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Cuadernos de Lavapiés

El metro de Minorea

Cuento macroeconómico

“El excelentísimo Señor Ministro de Fomento y Demás Cosas Útiles inauguró ayer tarde en la capital el primer trayecto completado del nuevo ferrocarril suburbano, el primero en nuestro país, símbolo afrutado y fruto simbólico de la corriente de progreso y modernización que el nuevo siglo está trayendo a nuestro suelo.”

Así rezaba el titular del periódico de mayor tirada de la pequeña República de Minorea, haciendo con ello público un hito histórico de tamaña importancia como sin duda lo era aquella inauguración. La línea, que uniría las estaciones de Gazpire y Soldaneta taladrando el subsuelo calcáreo de Nonada, la capital de Minorea, había costado años de sacrificios, disputas, querellas y controversias a nivel nacional. Por fin, derribada la resistencia que ofrecía la oposición política y saltada por encima a la torera la que brindaba una opinión pública adversa, el Gobierno de la República recogía ahora los parabienes de quienes antaño se opusieran a la modernizadora medida. El señor ministro, magnánimo a pesar de su conocida sorna, se hizo eco de esta contradictoria actitud con una referencia a la “superficialidad” de aquellos que se opusieron en su día al colosal proyecto, y alabó de paso la capacidad administrativa de unos gobernantes que “eran capaces de meterse a fondo en su trabajo, y reorganizar profundamente los cimientos de la sociedad minoreana, hasta conseguir subirla al tren del progreso.” Ahí fue el asueto de los circunstantes, el regocijo de los adláteres y la sonrisa inocente de los viandantes, avinagrando el ceño de quienes se sintieron más que aludidos por la pobre metáfora ministerial.

Y es que una de las críticas de éstos últimos tuvo que ver con la supuesta inviabilidad presupuestaria del ambicioso plan, que desviaría, en su opinión, fondos necesarios para la precaria estabilidad de casi riqueza a la que había llegado la sociedad minoreana. A esto, el gobierno respondió con una oferta de precios que, suministrada por un consorcio público de Mayorea, el país vecino, acabó por convencer a los pocos inversores nativos enfrascados en el proyecto y acalló de paso algunas voces.

Al final, y con la aquiescencia resignada del pueblo, el suelo de la capital de Minorea empezó a ser perforado por empresas subcontratadas, de capital y tecnología extranjeras, pero que proporcionaron empleo al poco especializado trabajador indígena, con lo que se acalló a otro de los sectores discordes. Claro que hubo contratiempos más o menos técnicos, en ocasión de cada uno de los cuales se reavivaban las polémicas, y que tuvieron que ver con la composición del suelo calcáreo Nonadeño, el nivel de seguridad laboral disfrutado (o sufrido) por los trabajadores, la concesión de indemnizaciones exorbitadas por expropiación de fincas urbanas a favor de varias empresas inmobiliarias inexplicablemente vinculadas a miembros del gobierno, y otras zarandajas por el estilo.
Pero las obras siguieron, incluso después de que varias voces se elevaran en tono de protesta ante el elevado coste de los trenes que habrían de circular por las entrañas de la capital, Dios mediante. El señor ministro estuvo espléndido en aquella ocasión, apoyado de manera no menos magistral por el señor presidente, al explicar en todos los medios la manera en que el gasto sería amortizable a muy corto plazo, dejando convencidos a la gran mayoría. Gracias a un ventajoso acuerdo comercial con el gobierno de las Provincias Unidas de Hamelín, una empresa de este país, principal aliado y amigo de Minorea, porporcionaría la maquinaria a un precio muy por debajo del normal, a cambio además de una apertura de mercados que en todo beneficiaría a todos y cada uno de los minoreanos, y que bien pronto se vería reflejado en unos índices de medición de factores macroeconómicos que si bien resultan complicadillos de entender, son la verdad revelada, como todo el mundo sabe.

