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Cuadernos de Lavapiés

Historias de Minorea

Kurtura Jenerá

La Excma. Sra. Ministra de Asuntos Intangibles ha anunciado un anteproyecto de ley para la promoción de la cultura entre los minoreanos, que tan necesitados andamos de hobbies sanos y educativos. A partir de cuando se pueda, el Ministerio establecerá la obligatoriedad para todos los autores, artistas, músicos y pseudointelectuales de Minorea de promover y airear escándalos y amoríos con personas o cosas de reconocida y merecida fama y notoriedad.

La Sra. Ministra ha declarado que confía plenamente en que dichas medidas aumentarán el nivel cultural en nuestro pequeño país, "haciendo posible que los profesionales del garabato y demás actividades inútiles pero molonas alcancen verdadera difusión entre las masas sin fermentar".

Por su parte, el reputado escritor Sisenando López Aragó ha declarado que él ya lo veía venir, y que por eso tiene planeado acostarse con tres tonadilleras jubiladas en cuanto se lo permitan sus numerosos compromisos. La Asociación de Editores Contra la Caspa ha manifestado que la medida es justa y necesaria, y ha anunciado que a partir de dentro de poco sólo se publicará a aquellos autores que demuestren o simplemente declaren haber practicado sexo degradante con alguien medianamente famoso, o a aquellos que puedan calumniar sin necesidad de pruebas la honra pública de alguien que haya estado alguna vez en televisión.

Numerosos colectivos de creadores de toda laya han recibido la noticia como el primer paso hacia una lenta pero deseable recuperación del papel que la cultura ha tenido de toda la vida de Dios en nuestra bienamada Minorea.

Organizaciones internacionales han expresado asimismo su júbilo, y no han faltado voces exigiendo que la próxima edición de los Premios Príncipe de Nonorea se celebre tras 3 meses de encierro de los candidatos en un patio de colegio, televisado ejercicio en el que serían las audiencias las que decidirían el resultado final del concurso. 6438 cadenas de televisión han apoyado esta idea.

Angelencia ERRE

Historia general de Minorea

Hace una cantidad aún por definir (por mucho que se empeñen algunos indocumentados de haber dado con la fecha aproximada) de años había en Minorea un rey llamado Fersipando, el III de su nombre, y el de más triste memoria de la tríada formada por él mismo, su bisabuelo materno y su primo carnal por parte de padre, fundador de la dinastía.

Fersipando III, siguiendo en esto las enseñanzas de su historia reciente y las de sus consejeros, parientes e iguales, se servía para mantener su férreo control de Minorea de una serie de alianzas difíciles a veces, cambiantes con cierta regularidad, inestables de cuando en cuando, pero al fin y al cabo duraderas, porque estaban hechas entre personas con unos intereses comunes: sacar la mayor tajada de lo que se presentara cuando y como se presentara, a costa de quien osara también invitarse a convites a los que no lo había sido. Verbigracia los pobres y los casi casi.

Comoquiera que durante un par de quinquenios especialmente abonanzados del reinado de Fersipando III las cosechas alcanzaran buen precio en los mercados, los negocios crecieran y las exportaciones minoreanas hicieran inclinarse la balanza del mercado del lado propio, sucedió que entre las gentes pobres y las casi casi de Minorea se empezó a dar el caso de que los habitantes, lugareños y ciudadanos se pasaban al menos un rato del día leyendo, oyendo leer o hablando descansadamente de cosas que hasta la época no habían tenido tiempo de discutir. Porque 24 horas no eran siempre suficientes para asegurar la hogaza con que pasar la vigésimo quinta. Algunos de los casi casi, encumbrados en los tiempos de abundancia, acabaron por salir de su oscura existencia, y dejar incluso atrás su condición, encaramándose (ellos o sus progenies) a otros escalones de mayor altura y menos sometidos al pisoteo que los que habían ocupado durante generaciones sus ancestros. Dicen que algunos de estos casos fueron debidos a un incremento desmesurado de conocimientos por parte del interesado.

