Historia general de Minorea
Hace una cantidad aún por definir (por mucho que se empeñen algunos indocumentados de haber dado con la fecha aproximada) de años había en Minorea un rey llamado Fersipando, el III de su nombre, y el de más triste memoria de la tríada formada por él mismo, su bisabuelo materno y su primo carnal por parte de padre, fundador de la dinastía.
Fersipando III, siguiendo en esto las enseñanzas de su historia reciente y las de sus consejeros, parientes e iguales, se servía para mantener su férreo control de Minorea de una serie de alianzas difíciles a veces, cambiantes con cierta regularidad, inestables de cuando en cuando, pero al fin y al cabo duraderas, porque estaban hechas entre personas con unos intereses comunes: sacar la mayor tajada de lo que se presentara cuando y como se presentara, a costa de quien osara también invitarse a convites a los que no lo había sido. Verbigracia los pobres y los casi casi.
Comoquiera que durante un par de quinquenios especialmente abonanzados del reinado de Fersipando III las cosechas alcanzaran buen precio en los mercados, los negocios crecieran y las exportaciones minoreanas hicieran inclinarse la balanza del mercado del lado propio, sucedió que entre las gentes pobres y las casi casi de Minorea se empezó a dar el caso de que los habitantes, lugareños y ciudadanos se pasaban al menos un rato del día leyendo, oyendo leer o hablando descansadamente de cosas que hasta la época no habían tenido tiempo de discutir. Porque 24 horas no eran siempre suficientes para asegurar la hogaza con que pasar la vigésimo quinta. Algunos de los casi casi, encumbrados en los tiempos de abundancia, acabaron por salir de su oscura existencia, y dejar incluso atrás su condición, encaramándose (ellos o sus progenies) a otros escalones de mayor altura y menos sometidos al pisoteo que los que habían ocupado durante generaciones sus ancestros. Dicen que algunos de estos casos fueron debidos a un incremento desmesurado de conocimientos por parte del interesado.
Los primeros miedos que tales ascensos pudieron provocar entre quienes tenían la sartén por el mango se vieron fácilmente disipados por su carácter ocasional y nunca generalizado, además de por la asombrosa capacidad de adaptación a su nuevo destino que mostraban estos escaladores retrepados de nuevas sobre el regazo de la Fortuna. El primer cuarto del reinado de Fersipando III transcurrió así entre el contento generalizado, hasta que pasó lo que tenía que pasar, y es que la conjunción de epidemias, tormentas, inundaciones, guerras, bandolerismos, y miles de otras zarandajas socio-económicas que giraban por el mundo alcanzaron en la línea de flotación de las riquezas del reino, de modo que donde antaño hubo holganza, hastío, tranquilidad y relajo, el triste hogaño de los últimos del reinado de Fersipando III trajo el hambre, la escasez, el desamparo y la ira a las vidas de los minoreanos.
En los campos se juntaron piquetes que pedían tierra, en las ciudades los artesanos reclamaban pan y trabajo, y en el litoral los estibadores y pescadores se habían convertido en contrabandistas que asesinaban en noches de niebla portuaria a los agentes del rey, en venganzas que nadie nunca desenmarañaba. El rey, aconsejado por sus más fieles, probó todo lo habido y por haber. Primero se acusó a los turmantes, muchos de los cuales llevaban siglos de co-habitación pacífica con los minoreanos, y durante algunos años la presión popular tuvo su ocasional válvula de escape en una o dos matanzas de turmantes desprevenidos. Luego, una docena de pseudo-profetas piojosos alumbraron un cambio de edad para distraer a la audiencia, mientras el propio Fersipando III desfilaba al frente de sus tropas para malgastar lo que no había en las arcas reales en una guerra oportunamente declarada contra un enemigo vagamente elaborado por la inteligentsia fersipandiana. Al cabo, no obstante, y ante la pertinacia del período de carestía, el malestar social terminó por convertirse en turbamulta iracunda, y las fuerzas llamadas a la restitución del control, los supervivientes de una guerra desastrosa y humillante contra un enemigo demasiado poderoso y mejor surtido, se unieron a la revuelta, en un golpe histórico de los de marca mayor, de cuyo cuño hanse visto pocos.
