Tragabuzos
Como muchas otras ciudades españolas,la Sevilla de los años setenta creció a trompicones, digiriendo malamente el atracón de campesinos desubicados, metiéndolos en barriadas que se construían lejos de todo, más allá de lo que fueron huertas, luego vertederos y, al final, fronteras poco practicables que protegían al centro de sus adiposidades prefabricadas.
Primero aparecían los pisos piloto, perfectamente amueblados para atraer candidatos a vecino, y al poco se levantaban los bloques, que antes de terminarse ya se rellenaban de familias obreras, contentas muchas de ellas ante la expectativa de tener (por vez primera algunos) baño dentro de la propia vivienda. No había infraestructuras, que era una palabra bastante confusa, cuyo significado aún no teníamos claro. En los bajos de aquellos bloques completamente iguales había sitio para locales comerciales, que tardaban bastantes años en abrirse, y por eso casi todos compraban a los ambulantes, o en los mercadillos que se formaban en los confines de los vertederos. Tampoco había jardines, ni árboles, y todo era gris y tenía el color del cemento. Donde pocos años antes hubiera naranjales, nosotros sólo vimos hormigón, un hormigón que retrasaba la primavera mientras en el centro (tan lejano sin autobuses) florecían los azahares y sonaban los tambores de una Semana Santa que nunca pasaría por nuestras calles.
Cuando llegaban el invierno y la lluvia (nuestro remedo de invierno, según aprendí después, a base de latitudes), los descampados y las plazas artificiales de las barriadas se inundaban, y lo que hasta entonces había sido un campo de fútbol se convertía en un enorme estanque, un océano misterioso donde aventurarse a estrenar las botas de goma. Las prohibiciones maternas, por supuesto, acicateaban la tentación, y allá que abandonábamos los trompos, canicas, tirachinas y balones, dispuestos a meternos en la parte más profunda de las charcas, que siempre imaginábamos abisal, a pesar de tratarse de la misma plazuela de albero donde días antes habíamos estado jugando. Pero el agua, de pronto, había cambiado lo cotidiano, lo aburrido, en un misterio sin ranas, sapos, ni peces, pero en el que se escondía lo desconocido, bajo el terrible nombre de tragabuzos.
Todos los niños de todas las barriadas conocían de buena tinta la historia de algún niño que, desobedeciendo a su madre y calzado con sus katiuskas de goma, había terminado por desaparecer, engullido por un tragabuzos. A veces, asomados al bordillo, mirábamos ensimismados a un punto concreto de la charca, donde la imaginación de todos adivinaba la espiral letal de un remolino sin fondo, que se tragaría al primer descuidado que se dejara absorber por su fuerza telúrica y secreta. Las madres, preocupadas con razón por la limpieza y durabilidad de nuestras ropas de hipermercado, oían divertidas nuestras historias de tragabuzos, y confirmaban nuestros miedos; tú no te metas en charcos, y no te pasará nada, era lo más que llegaban a decir, sin conseguir satisfacer nuestra curiosidad acerca del origen y destino de esos terribles remolinos que se tragaban a los niños con botas de goma para nunca escupir sus cuerpos.
Luego, pasados los años, salí de aquellas barriadas, que ya empezaban a dejar de ser cánceres adiposos más allá del final de la ciudad. Con el tiempo, los jardines aparecieron y hasta enraizaron, los locales comerciales prosperaron, los vertederos (algunos) se convirtieron en parques que ya hoy dan sombra y disimulan el hormigón. Las plazuelas de albero o de cemento se convirtieron en plazas de verdad, plazas de las que sirven para poner quioscos donde comprar periódicos que leer al sol, sentados en un banco, rodeado de gente que ya no vive en el confín de una urbe que no puede ser campo y no llega a ciudad. Nacieron niños, se construyeron colegios (no siempre a tiempo de malograr el futuro de muchos de esos niños, que acabaron en el descampado de atrás, entre jeringuillas sucias) y los niños, claro, crecieron.
Yo también he crecido. He vivido en otros barrios, en los que sí había infraestructuras, y casas con antejardín, garaje y sótano, barrios que en inglés se llaman "suburbia" , pero que no significan lo mismo que aquí, con sus prados privados, sus carreteras interminables, sus centros comerciales, y su absoluta falta de vida, su asepsia nada suburbial.