Los primeros miedos que tales ascensos pudieron provocar entre quienes tenían la sartén por el mango se vieron fácilmente disipados por su carácter ocasional y nunca generalizado, además de por la asombrosa capacidad de adaptación a su nuevo destino que mostraban estos escaladores retrepados de nuevas sobre el regazo de la Fortuna. El primer cuarto del reinado de Fersipando III transcurrió así entre el contento generalizado, hasta que pasó lo que tenía que pasar, y es que la conjunción de epidemias, tormentas, inundaciones, guerras, bandolerismos, y miles de otras zarandajas socio-económicas que giraban por el mundo alcanzaron en la línea de flotación de las riquezas del reino, de modo que donde antaño hubo holganza, hastío, tranquilidad y relajo, el triste hogaño de los últimos del reinado de Fersipando III trajo el hambre, la escasez, el desamparo y la ira a las vidas de los minoreanos.

En los campos se juntaron piquetes que pedían tierra, en las ciudades los artesanos reclamaban pan y trabajo, y en el litoral los estibadores y pescadores se habían convertido en contrabandistas que asesinaban en noches de niebla portuaria a los agentes del rey, en venganzas que nadie nunca desenmarañaba. El rey, aconsejado por sus más fieles, probó todo lo habido y por haber. Primero se acusó a los turmantes, muchos de los cuales llevaban siglos de co-habitación pacífica con los minoreanos, y durante algunos años la presión popular tuvo su ocasional válvula de escape en una o dos matanzas de turmantes desprevenidos. Luego, una docena de pseudo-profetas piojosos alumbraron un cambio de edad para distraer a la audiencia, mientras el propio Fersipando III desfilaba al frente de sus tropas para malgastar lo que no había en las arcas reales en una guerra oportunamente declarada contra un enemigo vagamente elaborado por la inteligentsia fersipandiana. Al cabo, no obstante, y ante la pertinacia del período de carestía, el malestar social terminó por convertirse en turbamulta iracunda, y las fuerzas llamadas a la restitución del control, los supervivientes de una guerra desastrosa y humillante contra un enemigo demasiado poderoso y mejor surtido, se unieron a la revuelta, en un golpe histórico de los de marca mayor, de cuyo cuño hanse visto pocos.

A la cabeza de aquella revuelta organizada a la vez que espontánea se situó desde el principio Zaramón Liebres, el hijo de un zapatero remendón y una lavandera ribereña, y hombre de grandes dotes para el gobierno, al menos durante los primeros lustros de su mandato, hasta que decidió adoptar el nombre de Leporato I, acuñar moneda, fundar una dinastía y hacer ajusticiar al por mayor a toda una generación de desafortunados disidentes. Leporato I siguió poco más o menos contando con los mismos apoyos en los que hacía lo propio su antecesor (quien, por cierto, acabó colgado de un madroño), y por lo demás su reinado se diferenció bien poco de el del malhadado Fersipando III.

Una de las primeras medidas de Leporato I fue la de casar a sus dos hijas (fruto de su matrimonio con Serevanda Tiforda, molinera de su aldea) con sendos vizconbarones o marduqueses que tanto da, y la de emparejar a su primogénito Zandubio Liebres con una de las ramas destroncadas de la dinastía de los fersipandos, que a la sazón porquerizaban piaras en las fragosas sierras del sur del país. Como era natural, Leporato I se murió, y como era de esperar lo hizo no sin antes haber dejado las cosas muy bien atadas en lo que a sucesión se refería. Para cuando Leporato I abandonó este mundo, su hijo Zandubio el Orejas había pasado a ser para todos los efectos legales Aurículo I, y su joven esposa, una chica blancuzca y granulienta, de expresión aburrida, estaba encinta del que sería Aurículo II.

Cuando Aurículo II llevaba cinco años en el trono, otra época de escasez se tomó la libertad de asolar Minorea con la intensidad de una iracunda venganza divina. Las rapiñas sostenidas que el grupo favorecido por el monarca hacían caer sobre la tierra sólo sangraban a ésta hasta casi la inanición, pero se aseguraban, al menos mientras asegurarse no significara mucho gasto, de que los minoreanos pobres y los casi casi siguieran vivos en su mayoría de un año para otro, consciente como era la élite del país de la necesariedad de mantener malvivos a quienes llevaban el peso de tributaciones, pechos y cargas laborales.