A la cabeza de aquella revuelta organizada a la vez que espontánea se situó desde el principio Zaramón Liebres, el hijo de un zapatero remendón y una lavandera ribereña, y hombre de grandes dotes para el gobierno, al menos durante los primeros lustros de su mandato, hasta que decidió adoptar el nombre de Leporato I, acuñar moneda, fundar una dinastía y hacer ajusticiar al por mayor a toda una generación de desafortunados disidentes. Leporato I siguió poco más o menos contando con los mismos apoyos en los que hacía lo propio su antecesor (quien, por cierto, acabó colgado de un madroño), y por lo demás su reinado se diferenció bien poco de el del malhadado Fersipando III.
Una de las primeras medidas de Leporato I fue la de casar a sus dos hijas (fruto de su matrimonio con Serevanda Tiforda, molinera de su aldea) con sendos vizconbarones o marduqueses que tanto da, y la de emparejar a su primogénito Zandubio Liebres con una de las ramas destroncadas de la dinastía de los fersipandos, que a la sazón porquerizaban piaras en las fragosas sierras del sur del país. Como era natural, Leporato I se murió, y como era de esperar lo hizo no sin antes haber dejado las cosas muy bien atadas en lo que a sucesión se refería. Para cuando Leporato I abandonó este mundo, su hijo Zandubio el Orejas había pasado a ser para todos los efectos legales Aurículo I, y su joven esposa, una chica blancuzca y granulienta, de expresión aburrida, estaba encinta del que sería Aurículo II.
Cuando Aurículo II llevaba cinco años en el trono, otra época de escasez se tomó la libertad de asolar Minorea con la intensidad de una iracunda venganza divina. Las rapiñas sostenidas que el grupo favorecido por el monarca hacían caer sobre la tierra sólo sangraban a ésta hasta casi la inanición, pero se aseguraban, al menos mientras asegurarse no significara mucho gasto, de que los minoreanos pobres y los casi casi siguieran vivos en su mayoría de un año para otro, consciente como era la élite del país de la necesariedad de mantener malvivos a quienes llevaban el peso de tributaciones, pechos y cargas laborales.
Pero las rapiñas elitistas no fueron ni granizo de agosto comparadas con las plagas, hambrunas, terremotos, epidemias, invasiones y bajas cotizaciones en los mercados de valores que asestaron el último golpe a la dinastía leporata. De nuevo el pueblo minoreano, aguijoneado por el hambre y es descontento social, se levantó en armas contra sus dirigentes y depuso a Aurículo II, que tuvo no obstante tiempo de abandonar el país disfrazado de turmante según unos, cubierto de salchichones según otros, por lo que durante algunos años el consumo de tales embutidos se convirtió en acto antipatriótico.
Sean cuales fueren las razones para el descenso del consumo de salchichones, a la postre estos embutidos habrían de tener gran importancia en el desarrollo posterior de la Historia de Minorea. Fue por esas fechas cuando Macundino Butifuet, quien otrora había sido dueño de las piaras porcinas más generosas del país, decidió reconvertir el negocio familiar en banco, y su profesión de exportador de charcutería en la de político. Beneficiado por una crisis acefálica en Minorea, durante el período que ha pasado a la Historia con el calificativo de la Regencia Bailona, Butifuet se hizo con el poder en poco tiempo, sirviéndose a la vez del apoyo de una masa presta a dar manos libres a quien prometiera sacarlos de caos y del que le prestaba una oligarquía con la que compartía visión de futuro y amistades sólidas. Las Fuerzas Armadas no fueron obstáculo a las ambiciones de Butifuet, quien se ganó el apoyo de dicho estamento a fuerza de legalizar de nuevo el consumo, venta y exportación de salchichones, aunque en honor a la verdad el nuevo presidente vitalicio se abstuvo durante los treinta años de su mandato de volver a participar en dicho comercio.
La salchichonada, como algunos opositores dieron en llamarla, dejó a Macundino Butifuet al mando indiscutido de Minorea durante tres décadas, durante las cuales se mantuvieron el orden y el concierto, a costa de unas pocas purgas que buena falta hacía, porque el reino andaba muy infestado de sinvergüenzas que por pedir pedían la luna, y así, señores, no se puede trabajar en serio por el bien de una sociedad. Fueron estos treinta años los que vieron la desaparición de los minoreanos pobres. A partir del segundo trinquenio del mandato de Butifuet, se declaró en todos los foros y quedó bien dicho a todos los vientos que los minoreanos eran ya todos de casi casi para arriba. Algunos desagradecidos acusaron al régimen de Butifuet de haber logrado esto a base de acabar con los pobres, o mandarlos a Turmantia, donde eran tratados peor que esclavos por nuestros antiguos huéspedes.
