacto casi al mismo tiempo con todos. Parecían estar perfectamente al corriente de todo lo relacionado con nosotros, con todos nosotros, y tuvieron, eso sí, la deferencia de entrevistarse primero con los de aquí, para guardar las formalidades y no despertar malquerencias. Pero a lo pocos días muchos otros de sus enviados, sincronizados al detalle y tan parecidos a todos nosotros que aún hoy resulta difícil distinguirlos, hicieron sus diligencias en otras partes.
Fue la falta de experiencia, sí y, como algunos todavía recuerdan, la falta de memoria histórica, el embebido sopor al que habíamos terminado por otorgarnos lo que nos cegó. En un principio, parecía que todo se abría a mil posibilidades maravillosas. Incluso dimos por bienvenidas muchas de las cosas que trajeron. Como los niños, nos agolpábamos por conseguir las maravillas que desplegaban ante nuestros ojos con sonrisas beatíficas y paternales. Algo de lo que pecamos todos en algún momento, y miente o idealiza el que afirme lo contrario, porque no conozco a nadie que no acabara subyugado ante la cantidad de novedades que nos llovieron en menos de lo que una generación tarda en mirarse al ombligo.
También nuestras relaciones con los demás se vieron afectadas, pero con la excusa de la buena voluntad, la lejanía y el apoyo sin fisuras que en un principio nos prestaron callaron las pocas voces que advertían en contra de un endeudamiento financiero o moral que luego nos atara a obligaciones indeseables. Así, nos ayudaron a barrer para dentro y a hacer de nuestra capa un sayo para mayor conveniencia, como era natural que quisiéramos hacer, en aquellos tiempos de arrogancia juvenil. Algunos protestaron, diciendo que, dada la situación entre nosotros en aquel tiempo, en realidad no se hacía necesaria la ayuda de ningún aliado exterior, pero fue la avaricia impaciente de muchos la que terminó por perdernos a todos. Con la justificación de la rapidez y eficacia con que podríamos amoldar las cosas a nuestra conveniencia, si nos servíamos de la ayuda ofrecida, terminamos, de nuevo, por dejarnos envolver en una situación que ha acabado por explotarnos en la cara.
Porque, acabada la faena y reasegurados en nuestra posición de privilegio sin contestación, comenzaron a dejarse caer por entre círculos de quienes temían que un poder absoluto por nuestra parte acabaría por resultar incómodo o peligroso, y convencieron a demasiadas cabezas pensantes de lo maligno de nuestras intenciones. Y bien sabe Dios que, a toro pasado, hay que admitir que tuvieron sus razones. Al menos esto nos ha quedado de la pérdida, y es que hemos aprendido (algunos más que otros) a mirar atrás y vernos reflejados, si no consolados en la Historia, algo de lo que nunca fuimos capaces mientras lo tuvimos todo.
El caso es que no pasó mucho tiempo desde su primera llegada, hasta el día en que por primera vez mostraron su cara oculta. Mientras algunos locos y visionarios de pacotilla no habían dejado de repetir que detrás de esa apariencia tan semejante a la nuestra se escondían repugnantes monstruos capaces de las más atroces crueldades, al final resultó que lo único que habían ocultado a nuestros ojos era, precisamente, hasta qué punto eran iguales a nosotros. Fue su semejanza, tanto en la apariencia exterior como en los rincones más recónditos de su cerebro, lo que mostraron el día que cambió por completo su discurso y anunciaron las demandas que justificaban como pago a su inestimable colaboración. Al principio intentamos negociar, algo a lo que muy pocos estaban ya acostumbrados, de modo que hubo de desempolvar y sacar de su cómoda jubilación a algunos y rogar para que otros se le escaparan un año más a las garras de la muerte. Pero fue inútil negociar.