Pero las rapiñas elitistas no fueron ni granizo de agosto comparadas con las plagas, hambrunas, terremotos, epidemias, invasiones y bajas cotizaciones en los mercados de valores que asestaron el último golpe a la dinastía leporata. De nuevo el pueblo minoreano, aguijoneado por el hambre y es descontento social, se levantó en armas contra sus dirigentes y depuso a Aurículo II, que tuvo no obstante tiempo de abandonar el país disfrazado de turmante según unos, cubierto de salchichones según otros, por lo que durante algunos años el consumo de tales embutidos se convirtió en acto antipatriótico.

Sean cuales fueren las razones para el descenso del consumo de salchichones, a la postre estos embutidos habrían de tener gran importancia en el desarrollo posterior de la Historia de Minorea. Fue por esas fechas cuando Macundino Butifuet, quien otrora había sido dueño de las piaras porcinas más generosas del país, decidió reconvertir el negocio familiar en banco, y su profesión de exportador de charcutería en la de político. Beneficiado por una crisis acefálica en Minorea, durante el período que ha pasado a la Historia con el calificativo de “la Regencia Bailona”, Butifuet se hizo con el poder en poco tiempo, sirviéndose a la vez del apoyo de una masa presta a dar manos libres a quien prometiera sacarlos de caos y del que le prestaba una oligarquía con la que compartía visión de futuro y amistades sólidas. Las Fuerzas Armadas no fueron obstáculo a las ambiciones de Butifuet, quien se ganó el apoyo de dicho estamento a fuerza de legalizar de nuevo el consumo, venta y exportación de salchichones, aunque en honor a la verdad el nuevo presidente vitalicio se abstuvo durante los treinta años de su mandato de volver a participar en dicho comercio.

La “salchichonada”, como algunos opositores dieron en llamarla, dejó a Macundino Butifuet al mando indiscutido de Minorea durante tres décadas, durante las cuales se mantuvieron el orden y el concierto, a costa de unas pocas purgas que buena falta hacía, porque el reino andaba muy infestado de sinvergüenzas que por pedir pedían la luna, y así, señores, no se puede trabajar en serio por el bien de una sociedad. Fueron estos treinta años los que vieron la desaparición de los minoreanos pobres. A partir del segundo trinquenio del mandato de Butifuet, se declaró en todos los foros y quedó bien dicho a todos los vientos que los minoreanos eran ya todos de casi casi para arriba. Algunos desagradecidos acusaron al régimen de Butifuet de haber logrado esto a base de acabar con los pobres, o mandarlos a Turmantia, donde eran tratados peor que esclavos por nuestros antiguos huéspedes.

Hueras y falsas son estas voces que intentan denostar la tarea de un líder que, si bien pudo pecar en ocasiones de autoritarismo, lo hizo siempre por el bien de los minoreanos, desde los más casi casi hasta los más como dios manda. Tras treinta años de lo que algunas lenguas deslenguadas han calificado de “reinado” (ridículo intento de asemejar el régimen del ciudadano Macundino Butifuet a regímenes pasados y obsoletos), Minorea estaba por fin en el lugar que le correspondía dentro del concierto de las naciones, y donde sigue hoy, por mucho que el ministro de exteriores turmante vaya diciendo por ahí. Libre de anclas que nos amarren al fondo abisal de tiranías y despotismos, los minoreanos, incluyendo los casi casi, navegamos en una empresa común en pos de la prosperidad, de la mano de nuestro actual líder.