Hueras y falsas son estas voces que intentan denostar la tarea de un líder que, si bien pudo pecar en ocasiones de autoritarismo, lo hizo siempre por el bien de los minoreanos, desde los más casi casi hasta los más como dios manda. Tras treinta años de lo que algunas lenguas deslenguadas han calificado de reinado (ridículo intento de asemejar el régimen del ciudadano Macundino Butifuet a regímenes pasados y obsoletos), Minorea estaba por fin en el lugar que le correspondía dentro del concierto de las naciones, y donde sigue hoy, por mucho que el ministro de exteriores turmante vaya diciendo por ahí. Libre de anclas que nos amarren al fondo abisal de tiranías y despotismos, los minoreanos, incluyendo los casi casi, navegamos en una empresa común en pos de la prosperidad, de la mano de nuestro actual líder.
Los hubo que quisieron desestabilizar la sucesión pacífica y legalista de nuestro presente régimen constitucional, aludiendo a semejanzas entre la elección del actual timonel de nuestro destino y las de aquellos fersipandos, aurículos y leporatos que se sucedían en el trono a base de derechos dinásticos y/o contraídos como quien contrae la gripe. Bien es cierto que las casualidades de la ciencia arcana de la genealogía emblemática parecen apuntar al hecho de que el sucesor de nuestro amado Macundino Butifuet es sobrino político de una rama de los leporatos con la que emparentó el ex-presidente a través de su matrimonio con la nieta del último fersipando, mientras ésta crecía montaraz entre las piaras meridionales que abstecían una de las fábricas salchichoneras del futuro prócer. Pero de ahí a querer apuntar afinidades entre el cambio pacíficamente orquestado por nuestro actual Consejo de la Mellota, y esas veleidades revolucionarias y/o absolutistas de antaño, es evidente que dista un mundo. Hoy por hoy, Minorea es un país de nuevo libre y próspero. Nonada, nuestra capital, puede contarse como una de las más modernas y avanzadas del mundo, como demuestra la reciente inauguración de su línea de suburbano veloz, primera obra de tal envergadura acometida en nuestro país, y prueba irrefutable de que Minorea va como tiene que ir.
Fersipando III, siguiendo en esto las enseñanzas de su historia reciente y las de sus consejeros, parientes e iguales, se servía para mantener su férreo control de Minorea de una serie de alianzas difíciles a veces, cambiantes con cierta regularidad, inestables de cuando en cuando, pero al fin y al cabo duraderas, porque estaban hechas entre personas con unos intereses comunes: sacar la mayor tajada de lo que se presentara cuando y como se presentara, a costa de quien osara también invitarse a convites a los que no lo había sido. Verbigracia los pobres y los casi casi.
Comoquiera que durante un par de quinquenios especialmente abonanzados del reinado de Fersipando III las cosechas alcanzaran buen precio en los mercados, los negocios crecieran y las exportaciones minoreanas hicieran inclinarse la balanza del mercado del lado propio, sucedió que entre las gentes pobres y las casi casi de Minorea se empezó a dar el caso de que los habitantes, lugareños y ciudadanos se pasaban al menos un rato del día leyendo, oyendo leer o hablando descansadamente de cosas que hasta la época no habían tenido tiempo de discutir. Porque 24 horas no eran siempre suficientes para asegurar la hogaza con que pasar la vigésimo quinta. Algunos de los casi casi, encumbrados en los tiempos de abundancia, acabaron por salir de su oscura existencia, y dejar incluso atrás su condición, encaramándose (ellos o sus progenies) a otros escalones de mayor altura y menos sometidos al pisoteo que los que habían ocupado durante generaciones sus ancestros. Dicen que algunos de estos casos fueron debidos a un incremento desmesurado de conocimientos por parte del interesado.
