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Cuadernos de Lavapiés

La puta que pelaba una naranja, o Cómo hacer costumbrismo en el tercer milenio

A enero aún le quedan un par de domingos, pero los dos últimos días están siendo tan primaverales, que casi parecen de invierno sevillano, sólo que sin brumas béticas ni nieblas marismeñas, que por algo estamos en Madrid.

El que esto escribe, que de mayor quiere ser escritor costumbrista, o escritor a secas, aunque sea de los malos, no ha ido hoy a trabajar. Ha “medio ido”, pues en el camino, equidistante entre casa y oficina, razones que no vienen al caso le han concedido el viernes libre, y se ha desayunado la mañana soleada dando un paseo de los que sólo podía permitirse cuando estaba en el paro (toco madera como un autómata supersticioso, valga la contradicción).

Como desempleado, el costumbrismo daba mucho juego: los paseos sin rumbo, de entrevista en entrevista, de rechazo en rechazo, eran fuente de ideas. El ahorro en abono de transportes daba lugar al gasto en suelas, y tras cada esquina y en cada glorieta esperaban escenas de sobra costumbristas, ingeniosas las más de las veces, con vocación de despertar algún día las nostalgias de un lector, aunque fuera después de muerto el que esto escribe (toco madera de nuevo). Siempre había tiempo para sentarse en una plaza soleada y apuntar en una libreta ideas, escribir relatos o describir escenas. El problema era cómo hacer llegar eso a un lector, que con uno era a veces suficiente.

Hoy, con trabajo, horario y salario, el que esto escribe va y viene en metro al trabajo, y no camina ya a la caza de cuadros de costumbres, de escenas del Madrid de comienzos del siglo XXI, una ciudad que también necesitará algún día de quien la cuente a los que nunca podrán verlo, a ésos que algún día pensarán en ella con un infundado sentimiento de nostalgia, de ésa misma que hoy ya expresamos por el Madrid de la Transición, o el de la Movida. A cambio, al llegar de la oficina y si no está muy cansado, el que sigue escribiendo puede hoy, con encender dos botones, escribir y publicar lo que se le venga en gana, aunque no lo lea nadie. Son cosas de la tecnología Wi-Fi aplicadas al costumbrismo que quiere ser literario.

Estábamos entonces con que el viernes llegó regalado, así que, aplicando el proverbial desprecio por la ortodoncia equina, un servidor se dispuso a volver a casa por el camino más largo y lento, haciendo caso omiso de rutas pedestres recomendadas por el Excmo. Ayuntamiento y su no menos excelente Concejalía de Turismo. Caminando sin maletín y sin prisa, con vocación de perderse, es fácil encontrar la Plaza de San Ildefonso. Lo que ya no es tan fácil es detenerse y mirar, y darse cuenta de que este trozo de la ciudad tiene el mismo encanto que un animal en vías anchas de extinción. Un animal vivo, vivaraz y lleno de energía, que no se da cuenta de que puede ser el último representante de su especie. En la Plaza de San Ildefonso, por haber, hay un horno de pan con un luminoso del siglo pasado que reza “Panis Quotidie”, algo que dicho a secas puede no tener importancia, pero que se reviste de ella cuando se da uno cuenta de que a pocos metros, en la Gran Vía, acechan depredadores dispuestos a devorar al último ejemplar de una especie legendaria: un “Pans & Company” rodeado de su cohorte de McDonald’s y Starbucks.

También hay en San Ildefonso una iglesia antigua, simple, mesetaria de pueblo, de tejados pizarrosos, que encierra un retablo dorado y circunvoluto. Las fachadas de la plaza están llenas de balcones, y los tejados hacen coro a la torre, algunos con más suerte que otros, pues los hay que se caen. No hay ninguna agencia inmobiliaria a la vista, y el estado de algunas fincas se pone de acuerdo con el ambiente que flota, al sol de esta primavera temprana y desorientada, ambiente de plaza de pueblo castellano, donde todavía hay viejos y niños que compran pan cotidiano. Por si cabía duda, suena la campana de la iglesia de pueblo.

A la vuelta de una esquina, todo cambia, y en vez de hornos latinos hay tiendas de ropa alternativa, cara y marginal, valgan las contradicciones. Dos manzanas más allá, la calle Fuencarral tienta a comprar zapatillas deportivas con música dance o chill out o a probarse un abrigo que bien pudiera parecer digno del ganador de un Goya en la noche de la ceremonia. Ahora sí se ven inmobiliarias, más que tiendas, y al aire de pueblo se lo lleva un viento cosmopolita, agradecido y contento de que se haya terminado de una vez el siglo XX, el que en mala hora nació. Así, a muy pocos minutos de la plaza del pueblecito amanchegado donde casi casi picotean las gallinas, se llega a la Gran Vía, y el escritor que quiere ser costumbrista deja de acordarse de los jubilados que lagartean el sol en sus bancos, para hacerlo del Excmo. Sr. Alcalde, don Alberto Ruiz Gallardón, no con ánimo de insultar, sino por mera asociación de ideas.

En sus tiempos, cuando el siglo XX era el futuro, la construcción de la Gran Vía de Madrid supuso y suscitó lo que hoy se encargan de hacer las obras Gallardonianas que están haciendo de esta ciudad un espacio urbano de nunca acabar. Por entonces, todo un barrio de callejas y plazuelas tan de otro tiempo como la Plaza de San Ildefonso sucumbieron al progreso, representado por la línea recta y anchurosa de la nueva avenida. Como ahora, las autoridades respondieron a las quejas pintando las delicias que supondría la calle, una vez estuviera terminada. Hoy, la Concejalía de Obras Públicas, o la de ilusionismo didáctico, elabora imágenes computerizadas para convencernos de lo cuco que va a estar Madrid cuando todo acabe. Como si estas cosas acabaran.

Al final, la Gran Vía nació, se hizo mayor y adquirió un pasado, tan convincente o más que el de las calles y barrios que murieron por su culpa. Hoy, Tom Cruise y Angelina Jollie vienen de vez en cuando a estrenar una superproducción, y no ven grúas ni terraplenes, ni siquiera la antigua Red de San Luis, marquesina venida a más, que hoy reposa en el pueblo natal de su autor. Más abajo de donde estuvo, la calle Montera se viste de prostituta, y Madrid de estibador portuario, aunque esto último sólo a veces, a ciertas horas, si se da la necesaria conjunción de luces, olores y colores que permita en ensalmo de creer que allá abajo hay un muelle, un rompeolas y una lonja, en lugar de la Puerta del Sol. Y en la calle de la Montera, una puta se apoya en el escaparate de una tienda de novias, y pela una naranja a las doce del mediodía del viernes, y el olor cítrico de su tierra le llega al escritor costumbrista mientras la mira a ella, real y en tres dimensiones de carne en alquiler, en fuerte contraste con la pareja de maniquíes en postura de decir “sí quiero”. “Como si querer importase”, dice entonces la puta, y a continuación se mete en la boca un gajo de naranja.

 

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