Los hubo que quisieron desestabilizar la sucesión pacífica y legalista de nuestro presente régimen constitucional, aludiendo a semejanzas entre la elección del actual timonel de nuestro destino y las de aquellos fersipandos, aurículos y leporatos que se sucedían en el trono a base de derechos dinásticos y/o contraídos como quien contrae la gripe. Bien es cierto que las casualidades de la ciencia arcana de la genealogía emblemática parecen apuntar al hecho de que el sucesor de nuestro amado Macundino Butifuet es sobrino político de una rama de los leporatos con la que emparentó el ex-presidente a través de su matrimonio con la nieta del último fersipando, mientras ésta crecía montaraz entre las piaras meridionales que abstecían una de las fábricas salchichoneras del futuro prócer. Pero de ahí a querer apuntar afinidades entre el cambio pacíficamente orquestado por nuestro actual Consejo de la Mellota, y esas veleidades revolucionarias y/o absolutistas de antaño, es evidente que dista un mundo. Hoy por hoy, Minorea es un país de nuevo libre y próspero. Nonada, nuestra capital, puede contarse como una de las más modernas y avanzadas del mundo, como demuestra la reciente inauguración de su línea de suburbano veloz, primera obra de tal envergadura acometida en nuestro país, y prueba irrefutable de que Minorea va como tiene que ir.

El metro de Minorea

Cuento macroeconómico

“El excelentísimo Señor Ministro de Fomento y Demás Cosas Útiles inauguró ayer tarde en la capital el primer trayecto completado del nuevo ferrocarril suburbano, el primero en nuestro país, símbolo afrutado y fruto simbólico de la corriente de progreso y modernización que el nuevo siglo está trayendo a nuestro suelo.”

Así rezaba el titular del periódico de mayor tirada de la pequeña República de Minorea, haciendo con ello público un hito histórico de tamaña importancia como sin duda lo era aquella inauguración. La línea, que uniría las estaciones de Gazpire y Soldaneta taladrando el subsuelo calcáreo de Nonada, la capital de Minorea, había costado años de sacrificios, disputas, querellas y controversias a nivel nacional. Por fin, derribada la resistencia que ofrecía la oposición política y saltada por encima a la torera la que brindaba una opinión pública adversa, el Gobierno de la República recogía ahora los parabienes de quienes antaño se opusieran a la modernizadora medida. El señor ministro, magnánimo a pesar de su conocida sorna, se hizo eco de esta contradictoria actitud con una referencia a la “superficialidad” de aquellos que se opusieron en su día al colosal proyecto, y alabó de paso la capacidad administrativa de unos gobernantes que “eran capaces de meterse a fondo en su trabajo, y reorganizar profundamente los cimientos de la sociedad minoreana, hasta conseguir subirla al tren del progreso.” Ahí fue el asueto de los circunstantes, el regocijo de los adláteres y la sonrisa inocente de los viandantes, avinagrando el ceño de quienes se sintieron más que aludidos por la pobre metáfora ministerial.

Y es que una de las críticas de éstos últimos tuvo que ver con la supuesta inviabilidad presupuestaria del ambicioso plan, que desviaría, en su opinión, fondos necesarios para la precaria estabilidad de casi riqueza a la que había llegado la sociedad minoreana. A esto, el gobierno respondió con una oferta de precios que, suministrada por un consorcio público de Mayorea, el país vecino, acabó por convencer a los pocos inversores nativos enfrascados en el proyecto y acalló de paso algunas voces.

Al final, y con la aquiescencia resignada del pueblo, el suelo de la capital de Minorea empezó a ser perforado por empresas subcontratadas, de capital y tecnología extranjeras, pero que proporcionaron empleo al poco especializado trabajador indígena, con lo que se acalló a otro de los sectores discordes. Claro que hubo contratiempos más o menos técnicos, en ocasión de cada uno de los cuales se reavivaban las polémicas, y que tuvieron que ver con la composición del suelo calcáreo Nonadeño, el nivel de seguridad laboral disfrutado (o sufrido) por los trabajadores, la concesión de indemnizaciones exorbitadas por expropiación de fincas urbanas a favor de varias empresas inmobiliarias inexplicablemente vinculadas a miembros del gobierno, y otras zarandajas por el estilo.
Pero las obras siguieron, incluso después de que varias voces se elevaran en tono de protesta ante el elevado coste de los trenes que habrían de circular por las entrañas de la capital, Dios mediante. El señor ministro estuvo espléndido en aquella ocasión, apoyado de manera no menos magistral por el señor presidente, al explicar en todos los medios la manera en que el gasto sería amortizable a muy corto plazo, dejando convencidos a la gran mayoría. Gracias a un ventajoso acuerdo comercial con el gobierno de las Provincias Unidas de Hamelín, una empresa de este país, principal aliado y amigo de Minorea, porporcionaría la maquinaria a un precio muy por debajo del normal, a cambio además de una apertura de mercados que en todo beneficiaría a todos y cada uno de los minoreanos, y que bien pronto se vería reflejado en unos índices de medición de factores macroeconómicos que si bien resultan complicadillos de entender, son la verdad revelada, como todo el mundo sabe.