En las barriadas, el cemento estaba muerto y era gris y te destrozaba las rodillas si te caías al suelo jugando un partidillo sin porterías. Pero había gente, aunque tuviéramos que ir al centro en Semana Santa atravesando descampados hasta llegar a la parada de autobús más cercana.
En las barriadas no suburbiales de los suburbios de campo de golf estadounidenses, la geografía donde han nacido y se han criado las generaciones que hoy controlan el país más poderoso del mundo, el gris nunca ha existido. Allá todo es verde, como una naturaleza convenientemente asilvestrada al estilo disneyland. Allí no se apilan los pisos prefabricados, de los que muestran desvergonzadamente las bombonas de butano en el balcón, a la vera del tendedero. Allí las casas albergan varios coches, nadie pisa a nadie ni se toca con ningún vecino, y las calles no son calles, sino veredas por donde sólo los coches que viven en las casas pueden circular.
Allí todo es verde, menos por dentro, donde todo es gris. No hay plazas, con suerte un "mall" de aluminio y cristal, exactamente igual, asquerosamente uniforme, climatizado día y noche, invierno y verano, a la misma temperatura, con el mismo hilo musical, con las mismas franquicias de las mismas cadenas de comida basura. No hay plazuelas, ni se encharcan los vertederos con las lluvias, y no hay tragabuzos. O quizá sí, pero no son remolinos que se tragan niños desobedientes, sino vacíos vitales, ausencias humanas, existencias aisladas detrás de zonas ajardinadas y exclusivas, que se te tragan el alma.
Las comunidades de vecinos desarraigados que chapoteaban en las barriadas del extrarradio sevillano parecerían poblados antiguos, tribus milenarias, clanes en ebullición, en comparación con la ausencia de grupos humanos en estos suburbios modernos del sueño americano. Al menos, las adiposidades de cemento de barriada se convirtieron en núcleos de población. Desarraigados, descontentos, hipotecados y sin infraestructuras, al menos tuvimos vecinos, niños o mayores que se entretenían contando mentiras sobre charcas asesinas, hasta que el sol sevillano evaporara su misterio, y pudiésemos jugar de nuevo al trompo.
Primero aparecían los pisos piloto, perfectamente amueblados para atraer candidatos a vecino, y al poco se levantaban los bloques, que antes de terminarse ya se rellenaban de familias obreras, contentas muchas de ellas ante la expectativa de tener (por vez primera algunos) baño dentro de la propia vivienda. No había infraestructuras, que era una palabra bastante confusa, cuyo significado aún no teníamos claro. En los bajos de aquellos bloques completamente iguales había sitio para locales comerciales, que tardaban bastantes años en abrirse, y por eso casi todos compraban a los ambulantes, o en los mercadillos que se formaban en los confines de los vertederos. Tampoco había jardines, ni árboles, y todo era gris y tenía el color del cemento. Donde pocos años antes hubiera naranjales, nosotros sólo vimos hormigón, un hormigón que retrasaba la primavera mientras en el centro (tan lejano sin autobuses) florecían los azahares y sonaban los tambores de una Semana Santa que nunca pasaría por nuestras calles.
Cuando llegaban el invierno y la lluvia (nuestro remedo de invierno, según aprendí después, a base de latitudes), los descampados y las plazas artificiales de las barriadas se inundaban, y lo que hasta entonces había sido un campo de fútbol se convertía en un enorme estanque, un océano misterioso donde aventurarse a estrenar las botas de goma. Las prohibiciones maternas, por supuesto, acicateaban la tentación, y allá que abandonábamos los trompos, canicas, tirachinas y balones, dispuestos a meternos en la parte más profunda de las charcas, que siempre imaginábamos abisal, a pesar de tratarse de la misma plazuela de albero donde días antes habíamos estado jugando. Pero el agua, de pronto, había cambiado lo cotidiano, lo aburrido, en un misterio sin ranas, sapos, ni peces, pero en el que se escondía lo desconocido, bajo el terrible nombre de tragabuzos.