Los partidarios de la resistencia, de nuevo amparados en la distancia y en la posición ventajosa que teníamos tanto desde el punto de vista práctico como del moral (una superioridad moral que duró hasta casi la última hora, y que sin duda fue lo último en caer) exigieron de quien correspondía que rechazara sus pretensiones y les conminara calmada pero firmemente a abandonar su postura amenazadora. Comenzó entonces por su parte una verdadera campaña de desprestigio, que ya había dado comienzo sin que hubiésemos sabido darnos cuenta a tiempo, y que tenía muy minadas las opiniones más diversas y encontradas, no sólo fuera, sino incluso entre nosotros.
Aunque en un principio la mayoría se mostró firme, bien pronto empezaron a controlar de maneras aún más sutiles de lo que podíamos haber sospechado la opinión de demasiados. Hicimos todo lo humanamente posible por contraatacar y crear un ambiente favorable a nuestra causa, y puedo dar fe de que se hizo contando con los medios más adecuados de que dispusimos para ello. Pero su superioridad, como en todo, nacía de su insoportable semejanza con nosotros; tanta que fueron capaces en todo momento de anticipar nuestras reacciones y adelantársenos en cada ocasión.
El resultado, de todos es bien conocido. Por mucho que algunas lenguas filosóficas y milenaristas quieran evaluar todo lo que sucedió como un destino ineludible o como un castigo bíblico, la verdad es que no ha pasado sino lo que viene sucediendo desde que tenemos memoria, y seguramente desde mucho antes aun. Como algunos de los que antes temían nuestra presencia y callaban ante nuestra arrogancia hoy tienen la impunidad de gritarnos a la cara, hemos acabado por saborear la hiel que tuvimos la oportunidad de no sembrar, pero que distribuimos por doquier cuando nos llegó la hora del protagonismo. Ahora otro pez más grande ha llegado al estanque donde las únicas agallas eran las nuestras. Un pez que quisimos imaginar inexistente primero, irreal después, pero que al final se hizo carne de nuestra carne y acabó por hacernos a un lado, en el mismo estanque donde hasta hace poco éramos los únicos, los indiscutibles. Tenían razón después de todo los que afirman que a todo cénit le llega su ocaso. Sólo que resulta difícil, quién lo iba a decir, imaginar a estos de ahora llegada la hora de su fin.
Ahora los puedo ver perfectamente desde mi ventana, en la pantalla de televisión y en casi todas las pantallas que me rodean como ojos vigilantes. Verlos en las esquinas (sonrientes, entregando golosinas a los niños y posando para las cámaras con la pureza en los ojos y la sinceridad en el gesto de quien se sabe poseedor de la verdad más fuerte que se conoce) resulta casi una fantasía hecha realidad, o una pesadilla que no ha terminado tras apagar el despertador impaciente. Puedo recordar perfectamente los días en que eran los nuestros, con sus uniformes limpios y honrados, los que se retrataban delante de unas cámaras similares, conscientes de su papel de máximos representantes de una especie en apogeo. Ahora son ellos los que tienen agarrada la sartén por el mango, y nuestros jóvenes hambrientos y asustados los que saquean edificios y derriban monumentos de una preeminencia que ya ha dejado de ser.
Washington DC, _________ de __________________ de ¿_______
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hipotecas -
Frase de Adolfo Suárez en una entrevista inédita de 1980:
"Yo repito a menudo que en España está ocurriendo un fenómeno muy grave: las cosas entran por el oído, se expulsan por la boca y no pasan nunca por el cerebro casi nunca pasan por la reflexión previa".
"Pero es un hecho que está ahí; que sucede. Y luchar contra ello es muy difícil Yo he intentado combatirlo muchas veces ¡Y así me va!"
En la política española del siglo XXI sigue sucediendo exactamente lo mismo: "las cosas entran por el oído, se expulsan por la boca y no pasan nunca por el cerebro" y se aplica tanto a los políticos como a los ciudadanos.
Carlos Menéndez
http://www.creditomagazine.es