Ahora, escasas docenas de meses después, llegaba el momento de la magna inauguración. En el andén, reluciente y luminoso, esperaba el primer tren que haría el recorrido entre las estaciones de Gazpire y Soldaneta, adornado con cintas, brillante como un caballo de batalla, refulgente como la armadura de un caballero destinado a la gloria eterna. Aunque se habían realizado ya muchos viajes de pruebas (como tuvo que explicar el ingeniero jefe al señor ministro, mediante la ayuda de un intérprete); en realidad éste era el primer viaje “oficial”, con público abarrotando los vagones de cola mientras la comitiva gubernamental junto con los representantes de los medios de comunicación viajaban en el furgón delantero. Por razones de seguridad, no a modo de reflejo de una división social por lo demás desterrada de Minorea desde hacía muchos años.

Tras las ceremonias de rigor, la comitiva oficial abordó el tren, para acomodarse antes de que se abrieran las puertas al público general, abigarrada formación de curiosos ciudadanos de a pie, hombres y mujeres, grandes y chicos. El primero en darse cuenta no fue el señor ministro, quizá porque éste era oriundo de las provincias septentrionales, donde la población suele ser más alta que la del resto del país, además de ser él especialmente alto, incluso para un Noreano. Los que tampoco lo notaron fueron los fotógrafos y camarógrafos, que, ocupados con su equipo, lentes y aparatos electrónicos, tenían algo más urgente en qué pensar que en andar buscando agarraderas. Fueron algunos de los funcionarios de más bajo rango, pequeños en sus trajes holgados de oficinista precario, quienes tuvieron que apiñarse en torno a las barras verticales, incapaces como eran de alcanzar las agarraderas que colgaban a demasiada altura del suelo (o subsuelo) habitado por los pequeños habitantes de Minorea. Sin embargo, la mayoría de los ocupantes del furgón de cabeza no tuvo problemas en acomodarse, confortablemente sentados a pesar de que las piernecitas de algunos colgasen descaradamente lejos del piso.

En los demás furgones, abarrotados en un instante por un público ansioso de novedades, hubo un repartimiento del espacio disponible dictado por la improvisación y la confianza que inspiran en las multitudes algunas ocasiones especiales, celebratorias, claro está. Las señoras y los ancianos se repartieron en buen orden los asientos, mientras el resto del común se afanaba por asirse a las barras verticales como hacen los peregrinos con la imagen del santo al llegar al destinode su piadoso viaje. Quienes no consiguieron unirse a esta especie de adoración unísona, se confiaron al efecto amortiguador de los cuerpos de sus vecinos de espacio en la masa amorfa de la multitud empaquetada. La propia bulla, supusieron, impediría que las fuerzas centrífuga, centrípeta o de inercia dieran con sus comprimidos huesos en el suelo. Por supuesto que no faltaron algunos muchachos jóvenes y considerablemente más altos (estas nuevas generaciones mostraban en su cuerpo el progreso de los últimos decenios en Minorea) que, ayudados de un leve brinco, se colgaron de las agarraderas, para despecho de señoras cercanas y coqueteo de muchachitas sonrientes.

