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Cuadernos de Lavapiés

Tom Cruise y la Contrarreforma

En 1623, el Príncipe de Gales se plantó en Madrid, sin avisar y de incógnito, acompañado tan sólo por el Duque de Buckingham. Venía el inglés a casarse con la infanta doña María, hermana del católico monarca don Felipe el IV de su nombre, el que mira a Ópera desde la Plaza de Oriente. Lo cuenta Manuel Fernández Álvarez, e informa de cómo el problema confesional amenaza la buena marcha de la alianza anglo-hispana: el anglicanismo profesado por el heredero al trono de San Jorge parece impedir la aceptación del enlace, en un tiempo en que la obediencia o desobediencia a Roma eran razón de estado a nivel continental.

El caso es que la ciudad decide tomar cartas en el asunto, y se organiza una rogativa por la conversión del herejote britón, costumbre nada rara en tiempos de inundación, sequía, fuego o terremoto, y que sólo hace poco se ha abandonado en favor de peticiones de fondos de cohesión europeos, que parecen más eficaces que las antiguas novenas a la virgen o santo patrón de turno. Así, el cardenal primado de España decide que, puestos a hacer las cosas, mejor es hacerlas bien, y organiza a las órdenes religiosas con sede en la Corte, para que de los conventos, parroquias, basílicas, seminarios, vicarías, sacristías y beaterios de Madrid salga una mar océana de penitentes, que procesionan con desparpajo por las calles de la ciudad:

...unos con calaveras y cruces en las manos, otros con sacos y cilicios, sin capuchas, cubiertas las
cabezas de ceniza, con coronas de abrojos, vertiendo sangre; otros, con sogas y cadenas a los cuellos,
y por los cuerpos, cruces a cuestas, grillos en los pies, aspados y lisiados hiriéndose los pechos con
piedras, con mordazas y huesos de muertos en las bocas, y todos rezando salmos. Así pasaron por la
calle Mayor y palacio, y volvieron a sus conventos con viaje de tres horas, que admiró a la Corte y la
dejó llena de ejemplos, ternura, lágrimas y devoción. (León Pinelo, "Anales de Madrid", ed. de M. Fdez.
Álvarez)

Fernández Álvarez cita al cronista León Pinelo, contemporáneo y orgulloso conciudadano del devoto desfile de flagelantes, penitentes, harapientos voluntarios y/o forzosos, nubarrones de incienso y estandartes divinos. Habrá que imaginarse, nos dice el historiador, a más de un Lazarillo de carne y hueso, o a un Guzmán de pelo en pecho, chupando la calavera de un desgraciado ignoto, mientras uno de los muchachos callejeros de Murillo le molía la espalda a cintarazos, haciendo que la sangre salpicara el guardainfante de una dama de la devota audiencia, en un gesto galante que ponía cachondas a las españolas de hace 400 años. Al de Gales, en cuya isla habían pasado el siglo precedente aboliendo pasiones cofrades y tendencias rocieras, se le quitaron las ganas de volver al redil romano al ver semejante espectáculo, y al final la boda no tuvo lugar, como tampoco lo hubo para la alianza duradera con el inglés. Cierto que tanto el Caribe como las ciudades españolas del Atlántico se habrían ahorrado las iras anglicanas, en forma de invasiones, quemas y saqueos, de no haberse asustado el príncipe inglés ante el barroquismo religioso/sangriento madrileño, pero a la postre ni el hereje quiso convertirse ni los españoles abandonaríamos el gusto por la sangre de Cristo hasta fecha más o menos reciente, dependiendo de la latitud.

El caso es que cada mochuelo volvió a su olivo, y el inglés se fue a seguir provocando la emigración de puritanos a Boston, mientras que los últimos Austrias hispanos se envolvían en nubes de incienso antes de hacer mutis por el foro de la Historia. Los flagelantes sado maso de las procesiones volverían a su claustro, o a pedir a la puerta de una iglesia, o a robar bolsas en las gradas de San Felipe, y no habría más sangre afrodisíaca y (per)vertida por las esquinas de Madrid, hasta que se organizara el siguiente Auto de Fe en la Plaza Mayor (acontecimiento éste que nunca se hacía esperar mucho).

Hoy, en Madrid y en Semana Santa, se forman colas larguísimas de coches que se llevan a la playa a la gran mayoría, y las pocas procesiones sólo las miran con curiosidad los escasos turistas y los ojos atónitos de los dependientes chinos de las tiendas de toda esquina que se precie. En los sex shops de Atocha, los conjuntos de cuero fetichista no recuerdan a la parafernalia barroca de sayal y esparto, y sólo detrás de alguna puerta escondida gira un torno de madera escupidor de mantecados artesanos, que se pueden pagar con euros de vellón, Visa o American Express.

Sin embargo, ayer, frente al Congreso de los Diputados y a lo largo de la calle del Prado, se montó un chiringuito, digno heredero de los que patrocinaba el Santo Oficio en sus buenos tiempos. Gradas, equipos de luces, escenarios múltiples, tremendos sistemas de sonido, puestos de grabación de cámaras simultáneas, y otras joyas de sacristía digital festoneaban la calle del Prado hasta llegar a la puerta de la nueva sede de la Iglesia de la Cienciología en España. El evento semejaba un estreno holliwoodiense, con alfombra roja y lluvia de confetti dorado y plateado, con presencia de medios informativos y asistencia de estrellas de mucho vuelo, entre los que sonaba el nombre de un príncipe moderno, aunque no de Gales.

El edificio del Congreso, que en otros tiempos ya pasados también fue templo de los ideales de una parte de la sociedad, queda en un segundo plano. La estatua de Cervantes rabia ansiando ser el metal fundido de los cañones de una galera turca, reposando castamente en el fondo del Mediterráneo. Los leones de la Cortes responden con un guiño de sorna no exento de nostalgia, que también el bronce puede tenerla, máxime cuando se le acogota con espectáculos de tamaño mal gusto.

En el ambiente se masca la posible aparición de Tom Cruise, como un nuevo cardenal Adriano, para poner el broche de oro a la fiesta, pero hasta entonces, una banda de swing trasnochado, con trajes a la Dick Tracy (color azafrán) atruena el barrio con una comparsa penosa y colonial (en el peor sentido de la palabra). ¿Mirarían los sacerdotes de Tenochtitlán a los capellanes de Cortés con el mismo irónico despecho con que observo a mi alrededor a los fieles cienciólogos, vestidos de tonos negros y rostros anglosajones? ¿Se acercarían con curiosidad los padres Jerónimos de la carrera cercana, a husmear entre congregaciones de herejotes, como solían hacerlo en tiempos de Felipe II, de veleidosidades luteranas de intramuros? ¿Qué diría, en fin, Neptuno, desde allá abajo? Aunque dudo que el dios del mar que oculta los cañones turcos de Lepanto se asombrara de ver, trescientos metros más arriba de Planet Hollywood y Starbucks, el nuevo templo de la Nueva Iglesia Española de la Cienciología, ocupando un edificio que, al precio que la propiedad inmobiliaria en el área, bien pudiera costar lo que varias ciudades del Medio Oeste americano.

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