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Cuadernos de Lavapiés

Brigitte Bardot y los animalitos de Dios

Entre la desordenada galería de símbolos iconográficos heredados por mi generación ocupa un lugar de quinta fila la imagen de Brigitte Bardot, medio desnuda e intentando con desgana calculada cubrirse las tetas de veinteañera crecidita y picardeada. No se trata, al menos en mi caso, de un mojón simbólico de importancia en la colección de imágenes que (como buen hijo de mi siglo) forman mi equipaje cultural. La Bardot ha sido en realidad un símbolo sexual heredado de aquellas gentes que uno consideraba viejos en los años infantiles de transición democrática y autonomías, y a cuya edad de entonces, expresada en fríos dígitos, nos acercamos cada día, sin poder evitarlo.

Para mi generación, supongo que el equivalente a esa francesa rebelde y descaradamente sexual sería la Madonna de su primer disco, la virgen hortera de encajes exagerados y posturitas desafiantes, pero para muchos de los que ahora están en el poder, la Brigitte Bardot estaba asociada a revoluciones sexuales, viajes en autocar a Perpignan, y quema simbólica de sujetadores que en nada se parecían a los que mi generación adoró tras la marca registrada de Wonderbra. A los de mi generación, en cambio, el despertar de la pubertad y las masturbaciones ensoñadoras y porno-asistidas nos llegó cuando la dulce francesita era ya una señora vieja, fondona y con pinta de estar siempre cabreada, que se fotografiaba en las revistas del corazón de las peluquerías de señoras (adónde acompañábamos a nuestras madres con vergüenza infinita, soportando estoicos los eternos "estás hecho un hombrecito") y lo hacía rodeada de animales exóticos cuya supervivencia la ex-sex-symbol representaba como apoderada de las causas justas entre el famoseo aburrido y pasteloso de los ochenta.

Por esas fechas, los niños españoles de mi generación aprendíamos sobre animales y ecología de la mano de Félix Rodríguez de la Fuente, un verdadero artista cuya temprana muerte lloramos casi tanto como la de Chanquete, hasta el punto de venderse como rosquillas la canción que Enrique y Ana compusieron, con gran visión comercial por parte de su casa discográfica. "Amigo Félix" sonó más de un verano en la radio, porque entonces aún las canciones sobrevivían unos meses en la memoria colectiva (aún no teníamos MTV). No muy distante en el tiempo, recuerdo la voz de Roberto Carlos, en su precioso castellano acariocado, llorando las ballenas y sus grasientos asesinatos, y recuerdo perfectamente llegar a la adolescencia con una más o menos hipócrita educación medioambiental (en pañales, vista desde la perspectiva del tiempo que ha pasado).

Años después, ante la creciente concienciación sobre los derechos de los animales, empecé a sospechar, sin motivo aparente, de la evolución que las ideologías ecologistas habían tenido, desde su rebeldía hippiesca de los setenta, hasta el estatus de política gubernamental, ejercida desde arriba como un nuevo código de comportamiento dotado de caracteres religiosos.

A medida que se acercaba el cambio de milenio (a poco de que el hombre del saco del Telón de Acero se convirtiera en un carnaval y el muro de Berlín acabara a trozos en los Hard Rock Cafés ã de medio mundo, rodeado de luces de neón post guerra fría) la nueva verdad revelada del conservacionismo-conservadurismo ecológico se apoderó del vacío en el apartado villano de la película, y desempeñó a las mil maravillas el rol de amenaza catastrófica universal sin el que nuestro año dos mil habría sido una rareza histórica. Luego, claro, pasó lo que pasó, y hoy por hoy, a principios del XXI, como si Godofredo de Bouillon se hubiera vestido de gangster rapper y el Cid Campeador de marine con gafas de visión nocturna, a las interinas amenazas de meteoritos gigantes, sidas exterminadores y demás rayos jupiterinos ha sustituído el familiar moro Muza de piel morena y almalafia sospechosa, y la lucha por la salvación de las nutrias marinas californianas ha dado paso al antiterrorismo global, alerta y en guardia, con los Santos Lugares de nuevo en el pebetero de la vida y de la muerte. Dios, el dios de toda la vida, el varón avejentado pero poderoso, de albas melenas venerandas y barbas de plata pura, ha vuelto a tomar el mando, que seguramente tuvo que descuidar para tomar cartas en asuntos de otros planetas, y a la madre Gaya la ha mandado a freír espárragos, sin agradecerle siquiera el detalle de cuidarle el tenderete de las verdades reveladas y oficializadas durante esas décadas dificilillas de finales de milenio.

Y como no podía ser menos, la Brigitte Bardot post SIDA, no sé si envuelta ya en abrigo de pieles, se dedica en estos años de la dinastía Bush a escribir libros no sobre animalitos esta vez, sino sobre temas mucho más acordes con lo que de verdad importa, verbigracia la falta que le está haciendo al mundo occidental una limpieza étnica, en el más puro estilo tradicional de la palabra, porque se nos está llenando la cocina de amulatados y cuartagos --con pasaporte, desodorante y zapatos de Armani algunos-- pero trayendo consigo la semilla de la perfidia moruna y/o africana, por no decir sudaca, que también se está dejando ver por la Europa de María Santísima una morisma aindiada que levanta sospechas por edificios ministeriales y entidades bancarias.