Cuando por fin sonó el silbato, las puertas se cerraron sobre una multitud tan alegre como quien toma parte de una excursión coleciva por prados y sierras amenas, a solazarse con el paisaje. Pero el paisaje de aquel viaje era la oscuridad casi completa de los túneles. Al arrancar, hubo algun revuelo en la parte trasera del furgón de cola. Una señora de belleza rotunda se quejó de la morosidad con que un compañero de viaje se frotaba contra sus muelles carnes, so pretexto de la inercia y la arrancada brusca. Los muchachos sintieron su cuerpo balancearse sobre el mar de cabezas, y rieron la aventura. El tren fue adquiriendo velocidad, hasta que algunos de los adoradores de postes de los más alejados al altar, algunos fieles marginales o peregrinos remolones se vieron desprendidos del objeto asido y pasaron a formar parte de esa otra congregación de minoreanos bajitos que ya se balanceaba como una mancha de aceite, y entre la que ya se hacían oír los gritos y quejas.

Después de varias curvas, los más débiles de entre los de a pie empezaron a dejarse llevar como ovas en la corriente, sólo que zarandeados a un ritmo cada vez más frenético. En el furgón de cabeza, casi vacío en comparación con los otros, cayó un corresponsal de la televisión pública, trastabillado que se había con el cable de su micrófono, y un funcionario de la contaduría general del Estado se dio dos coscorrones contra la puerta cerrada que todos, incluido el señor ministro, pudieron ver, y de lo que se despertó una sana hilaridad (por lo discreta).

En Soldaneta esperaba una banda militar de música, que comenzó a entonar el himno nacional no bien se anunció en la pantalla electrónica la proximidad del primer convoy de la historia del ferrocarril suburbano de Nonada, capital de la República de Minorea, país que demostraba con esta exitosa obra de infraestructura que el tamaño de sus habitantes en nada correspondía con las cualidades de una sociedad que avanzaba a pasos de gigante por el camino del futuro, el progreso y la prosperidad, pesara a quien pesase.

Cuando el tren hizo su parada en el andén acordonado de la nueva estación de Soldaneta, se abrieron en primer lugar las puertas del furgón donde viajaba el señor ministro, quien salió del interior esgrimiendo la sonrisa más oronda de sus tres legislaturas, con una fila de dientes perfectamente alineados, brillantes. La banda del Tercer Regimiento de Artillería Necesaria del Ejército de Absolutamente Todo minoreano, acuartelada de manera provisional en la antigua sede de la facultad de Filosofía y Letras Contingentes de Nonada, hoy extinta, enardeció más si cabe la compostura orgullosa del señor ministro, que fue recibido por el Excelentísimo señor Alcalde de la capital, señora y personalidades varias. Enseguida el cortejo subió por las magníficas escaleras mecánicas en dirección al Palacio de la Esclusa, donde sería ofrecida una magnífica recepción y una rueda de prensa multitudinaria.

Los fotógrafos y camarógrafos subieron a prudente distancia del cortejo, pensando muchos de ellos en los canapés de salmón ahumado que a buen seguro alegrarían su dura y ajetreada jornada profesional. Sólo entonces se abrieron las puertas de los demás furgones, para que un público capaz de soportar una espera de escasos segundos por razones de seguridad, que no de menosprecio ni de todavía hay clases, saliera de nuevo a la luz del espléndido cielo nonadeño.

La mayoría salió, tundida de empujones, empellones y contracargas, tan considerables como los acometidos por cuerpos humanos, si bien pequeños, sometidos a la multiplicación de sus masas por la aceleración y deceleración con la que eran zarandeados sus respectivos pesos. Pero una minoría considerable tuvo que ser desalojada por los equipos de rescate, que acudieron prestos, una vez se hubo informado de la catástrofe por parte de los elementos policiales congregados para garantizar la seguridad de la ciudadanía. De entre los fallecidos, la mayoría lo fueron por asfixia y aplastamiento, aparte de los que recibieron contusiones y fracturas múltiples por causa de los golpes contra suelo y paredes. Muchos otros tuvieron que ser ingresados en algunos de los modernos y avanzados hospitales de la ciudad, aunque algunos acabaron en las salas de emergencias normalitas, que son las que más abundantes, y en las que se les atendió como se pudo, y según cada caso, habiendo incluso unos cuantos que quedaron francamente bien, teniendo en cuenta la gravedad del susodicho caso.