Ahora, escasas docenas de meses después, llegaba el momento de la magna inauguración. En el andén, reluciente y luminoso, esperaba el primer tren que haría el recorrido entre las estaciones de Gazpire y Soldaneta, adornado con cintas, brillante como un caballo de batalla, refulgente como la armadura de un caballero destinado a la gloria eterna. Aunque se habían realizado ya muchos viajes de pruebas (como tuvo que explicar el ingeniero jefe al señor ministro, mediante la ayuda de un intérprete); en realidad éste era el primer viaje “oficial”, con público abarrotando los vagones de cola mientras la comitiva gubernamental junto con los representantes de los medios de comunicación viajaban en el furgón delantero. Por razones de seguridad, no a modo de reflejo de una división social por lo demás desterrada de Minorea desde hacía muchos años.

Tras las ceremonias de rigor, la comitiva oficial abordó el tren, para acomodarse antes de que se abrieran las puertas al público general, abigarrada formación de curiosos ciudadanos de a pie, hombres y mujeres, grandes y chicos. El primero en darse cuenta no fue el señor ministro, quizá porque éste era oriundo de las provincias septentrionales, donde la población suele ser más alta que la del resto del país, además de ser él especialmente alto, incluso para un Noreano. Los que tampoco lo notaron fueron los fotógrafos y camarógrafos, que, ocupados con su equipo, lentes y aparatos electrónicos, tenían algo más urgente en qué pensar que en andar buscando agarraderas. Fueron algunos de los funcionarios de más bajo rango, pequeños en sus trajes holgados de oficinista precario, quienes tuvieron que apiñarse en torno a las barras verticales, incapaces como eran de alcanzar las agarraderas que colgaban a demasiada altura del suelo (o subsuelo) habitado por los pequeños habitantes de Minorea. Sin embargo, la mayoría de los ocupantes del furgón de cabeza no tuvo problemas en acomodarse, confortablemente sentados a pesar de que las piernecitas de algunos colgasen descaradamente lejos del piso.

En los demás furgones, abarrotados en un instante por un público ansioso de novedades, hubo un repartimiento del espacio disponible dictado por la improvisación y la confianza que inspiran en las multitudes algunas ocasiones especiales, celebratorias, claro está. Las señoras y los ancianos se repartieron en buen orden los asientos, mientras el resto del común se afanaba por asirse a las barras verticales como hacen los peregrinos con la imagen del santo al llegar al destinode su piadoso viaje. Quienes no consiguieron unirse a esta especie de adoración unísona, se confiaron al efecto amortiguador de los cuerpos de sus vecinos de espacio en la masa amorfa de la multitud empaquetada. La propia bulla, supusieron, impediría que las fuerzas centrífuga, centrípeta o de inercia dieran con sus comprimidos huesos en el suelo. Por supuesto que no faltaron algunos muchachos jóvenes y considerablemente más altos (estas nuevas generaciones mostraban en su cuerpo el progreso de los últimos decenios en Minorea) que, ayudados de un leve brinco, se colgaron de las agarraderas, para despecho de señoras cercanas y coqueteo de muchachitas sonrientes.

Cuando por fin sonó el silbato, las puertas se cerraron sobre una multitud tan alegre como quien toma parte de una excursión coleciva por prados y sierras amenas, a solazarse con el paisaje. Pero el paisaje de aquel viaje era la oscuridad casi completa de los túneles. Al arrancar, hubo algun revuelo en la parte trasera del furgón de cola. Una señora de belleza rotunda se quejó de la morosidad con que un compañero de viaje se frotaba contra sus muelles carnes, so pretexto de la inercia y la arrancada brusca. Los muchachos sintieron su cuerpo balancearse sobre el mar de cabezas, y rieron la aventura. El tren fue adquiriendo velocidad, hasta que algunos de los adoradores de postes de los más alejados al altar, algunos fieles marginales o peregrinos remolones se vieron desprendidos del objeto asido y pasaron a formar parte de esa otra congregación de minoreanos bajitos que ya se balanceaba como una mancha de aceite, y entre la que ya se hacían oír los gritos y quejas.

Después de varias curvas, los más débiles de entre los de a pie empezaron a dejarse llevar como ovas en la corriente, sólo que zarandeados a un ritmo cada vez más frenético. En el furgón de cabeza, casi vacío en comparación con los otros, cayó un corresponsal de la televisión pública, trastabillado que se había con el cable de su micrófono, y un funcionario de la contaduría general del Estado se dio dos coscorrones contra la puerta cerrada que todos, incluido el señor ministro, pudieron ver, y de lo que se despertó una sana hilaridad (por lo discreta).