Yo, como digo, venía sospechando desde hace mucho, que detrás de preocupaciones exageradas por el futuro de tal o cual especie de rana de colores se escondía un marionetero con hilos de material reciclable y agenda conservadora. Que por debajo del pietismo bichófilo se escondía y se esconde una "justificada" ignorancia de aquellos niños etíopes o vietnamitas que, en cosa de una década, dejaron de ser tema de conversación en los salones liberales y bienpensantes del mundo rico, para ser sustituidos por los gatos sin hogar víctimas de abuso psicológico, o por gorilas casi extintos en cuyo favor se celebraban y se celebran festivales benéficos y campañas de concienciación. Que mientras hombres y mujeres de colores equivocados se mueren de asco y de hambre en los confines de los parques naturales, jodidos hasta la saciedad por el colonialismo, el post colonialismo y el Banco Mundial, la piedad mal entendida de quienes tienen tiempo y dinero para practicarla se ocupa en fundar sociedades para la defensa de espacios protegidos o y osos panda, lo cual no me parecería malo si acompañara a una campaña igual de universal para la erradicación de la malaria.

Que detrás de la máscara del "salvemos el planeta" se escudan los intereses de la única parte del planeta que nos conviene "salvar" y que suele coincidir con nuestros propios países. Que detrás de la supervivencia de muchas especies africanas de sabanas inmensas se esconde la sangre de esos mismos negritos que a nadie les importa un bledo, porque dizque de salvajes paganos han pasado a ser cazadores furtivos, asesinos de elefantitos que de otro modo podrían dar de fotografiar a unos cuantos turistas americanos o europeos, que tanto monta.

Claro que no se puede echar por la borda toda una creencia o todo un sistema ideológico como el del ecologismo por culpa de algunas brujas pochas como la Brigitte Bardot, que donde fueron sex-symbol se hicieron animal-lovers se hicieron racistas de nombradía se harán espectros de una época. No se puede negar que la gran mayoría de los habitantes de las partes ricas del planeta no pondrían por delante de la vida de un semejante la de una florecilla endémica de una zona montañosa, por muy a punto de extinguirse que la segunda estuviera. Pero sí se puede afirmar que detrás de la apropiación del discurso de conservación de la Naturaleza por parte de poderes y gobiernos se deja ver la milenaria táctica de desviar la mirada hacia otros problemas, otros enemigos visibles o invisibles. Y conviene recordar que una de esas nuevas santas de la nueva religión, que entregaron su vida y fortuna a la salvación de nuestros primos los primates africanos, no tuvo reparos en ordenar a sus voluntarios que dispararan contra esos otros africanos, nuestros hermanos los cazadores furtivos tan malvados y salvajes, y tan infinitamente menos merecedores de compasión que los parientes peludos, muchísimo más lejanos que el furtivo más furtivo y más negro y más salvaje del mundo.

Ahora resulta que el poder, a quien nunca le ha importado el estado de conservación de la jungla amazónica, por mucho que así nos lo haya hecho creer, tiene pensado taladrar la tundra de Alaska, para sacar más petróleo, y arrasar de paso nosecuántos kilómetros cuadrados de reserva natural. Y el mundo de los que se preocupan por la salud del planeta parece haberse despertado de una historia de amor, como la que creyeron vivir con Clinton, con una puñalada trapera de ese mismo poder que se había servido de ellos para meter en cintura a los que no cuentan, y acallar los gritos de angustia de los indios masacrados en el Amazonas por las mismas compañías que sufragan expediciones de buena voluntad y anuncios super políticamente correctos en National Geographic.

Y así, mis estudiantes estadounidenses (envueltos de punta a rabo en ropa de marcas deportivas confeccionada en talleres de niños esclavos en cualquier suburbio de una gran ciudad del Extremo Oriente) llegan a la clase de español dispuestos a hacer una presentación oral sobre el medioambiente. Y hablan con lo que nos queda de idealismo de especies en peligro de extinción en la América Latina, o de ecosistemas amenazados de repúblicas empeñadas hasta el gollete en deudas impagables, exprimidas por minorías acriolladas que sólo están en peligro de extinguir a sus compatriotas menos afortunados, y sangradas por multinacionales que ya no son sólo gringas, sino que también vienen de la nueva España, el nuevo paraíso europeo para las gentes de buen bolsillo. Pero eso les importa poco a los de generaciones posteriores a la Brigitte Bardot de idealismos antañones, y nos quedamos a la puerta del problema, contando las parejas de quetzales y no las de niños que se mueren, hoy en día, de enfermedades medievales en los barrios pobres de Estados Unidos, sin ir más lejos.

A nosotros, a mis estudiantes y a mí, lo que nos priva es el Discovery Channel, no Nietszche, y lo que nos fastidia es que todavía haya burrobestias por esos mundos de Dios que anden matando tan noble bestia por sacarle no más unos kilos de marfil al negocio, mientras los que sí tienen dinero para comprar colmillos decorativos para la sala de estar defienden con una mano la perforación petrolífera de Alaska al tiempo que con la otra pasan leyes contra la crueldad hacia nuestros amigos los animales.

Pero que no se escandalice nadie, porque al fin, reconciliar posturas racionalmente excluyentes es y ha sido siempre dote humana, y si no que se lo pregunten a los ecologistas abertzales de confesión supuestamente libertaria y pro-conservación del medio ambiente (el de Euskal Herria), que sin embargo se agrupan en un movimiento nacido de las iras racistas decimonónicas de un inventor de limpiezas de sangre tardío, acojonado hasta la médula por el mestizaje. Mezcolanza que, quieras que no, se le acabó colando por la puerta del caserío, y se le acabará sentándose en la cocina, sirviéndose unas copas de txacolí, y estropeándole de una vez por todas el erre hache.

Y todo ello, sin que la extinción de más especies a manos de nuestra insoportable ignorancia cambie demasiado el curso de la Naturaleza, cuyos somos, por mucho que queramos negarlo. Y por tanto, contingentes como las ranas de colores. Así que menos humos, humanos, tanto de los tóxicos como de los divinos, que tampoco se perderá demasiado el día que nos sobrevivan las cucarachas, y más se perdió en Cuba, si bien se examina.

Ángel González García

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