Starbucks
El día de la boda del heredero y la periodista, salgo por fin a la calle cuando todo ha terminado. A dos esquinas de mi casa hay una taberna. Leo lo último de Muñoz Molina, Ventanas de Manhattan. A Muñoz Molina le gustan los Starbucks de Nueva York. Allí puede tomar café tranquilo y mirar al viandante sin que le interrumpan lectores coñazo o conocidos de pacotilla. Yo, en cambio, los odio a muerte (a los Starbucks), porque durante años fueron la única alternativa, porque sirven el café en tazas de cartón, porque te obligan a hacer cola para pedir uno, porque no saben lo que es un cortado, y porque no te dejan fumar en ellos. Ver uno ahora en plena calle de Alcalá me da un escalofrío de miedo que sólo remite si paso por delante de un Burger King y lo veo vacío.
Leo un rato a Muñoz Molina en una taberna a dos esquinas de la mía. Las paredes son de piedra berroqueña y gruesa, de ésas que hacen que las casas de Madrid parezcan trozos de sierra reeducados, y sus bodegas, cuevas. Al otro lado de la pared junto a la que tomo café se imprimió la primera edición de la Segunda Parte del Quijote y eso, de alguna manera, me hace sentir bien.
Dejo un rato a Muñoz Molina y tomo el periódico del día. Por un euro, de esta simple forma, tomo café y leo la prensa. Un lujo.
Ángel González García
Leo un rato a Muñoz Molina en una taberna a dos esquinas de la mía. Las paredes son de piedra berroqueña y gruesa, de ésas que hacen que las casas de Madrid parezcan trozos de sierra reeducados, y sus bodegas, cuevas. Al otro lado de la pared junto a la que tomo café se imprimió la primera edición de la Segunda Parte del Quijote y eso, de alguna manera, me hace sentir bien.
Dejo un rato a Muñoz Molina y tomo el periódico del día. Por un euro, de esta simple forma, tomo café y leo la prensa. Un lujo.
Ángel González García
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