Todos los niños de todas las barriadas conocían de buena tinta la historia de algún niño que, desobedeciendo a su madre y calzado con sus katiuskas de goma, había terminado por desaparecer, engullido por un tragabuzos. A veces, asomados al bordillo, mirábamos ensimismados a un punto concreto de la charca, donde la imaginación de todos adivinaba la espiral letal de un remolino sin fondo, que se tragaría al primer descuidado que se dejara absorber por su fuerza telúrica y secreta. Las madres, preocupadas con razón por la limpieza y durabilidad de nuestras ropas de hipermercado, oían divertidas nuestras historias de tragabuzos, y confirmaban nuestros miedos; tú no te metas en charcos, y no te pasará nada, era lo más que llegaban a decir, sin conseguir satisfacer nuestra curiosidad acerca del origen y destino de esos terribles remolinos que se tragaban a los niños con botas de goma para nunca escupir sus cuerpos.
Luego, pasados los años, salí de aquellas barriadas, que ya empezaban a dejar de ser cánceres adiposos más allá del final de la ciudad. Con el tiempo, los jardines aparecieron y hasta enraizaron, los locales comerciales prosperaron, los vertederos (algunos) se convirtieron en parques que ya hoy dan sombra y disimulan el hormigón. Las plazuelas de albero o de cemento se convirtieron en plazas de verdad, plazas de las que sirven para poner quioscos donde comprar periódicos que leer al sol, sentados en un banco, rodeado de gente que ya no vive en el confín de una urbe que no puede ser campo y no llega a ciudad. Nacieron niños, se construyeron colegios (no siempre a tiempo de malograr el futuro de muchos de esos niños, que acabaron en el descampado de atrás, entre jeringuillas sucias) y los niños, claro, crecieron.
Yo también he crecido. He vivido en otros barrios, en los que sí había infraestructuras, y casas con antejardín, garaje y sótano, barrios que en inglés se llaman "suburbia" , pero que no significan lo mismo que aquí, con sus prados privados, sus carreteras interminables, sus centros comerciales, y su absoluta falta de vida, su asepsia nada suburbial.
En las barriadas, el cemento estaba muerto y era gris y te destrozaba las rodillas si te caías al suelo jugando un partidillo sin porterías. Pero había gente, aunque tuviéramos que ir al centro en Semana Santa atravesando descampados hasta llegar a la parada de autobús más cercana.
En las barriadas no suburbiales de los suburbios de campo de golf estadounidenses, la geografía donde han nacido y se han criado las generaciones que hoy controlan el país más poderoso del mundo, el gris nunca ha existido. Allá todo es verde, como una naturaleza convenientemente asilvestrada al estilo disneyland. Allí no se apilan los pisos prefabricados, de los que muestran desvergonzadamente las bombonas de butano en el balcón, a la vera del tendedero. Allí las casas albergan varios coches, nadie pisa a nadie ni se toca con ningún vecino, y las calles no son calles, sino veredas por donde sólo los coches que viven en las casas pueden circular.
Allí todo es verde, menos por dentro, donde todo es gris. No hay plazas, con suerte un "mall" de aluminio y cristal, exactamente igual, asquerosamente uniforme, climatizado día y noche, invierno y verano, a la misma temperatura, con el mismo hilo musical, con las mismas franquicias de las mismas cadenas de comida basura. No hay plazuelas, ni se encharcan los vertederos con las lluvias, y no hay tragabuzos. O quizá sí, pero no son remolinos que se tragan niños desobedientes, sino vacíos vitales, ausencias humanas, existencias aisladas detrás de zonas ajardinadas y exclusivas, que se te tragan el alma.
Las comunidades de vecinos desarraigados que chapoteaban en las barriadas del extrarradio sevillano parecerían poblados antiguos, tribus milenarias, clanes en ebullición, en comparación con la ausencia de grupos humanos en estos suburbios modernos del sueño americano. Al menos, las adiposidades de cemento de barriada se convirtieron en núcleos de población. Desarraigados, descontentos, hipotecados y sin infraestructuras, al menos tuvimos vecinos, niños o mayores que se entretenían contando mentiras sobre charcas asesinas, hasta que el sol sevillano evaporara su misterio, y pudiésemos jugar de nuevo al trompo.
1 comentario
nando -