Helicópteros en Lavapiés
En Lavapiés nos estamos acostumbrando a los helicópteros. Va para tres meses que sus tableteos lepidópteros nos abanican el barrio, así que ya poca gente se queda mirando al cielo, como si levantando el ceño al aparato pudiésemos descifrar a qué o quién vigila.
La sucesión de acontecimientos trajo mayor vigilancia policial, y llegó a notarse. Pocas semanas después del atentado ya se pudieron presenciar arrestos de prepúberes ilegales por parte de policías de paisano. Pero la boda ya ha pasado, y las carteras descuidadas de los ojos del mundo que cuenta se han posado en otras esquinas de otras calles. La cara invisible del helicóptero sigue vigilando desde arriba, pero a nivel de calle, la inseguridad ha vuelto, como los cangrejos tras la tormenta.
Acabo de llegar del mercado, y por el camino he visto a tres niños, menores de 13 años, que se repartían entre risas, bromas y veras, un pequeño tesoro que el de en medio portaba. Podrían haber sido tres rinconetes de Murillo disputándose una raja de sandía. La música de fondo bien podría haber sido la de una zarabanda sincopada, de sacabuches y añafiles, de atambores y cajas.
Se trataba, en cambio, de tres niños magrebíes que discutían en árabe por el privilegio de vaciar de su contenido un bolso de señora, fresco aún y palpitante como una presa no del todo exánime. La banda sonora, mientras tanto, era la interpretada por las aspas del helicóptero. Con la impunidad que otorga la luz de la tarde joven, los tres jóvenes pícaros han seguido escarbando en el bolso, tras comprobar que la presencia que invadió su teatro de operaciones era la mía, y no la de un agente de seguridad. Mientras hurgaban en su tesoro, los tres han mirado hacia el cielo. Algo han dicho en árabe que no he sido capaz de entender. Pero sí he podido notar que la presencia del aparato volador suspendido sobre sus cabezas les ha hecho tanta gracia como a mí.
La sucesión de acontecimientos trajo mayor vigilancia policial, y llegó a notarse. Pocas semanas después del atentado ya se pudieron presenciar arrestos de prepúberes ilegales por parte de policías de paisano. Pero la boda ya ha pasado, y las carteras descuidadas de los ojos del mundo que cuenta se han posado en otras esquinas de otras calles. La cara invisible del helicóptero sigue vigilando desde arriba, pero a nivel de calle, la inseguridad ha vuelto, como los cangrejos tras la tormenta.
Acabo de llegar del mercado, y por el camino he visto a tres niños, menores de 13 años, que se repartían entre risas, bromas y veras, un pequeño tesoro que el de en medio portaba. Podrían haber sido tres rinconetes de Murillo disputándose una raja de sandía. La música de fondo bien podría haber sido la de una zarabanda sincopada, de sacabuches y añafiles, de atambores y cajas.
Se trataba, en cambio, de tres niños magrebíes que discutían en árabe por el privilegio de vaciar de su contenido un bolso de señora, fresco aún y palpitante como una presa no del todo exánime. La banda sonora, mientras tanto, era la interpretada por las aspas del helicóptero. Con la impunidad que otorga la luz de la tarde joven, los tres jóvenes pícaros han seguido escarbando en el bolso, tras comprobar que la presencia que invadió su teatro de operaciones era la mía, y no la de un agente de seguridad. Mientras hurgaban en su tesoro, los tres han mirado hacia el cielo. Algo han dicho en árabe que no he sido capaz de entender. Pero sí he podido notar que la presencia del aparato volador suspendido sobre sus cabezas les ha hecho tanta gracia como a mí.
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