En Soldaneta esperaba una banda militar de música, que comenzó a entonar el himno nacional no bien se anunció en la pantalla electrónica la proximidad del primer convoy de la historia del ferrocarril suburbano de Nonada, capital de la República de Minorea, país que demostraba con esta exitosa obra de infraestructura que el tamaño de sus habitantes en nada correspondía con las cualidades de una sociedad que avanzaba a pasos de gigante por el camino del futuro, el progreso y la prosperidad, pesara a quien pesase.

Cuando el tren hizo su parada en el andén acordonado de la nueva estación de Soldaneta, se abrieron en primer lugar las puertas del furgón donde viajaba el señor ministro, quien salió del interior esgrimiendo la sonrisa más oronda de sus tres legislaturas, con una fila de dientes perfectamente alineados, brillantes. La banda del Tercer Regimiento de Artillería Necesaria del Ejército de Absolutamente Todo minoreano, acuartelada de manera provisional en la antigua sede de la facultad de Filosofía y Letras Contingentes de Nonada, hoy extinta, enardeció más si cabe la compostura orgullosa del señor ministro, que fue recibido por el Excelentísimo señor Alcalde de la capital, señora y personalidades varias. Enseguida el cortejo subió por las magníficas escaleras mecánicas en dirección al Palacio de la Esclusa, donde sería ofrecida una magnífica recepción y una rueda de prensa multitudinaria.

Los fotógrafos y camarógrafos subieron a prudente distancia del cortejo, pensando muchos de ellos en los canapés de salmón ahumado que a buen seguro alegrarían su dura y ajetreada jornada profesional. Sólo entonces se abrieron las puertas de los demás furgones, para que un público capaz de soportar una espera de escasos segundos por razones de seguridad, que no de menosprecio ni de todavía hay clases, saliera de nuevo a la luz del espléndido cielo nonadeño.

La mayoría salió, tundida de empujones, empellones y contracargas, tan considerables como los acometidos por cuerpos humanos, si bien pequeños, sometidos a la multiplicación de sus masas por la aceleración y deceleración con la que eran zarandeados sus respectivos pesos. Pero una minoría considerable tuvo que ser desalojada por los equipos de rescate, que acudieron prestos, una vez se hubo informado de la catástrofe por parte de los elementos policiales congregados para garantizar la seguridad de la ciudadanía. De entre los fallecidos, la mayoría lo fueron por asfixia y aplastamiento, aparte de los que recibieron contusiones y fracturas múltiples por causa de los golpes contra suelo y paredes. Muchos otros tuvieron que ser ingresados en algunos de los modernos y avanzados hospitales de la ciudad, aunque algunos acabaron en las salas de emergencias normalitas, que son las que más abundantes, y en las que se les atendió como se pudo, y según cada caso, habiendo incluso unos cuantos que quedaron francamente bien, teniendo en cuenta la gravedad del susodicho caso.

En la multitudinaria rueda de prensa no hubo canapés de salmón ahumado, pero sí barra libre, abierta hasta mucho después de que se retiraran las autoridades a hablar de sus cosas. Quizá por eso nadie se enterara mucho de los muertos y heridos en el tren, ni del caso del muchacho alto y joven que, colgado como un gimnasta de dos agarraderas, terminó atravesando varios furgones a través de cristales rotos y cráneos de prójimos. Por suerte, la inventiva del pueblo minoreano, sabio e ingenioso como pocos, (quizá para compensar su reducido tamaño, que diría un mayoreano) supo resolver el problema, y pronto aparecieron en los mercadillos y rastros de la ciudad unos curiosos inventos para solucionar el problema de las agarraderas demasiado altas de unos furgones de metro que habían sido obtenidos de manera tan provechosa gracias a la diplomacia y las buenas relaciones con el país de Hamelín, donde claro, son más altos, pero unos maravillosos administradores. Ahí están si no los resultados para probarlo.

Ángel González García

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