Los primeros miedos que tales ascensos pudieron provocar entre quienes tenían la sartén por el mango se vieron fácilmente disipados por su carácter ocasional y nunca generalizado, además de por la asombrosa capacidad de adaptación a su nuevo destino que mostraban estos escaladores retrepados de nuevas sobre el regazo de la Fortuna. El primer cuarto del reinado de Fersipando III transcurrió así entre el contento generalizado, hasta que pasó lo que tenía que pasar, y es que la conjunción de epidemias, tormentas, inundaciones, guerras, bandolerismos, y miles de otras zarandajas socio-económicas que giraban por el mundo alcanzaron en la línea de flotación de las riquezas del reino, de modo que donde antaño hubo holganza, hastío, tranquilidad y relajo, el triste hogaño de los últimos del reinado de Fersipando III trajo el hambre, la escasez, el desamparo y la ira a las vidas de los minoreanos.
En los campos se juntaron piquetes que pedían tierra, en las ciudades los artesanos reclamaban pan y trabajo, y en el litoral los estibadores y pescadores se habían convertido en contrabandistas que asesinaban en noches de niebla portuaria a los agentes del rey, en venganzas que nadie nunca desenmarañaba. El rey, aconsejado por sus más fieles, probó todo lo habido y por haber. Primero se acusó a los turmantes, muchos de los cuales llevaban siglos de co-habitación pacífica con los minoreanos, y durante algunos años la presión popular tuvo su ocasional válvula de escape en una o dos matanzas de turmantes desprevenidos. Luego, una docena de pseudo-profetas piojosos alumbraron un cambio de edad para distraer a la audiencia, mientras el propio Fersipando III desfilaba al frente de sus tropas para malgastar lo que no había en las arcas reales en una guerra oportunamente declarada contra un enemigo vagamente elaborado por la inteligentsia fersipandiana. Al cabo, no obstante, y ante la pertinacia del período de carestía, el malestar social terminó por convertirse en turbamulta iracunda, y las fuerzas llamadas a la restitución del control, los supervivientes de una guerra desastrosa y humillante contra un enemigo demasiado poderoso y mejor surtido, se unieron a la revuelta, en un golpe histórico de los de marca mayor, de cuyo cuño hanse visto pocos.
A la cabeza de aquella revuelta organizada a la vez que espontánea se situó desde el principio Zaramón Liebres, el hijo de un zapatero remendón y una lavandera ribereña, y hombre de grandes dotes para el gobierno, al menos durante los primeros lustros de su mandato, hasta que decidió adoptar el nombre de Leporato I, acuñar moneda, fundar una dinastía y hacer ajusticiar al por mayor a toda una generación de desafortunados disidentes. Leporato I siguió poco más o menos contando con los mismos apoyos en los que hacía lo propio su antecesor (quien, por cierto, acabó colgado de un madroño), y por lo demás su reinado se diferenció bien poco de el del malhadado Fersipando III.
Una de las primeras medidas de Leporato I fue la de casar a sus dos hijas (fruto de su matrimonio con Serevanda Tiforda, molinera de su aldea) con sendos vizconbarones o marduqueses que tanto da, y la de emparejar a su primogénito Zandubio Liebres con una de las ramas destroncadas de la dinastía de los fersipandos, que a la sazón porquerizaban piaras en las fragosas sierras del sur del país. Como era natural, Leporato I se murió, y como era de esperar lo hizo no sin antes haber dejado las cosas muy bien atadas en lo que a sucesión se refería. Para cuando Leporato I abandonó este mundo, su hijo Zandubio el Orejas había pasado a ser para todos los efectos legales Aurículo I, y su joven esposa, una chica blancuzca y granulienta, de expresión aburrida, estaba encinta del que sería Aurículo II.
Cuando Aurículo II llevaba cinco años en el trono, otra época de escasez se tomó la libertad de asolar Minorea con la intensidad de una iracunda venganza divina. Las rapiñas sostenidas que el grupo favorecido por el monarca hacían caer sobre la tierra sólo sangraban a ésta hasta casi la inanición, pero se aseguraban, al menos mientras asegurarse no significara mucho gasto, de que los minoreanos pobres y los casi casi siguieran vivos en su mayoría de un año para otro, consciente como era la élite del país de la necesariedad de mantener malvivos a quienes llevaban el peso de tributaciones, pechos y cargas laborales.
Pero las rapiñas elitistas no fueron ni granizo de agosto comparadas con las plagas, hambrunas, terremotos, epidemias, invasiones y bajas cotizaciones en los mercados de valores que asestaron el último golpe a la dinastía leporata. De nuevo el pueblo minoreano, aguijoneado por el hambre y es descontento social, se levantó en armas contra sus dirigentes y depuso a Aurículo II, que tuvo no obstante tiempo de abandonar el país disfrazado de turmante según unos, cubierto de salchichones según otros, por lo que durante algunos años el consumo de tales embutidos se convirtió en acto antipatriótico.
