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Cuadernos de Lavapiés

Aullemos, dijo Saramago

Anoche Saramago habló con su acento maravilloso, y aulló también, perro portugués como los que corean la partición de la balsa ibérica en una de sus novelas.

Habló Saramago de la democracia, de la verdad, la justicia, la bondad y la decencia. Aulló, "para que se le oyera" e invitó a aullar a todos los seres humanos de buena voluntad y entendederas, "para que se nos oiga", para que la democracia sea algo más que "lo menos malo", y la justicia recupere las posibilidades que nunca ha tenido.

José Saramago, además de un maravilloso escritor, es un hombre bueno, que defiende lo bueno, lo justo y lo necesario. La bondad y la justicia que defiende Saramago no son las del idealista de cabello plateado que vive a espaldas de la realidad, con su sangre y sus suciedades. La utopía que postula es la necesaria, la pragmática, la egoísta si se quiere. En su último libro, el 83% del electorado de un país vota en blanco. Lo hacen para protestar sobre la naturaleza formal y hueca de la democracia en que viven (vivimos). Lo hacen con un afán colectivo de utopía, pero con los pies en la tierra con que se construye la realidad. Como ese alfarero, protagonista de otra de sus novelas, que sigue trabajando en su taller, a sabiendas de que es lo único posible, en un mundo que ya le ha condenado a la nada.

Saramago aúlla pidiendo justicia, y su utopía es la del sentido común. Su denuncia es la obvia: cuando dice que la democracia no será plena hasta que los poderes verdaderamente fácticos dejen de ser los del gran capital, Saramago tiene los pies en la tierra, no se entretiene en ensoñaciones. Cuando propone el diálogo, el poder de la bonhomía, la honradez en la política, la justicia en el dinero, no lo hace desde la lejanía de lo teórico. Sabe que la utopía es en realidad el único camino sostenible, posible, deseable y realizable. Son las otras, la ideas que han sostenido al mundo desde que tenemos memoria, las que andan descarriadas entre idealizaciones empecinadas y condenadas al fracaso. Nada hay más utópico e irrealizable que el axioma neoliberal de que la riqueza concentrada en unas manos acabará revirtiendo en la riqueza de la sociedad y la mayoría de sus miembros. O un porcentaje decentemente alto de ellos. Nada más ensoñador que pretender la paz donde sembramos injusticias.

El egoísmo bien entendido empieza por todos nosotros. Sostener que siempre habrá ricos y pobres no es realista, sólo es insuficiente. Mientras tengamos que seguir viviendo juntos, sólo nos mantendrá a flote la persecución de la utopía.

Iñaki Gabilondo, que entrevistaba a Saramago, lo llamó "brujo", porque en su libro, escrito hace ya algunos años, aparecen extrañas coincidencias con los sucesos acaecidos recientemente en España. También en la ficción de Ensayo sobre la lucidez hay un atentado contra un tren, y también en la novela la acción ciudadana, espontánea y pacífica, da un vuelco impensable a la situación política del país. Más que brujo, Saramago parece un chamán de la "tribu de la sensibilidad", que es una bonita forma de llamar a los artistas, a los escritores, a los músicos. Y pareció anoche un chamán cuando, con sus musicales sibilantes lusitanas, dijo: "están pasando cosas extrañas", refiriéndose a la esperanza, a la voluntad de cambiar el mundo.

"Otro mundo es posible", he visto ondear en algunos balcones de mi barrio de Lavapiés, y he sentido algo de esperanza. Anoche, en el teatro Alcázar de Madrid, un perro portugués encarnado en chamán trajeado lo reiteró entre verdades y bellezas. "Aullemos, dijo el perro, para que se nos oiga.

Ángel González García

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