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Cuadernos de Lavapiés

Rally en el Paseo del Prado

Cuando estoy muy, muy aburrido, salgo de rally por el Paseo del Prado. Comienzo en Cibeles y llego hasta Neptuno (a veces Atocha), recogiendo en cada esquina, en cada semáforo, en cada paso de cebra (porque mis rallies son de a pie), una pequeña octavilla, propaganda de restaurantes para turistas y buffets libres.

En los EEUU, mientras tanto, miles de personas se asocian en clubs de andarines de mall, se calzan sus zapatillas de deporte, montan en sus coches y conducen al centro comercial más cercano. Allí no se entregan al único vicio permitido por el capitalismo de suburbio y automóvil, el consumo, sino que se dedican a dar vueltas en círculo, pegados a los escaparates, deslizándose en parejas por el suelo enmoquetado, ajenos a la música ambiental y a las apetitosas ofertas. “¡Qué digna actitud dirán algunos, “marginarse así de la vorágine consumista, y cambiar el destino comercial del edificio por obra y gracia de la sabiduría popular.” Yo, que los he visto caminar como zombis por las galerías de falsa plaza de los centros comerciales de medio país, siento pena, más que admiración. Parecen hámsters haciendo rodar su aburrimiento y su encierro. Porque una gran parte de los estadounidenses viven encerrados, prisioneros de sus casas sin calles, de sus ciudades sin barrios, plazas ni avenidas, cautivos en sus automóviles y sus hogares, huérfanos de ciudad y civilización.

Los centros comerciales, donde la temperatura permanece ajena a la exterior y todo es mucho mejor que la realidad, han terminado por sustituir plazas y mercados, calles y tiendas. Casi cada pueblo tiene a media hora o menos uno de estos parques temáticos de la compra al por menor, mientras que sus centros urbanos han quedado muertos, y aparecen como fantasmas, como fotogramas salidos de una película de holocausto nuclear. Dentro del mall, da igual si uno se encuentra en Buffalo que en Tampa, siempre hace la misma temperatura. Las tiendas son franquicias de un número limitado de marcas, y en vez de tabernas se puede escoger entre otro corto número de franquicias del fast food.

Fuera, aparcamientos enormes aseguran que toda la vida social (o lo que quede de ella), todo el comercio y todos los pasos dados tengan lugar dentro del mall. Los adolescentes, que a pesar de todo siguen siendo seres más sociales que el resto de animales humanos, se juntan en el centro comercial, como lo hacen en plazuelas y parques los chicos/as españoles/as. Sólo que los de EEUU no pueden comer pipas y charlar de sus cosas, porque al mall se viene a consumir, y si no tienes para comprar, disimula al menos el acto, y ve aprendiendo para cuando tengas una nómina o una tarjeta de crédito.

Y alrededor de estas jaulas enmoquetadas de climatización perfecta dan vueltas los mall walkers. Un servidor, en cambio, se va de rally por el Paseo del Prado. Siempre que me ofrecen una octavilla la tomo, y siempre me dan las gracias, porque a ellos les pagan por darlas, y si la gente no las quiere, mal asunto. Ellos saben que la voy a tirar sin mirarla, pero me lo agradecen, y yo me lo tomo como un punto de control, uno más en mi tramo no cronometrado. “Tíralo tú”, vienen a decirte, porque ellos no pueden y no deben. Su misión es repartir propaganda de restaurantes baratos, y que sea el viandante el que tire la octavilla.

Quien mandó hacer el Ministerio de Sanidad y Consumo, aquí mismo en mitad de mi recorrido aburrido, hizo algo semejante. Un edificio tan feo en pleno Paseo del Prado es como una octavilla. “Encárguese usted de tirar lo que le dejo entre manos”, parecen querer decirle al futuro su fea fachada y peor catadura. Así que cruzo al otro lado, y el trámite me supone tener que aceptar más publicidad de buffets libres, pero no me ofusco. Las acepto, no como otros, que reaccionan hoscos ante los pobres repartidores, inmigrantes todos, que malviven llenándonos los bolsillos de octavillas. Yo no me enfado, aunque a veces llegue a casa con los bolsillos llenos de papel inútil. En el Paseo del Prado, al menos, el que pretenda hacerme consumir debe trabajárselo. En los centros comerciales de la América suburbana y rural, el paseante ha muerto, y sólo queda lugar para el comprador, al que no le queda ni la opción de cambiar de acera.

1 comentario

Baobab -

Muy interesante la observación. Este tipo de cosas son las que te cuentan en la Escuela sobre la diferencia entre el Urbanismo americano y el europeo. La verdad, no concibo una ciudad sin aceras. Y lo del mall define perfectamente lo que es: un sitio donde se va exclusivamente a consumir. Por eso cuando voy al cine y quieren ir a uno de éstos gigantes de la perifera pregunto: "y qué haces al salir, te vas de paseo por el descampado?". No compensa el sonido Surround si luego no puedo disfrutar de la ciudad.
Te seguiré.