El erial de Queens
Viví ocho años en los EE.UU. En ese tiempo, atravesé cien veces el camino entre JFK y Manhattan, el mismo infierno de hormigón, asfalto y eventualidad que describe Antonio Muñoz Molina en su último libro: Ventanas de Manhattan.
He tenido tiempo y ocasión de sentir el asombro y la excitación acobardada del europeo quizá no del todo urbanizado ante el tamaño de los puentes, las autopistas gigantes y eternas, el incesante tráfago de todos los pueblos del planeta que describe el ubetense de forma magistral.
Recuerdo la admiración pueblerina, a los 20 años de mi edad, ante el número de carriles de las carreteras interminables, cuando aún no sabía que algunas partes del mundo han muerto ahogadas en su propio asfalto, y que millones de personas sobreviven en islas suburbanas rodeadas de cabinas de peaje y rampas de incorporación rápida.
Recuerdo también cuando desaparecieron el vértigo de la aventura, el espanto sobrecogedor pero vibrante de la primera vez, y ya no veía casas enormes de jardines privados, sino barrios muertos, que evocaban imágenes de telediarios infantiles, con ciudades destruidas y calles fantasma. Llegó el día en que no vibré de novelería al ver los letreros anunciando mensajes evangélicos en un español cimarrón, como lo llama Muñoz Molina. Para entonces, ya había visto que detrás de las fachadas de los barrios grises y ahogados vivía gente muy triste, sin esperanzas, con la vida dividida entre lo que dejaron y lo que nunca volverían a tener.
En el camino entre JFK y Manhattan, uno ve todas las banderas que ondean delante del edificio de la ONU, en el corazón del centro del mundo, pasados los vertederos y las marismas. También se ven muchas otras. Están en las lunas de los coches, en las tiendas, en las gasolineras, en los balcones de las casas tuberculosas...Luego, cuando uno habla con los que han colocado esas banderas autoadhesivas, se da cuenta de que sus colores son los de la ruptura y la contradicción, del escorzo emocional. Por un lado, su tierra, su isla, su ciudad, son siempre un paraíso donde la gente conversa y escucha, se respeta a los mayores y se sabe disfrutar de las cosas buenas de la vida. Por otro, en esos lugares míticos de origen, nunca hay futuro, ni trabajo, ni la posibilidad de alcanzar todas esas cosas con que nos enseñan a soñar. Hablo lo mismo de científicos de Girona que prefieren investigar sin trabas en vez de mendigar subvenciones, que de empleados de gasolinera tailandeses, limpiando parabrisas a las cuatro de la mañana para hurtarle el cuerpo a una mísera parcela sedienta de monzón...
Las dos visiones, la del parque temático de acero y hormigón en vez de cartón piedra, y la de La tierra baldía de T.S. Elliot, se conjugan en la obra de Muñoz Molina de una manera asombrosa. Lo que a mí me tomó ocho años de vivir, cien veces de cruzar el anti-paraíso de JFK a Manhattan, Molina lo expresa en una docena de párrafos condensados y magistrales. Si hace veinte años el autor de Beatus Ille pudo componer alambicadas maravillas, ahora ofrece un castellano destilado, una de las mejores descripciones sobre la barriga del mundo que se han escrito en castellano.
Ángel González García
He tenido tiempo y ocasión de sentir el asombro y la excitación acobardada del europeo quizá no del todo urbanizado ante el tamaño de los puentes, las autopistas gigantes y eternas, el incesante tráfago de todos los pueblos del planeta que describe el ubetense de forma magistral.
Recuerdo la admiración pueblerina, a los 20 años de mi edad, ante el número de carriles de las carreteras interminables, cuando aún no sabía que algunas partes del mundo han muerto ahogadas en su propio asfalto, y que millones de personas sobreviven en islas suburbanas rodeadas de cabinas de peaje y rampas de incorporación rápida.
Recuerdo también cuando desaparecieron el vértigo de la aventura, el espanto sobrecogedor pero vibrante de la primera vez, y ya no veía casas enormes de jardines privados, sino barrios muertos, que evocaban imágenes de telediarios infantiles, con ciudades destruidas y calles fantasma. Llegó el día en que no vibré de novelería al ver los letreros anunciando mensajes evangélicos en un español cimarrón, como lo llama Muñoz Molina. Para entonces, ya había visto que detrás de las fachadas de los barrios grises y ahogados vivía gente muy triste, sin esperanzas, con la vida dividida entre lo que dejaron y lo que nunca volverían a tener.
En el camino entre JFK y Manhattan, uno ve todas las banderas que ondean delante del edificio de la ONU, en el corazón del centro del mundo, pasados los vertederos y las marismas. También se ven muchas otras. Están en las lunas de los coches, en las tiendas, en las gasolineras, en los balcones de las casas tuberculosas...Luego, cuando uno habla con los que han colocado esas banderas autoadhesivas, se da cuenta de que sus colores son los de la ruptura y la contradicción, del escorzo emocional. Por un lado, su tierra, su isla, su ciudad, son siempre un paraíso donde la gente conversa y escucha, se respeta a los mayores y se sabe disfrutar de las cosas buenas de la vida. Por otro, en esos lugares míticos de origen, nunca hay futuro, ni trabajo, ni la posibilidad de alcanzar todas esas cosas con que nos enseñan a soñar. Hablo lo mismo de científicos de Girona que prefieren investigar sin trabas en vez de mendigar subvenciones, que de empleados de gasolinera tailandeses, limpiando parabrisas a las cuatro de la mañana para hurtarle el cuerpo a una mísera parcela sedienta de monzón...
Las dos visiones, la del parque temático de acero y hormigón en vez de cartón piedra, y la de La tierra baldía de T.S. Elliot, se conjugan en la obra de Muñoz Molina de una manera asombrosa. Lo que a mí me tomó ocho años de vivir, cien veces de cruzar el anti-paraíso de JFK a Manhattan, Molina lo expresa en una docena de párrafos condensados y magistrales. Si hace veinte años el autor de Beatus Ille pudo componer alambicadas maravillas, ahora ofrece un castellano destilado, una de las mejores descripciones sobre la barriga del mundo que se han escrito en castellano.
Ángel González García
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