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Cuadernos de Lavapiés

Anacronismos de a peseta

En el siglo XV, las aristocracias ibéricas dudaron poco a la hora de juntar sus apellidos a las cuentas bancarias de los judíos recién convertidos a la fuerza, o de los ex-nobles moros iraquizados por las huestes cristianas. Tanto fue así, que en los siglos XVI y XVII ya circulaban "libros verdes" en los que se sacaban las vergüenzas a los poderosos, señalando con dedo acusador los orígenes "sospechosos" de muchos de ellos. Ni el propio rey católico don Fernando de Aragón se libró de que se le echara en cara alguno de sus antepasados, de los que se quitaron la almalafia a tiempo.

En plena ebullición de la obsesión por la limpieza de sangre, hubo quienes reivindicaron con falso populismo el valor de la villanía, la supuesta pureza de una plebe que rabiaba de pobreza y desigualdad pero que, al menos, podía estar segura de no tener "mácula conversa" en su baja sangre no azul. A tal punto llegó la cosa, que hubo tratadistas que tuvieron que salir en defensa de los pobres nobles (que no de los nobles pobres, que también los había). Uno de ellos fue Pedro de Valencia, quien, de paso, echó un capote a conversos y moriscos. Según este autor, el mestizaje continuo y la mezcla de sangres (interesada o no) habían hecho imposible asegurar a cualquiera descender de una línea de cristianos viejos "puros". Incluso los que alardeaban de estirpe asturiana o montañesa, dice de Valencia, podían fácilmente tener una "oveja negra" en el árbol familiar, como la tenían sin duda casi todos los dones y señores de la España Inperial.La diferencia estribaba en que los de sangre noble conservaban la memoria de sus generaciones, mientras que el pueblo llano difuminaba sus memorias al cabo de pocas generaciones.

Hoy sucede algo parecido. Las estirpes asturianas continúan dando validez a quien accede al estamento superior, según parece, y el conocimiento de los antepasados sigue diferenciando a los poderosos de los don nadie. Si un servidor es un cualquiera, hoy como hace 400 años, lo tiene difícil para bucear entre los anónimos hijos de su sangre, o para averiguar la identidad de ese ejército de desconocidos que le precedieron en el anonimato plebeyo. Si uno es el príncipe heredero, con sólo acudir a un libro de Historia encontrará semblanzas, retratos y apellidajes de su ralea que se remontarán a la noche de los siglos.

No estoy en condiciones de decir nada (bueno o malo) de mis tatarabuelos, aunque ello no significa que no hubiera entre ellos sinvergüenzas, corruptos, maltratadores y abusadores varios. Pero de ellos no me ha quedado ni el nombre ni la sombra de una identidad. El príncipe heredero sí que sabe de los suyos lo que está en los escritos y lo que no, o al menos debería saberlo. Por suerte, yo no tengo que pagar por los supuestos delitos de mis desconocidos predecesores. Tampoco el príncipe heredero. Por desgracia, tampoco disfruto de prebendas que quizá ellos consiguieron a base de métodos semejantes a los que dieron al primer Borbón lo que el último hoy tiene. El príncipe heredero sí.

Ángel I de Lavapiés y V pino

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