Sean cuales fueren las razones para el descenso del consumo de salchichones, a la postre estos embutidos habrían de tener gran importancia en el desarrollo posterior de la Historia de Minorea. Fue por esas fechas cuando Macundino Butifuet, quien otrora había sido dueño de las piaras porcinas más generosas del país, decidió reconvertir el negocio familiar en banco, y su profesión de exportador de charcutería en la de político. Beneficiado por una crisis acefálica en Minorea, durante el período que ha pasado a la Historia con el calificativo de la Regencia Bailona, Butifuet se hizo con el poder en poco tiempo, sirviéndose a la vez del apoyo de una masa presta a dar manos libres a quien prometiera sacarlos de caos y del que le prestaba una oligarquía con la que compartía visión de futuro y amistades sólidas. Las Fuerzas Armadas no fueron obstáculo a las ambiciones de Butifuet, quien se ganó el apoyo de dicho estamento a fuerza de legalizar de nuevo el consumo, venta y exportación de salchichones, aunque en honor a la verdad el nuevo presidente vitalicio se abstuvo durante los treinta años de su mandato de volver a participar en dicho comercio.
La salchichonada, como algunos opositores dieron en llamarla, dejó a Macundino Butifuet al mando indiscutido de Minorea durante tres décadas, durante las cuales se mantuvieron el orden y el concierto, a costa de unas pocas purgas que buena falta hacía, porque el reino andaba muy infestado de sinvergüenzas que por pedir pedían la luna, y así, señores, no se puede trabajar en serio por el bien de una sociedad. Fueron estos treinta años los que vieron la desaparición de los minoreanos pobres. A partir del segundo trinquenio del mandato de Butifuet, se declaró en todos los foros y quedó bien dicho a todos los vientos que los minoreanos eran ya todos de casi casi para arriba. Algunos desagradecidos acusaron al régimen de Butifuet de haber logrado esto a base de acabar con los pobres, o mandarlos a Turmantia, donde eran tratados peor que esclavos por nuestros antiguos huéspedes.
Hueras y falsas son estas voces que intentan denostar la tarea de un líder que, si bien pudo pecar en ocasiones de autoritarismo, lo hizo siempre por el bien de los minoreanos, desde los más casi casi hasta los más como dios manda. Tras treinta años de lo que algunas lenguas deslenguadas han calificado de reinado (ridículo intento de asemejar el régimen del ciudadano Macundino Butifuet a regímenes pasados y obsoletos), Minorea estaba por fin en el lugar que le correspondía dentro del concierto de las naciones, y donde sigue hoy, por mucho que el ministro de exteriores turmante vaya diciendo por ahí. Libre de anclas que nos amarren al fondo abisal de tiranías y despotismos, los minoreanos, incluyendo los casi casi, navegamos en una empresa común en pos de la prosperidad, de la mano de nuestro actual líder.
Los hubo que quisieron desestabilizar la sucesión pacífica y legalista de nuestro presente régimen constitucional, aludiendo a semejanzas entre la elección del actual timonel de nuestro destino y las de aquellos fersipandos, aurículos y leporatos que se sucedían en el trono a base de derechos dinásticos y/o contraídos como quien contrae la gripe. Bien es cierto que las casualidades de la ciencia arcana de la genealogía emblemática parecen apuntar al hecho de que el sucesor de nuestro amado Macundino Butifuet es sobrino político de una rama de los leporatos con la que emparentó el ex-presidente a través de su matrimonio con la nieta del último fersipando, mientras ésta crecía montaraz entre las piaras meridionales que abstecían una de las fábricas salchichoneras del futuro prócer. Pero de ahí a querer apuntar afinidades entre el cambio pacíficamente orquestado por nuestro actual Consejo de la Mellota, y esas veleidades revolucionarias y/o absolutistas de antaño, es evidente que dista un mundo. Hoy por hoy, Minorea es un país de nuevo libre y próspero. Nonada, nuestra capital, puede contarse como una de las más modernas y avanzadas del mundo, como demuestra la reciente inauguración de su línea de suburbano veloz, primera obra de tal envergadura acometida en nuestro país, y prueba irrefutable de que Minorea va como tiene que ir.
0 comentarios