En la multitudinaria rueda de prensa no hubo canapés de salmón ahumado, pero sí barra libre, abierta hasta mucho después de que se retiraran las autoridades a hablar de sus cosas. Quizá por eso nadie se enterara mucho de los muertos y heridos en el tren, ni del caso del muchacho alto y joven que, colgado como un gimnasta de dos agarraderas, terminó atravesando varios furgones a través de cristales rotos y cráneos de prójimos. Por suerte, la inventiva del pueblo minoreano, sabio e ingenioso como pocos, (quizá para compensar su reducido tamaño, que diría un mayoreano) supo resolver el problema, y pronto aparecieron en los mercadillos y rastros de la ciudad unos curiosos inventos para solucionar el problema de las agarraderas demasiado altas de unos furgones de metro que habían sido obtenidos de manera tan provechosa gracias a la diplomacia y las buenas relaciones con el país de Hamelín, donde claro, son más altos, pero unos maravillosos administradores. Ahí están si no los resultados para probarlo.

Ángel González García

Campaña electoral en Minorea

Este miércoles, el excelentísimo señor ministro de Asuntos Verdaderamente Importantes inauguró el modernísimo Desembarcadero Espacial, que habrá de sustituir al antiguo, y que será ubicado en la avenida de la Oportunidad, a escasos dos kilómetros del centro de Minorea.

En un acto de la mayor brillantez, el Excmo. Sr. Ministro dio por inauguradas las instalaciones de este nuevo proyecto, ejemplo fehaciente de la modernización que disfruta nuestro país, sobre todo de un tiempo a esta parte. Según señaló el máximo responsable de que las cosas funcionen como Dios manda, Minorea "está demostrando al mundo que somos capaces de hacer las cosas bien y por derecho, sobre todo si tenemos claro que donde hay patrón no manda marinero, y que el que quiera peces, debe mojarse el ya saben".

En su estilo directo, popular y sencillo, que tanto agrada (y con razón) a las multitudes, el Excmo. Sr. Ministro explicó los motivos por los que la inauguración ha precedido en tres años a la finalización de las obras, y salió al paso de las acusaciones de los de siempre sobre el supuesto oportunismo de hacerlo a dos meses vista de las elecciones generales. Tardó en hacerlo exactamente tres minutos y cuarenta y dos segundos, descontando los cinco carraspeos y el trago de agua con el que enjuagó su perorata a la mitad de la explicación, que dejó convencidos a los medios y asistentes al magno acontecimiento. El tono utilizado en dicha contestación a los demagogos de toda la vida fue arrullador. A los veintitrés segundos de iniciar, una niebla como de algodón de azúcar descendió sobre todos, mientras un coro de ángeles adventistas cantaba kirieleisons como lo que eran. Fue muy bonito.

Por entre los acordes divinos, el Excmo. Sr. Ministro de AA.VV.II. dijo que cuando por fin se colonice un planeta de nuestro sistema (o de otros, añadió entre el asombro de los circunstantes), los minoreanos estaremos preparados para la nueva era con un Desembarcadero Espacial en la vanguardia de este tipo de investigación. Una verdad como una casa.

En cuanto a las polémicas suscitadas en torno al coste y la financiación del proyecto, el Excmo. Sr. Ministro dijo que ya se sacarían los cuartos de alguna parte, y señaló con el dedo la maqueta del Desembarcadero, diciendo: "Miren qué bonito. Desde esta rampa despegarán los cohetes de pasajeros que dentro de poco se inventarán, seguro; y éstos son los coches voladores que todos vamos a tener dentro de nada, siempre y cuando no se pongan ustedes tontos y voten a los incompetentes ésos que ustedes saben."

A lo que el público asistente respondió babeando, monísimos todos. El acto se dio después por terminado (para dejar buen sabor de boca) y el Sr. Ministro montó en un caballo alado para asistir a la inauguración en otro punto de nuestra hermosa geografía de un Centro Nacional de Adaptación de Resucitados, instalado en las cercanías del cementerio de San Balsamato, donde dentro de pocos años dará comienzo el Plan Nacional para la Vida Eterna, el gran proyecto de ampliación de la existencia emprendido por el Gobierno de Todo lo Incumbente de nuestro país.

Ángel González García