De ferias
La tarde del 28 de mayo de 2004 ha sido capaz de lo que sus desdichadas predecesoras no pudieron. Ha sido una tarde preciosa, una tarde perfecta para dar un paseo por la Feria del Libro de Madrid. Desde la Rosaleda hasta la calle de Alcalá, he paseado despacio. La música se interrumpía a veces por los anuncios de próximas comparecencias de autores predilectos, y me he acordado de las ferias de mi niñez, donde una frontera de albero separaba las castañuelas, el vino y las sevillanas de los anuncios de tómbolas, rifas y coches locos.
De un lado estaba la feria de los mayores, la del vino y el baile, la del alterne. Del otro, la feria más atractiva en aquellos años de pantalón corto: la del algodón dulce, las rajas de coco, el castillo del terror y los churros con chocolate, premio y colofón de la noche.
Con los años cambiaron las preferencias y los gustos, y el lado infernal del Real, el de las tómbolas, fue postergado a favor de las casetas de farolillo, borrachera y muchachas engalanadas. Con más años, han vuelto a cambiar, y ahora deambulo por esta feria del libro de Madrid con la ilusión de entonces, a pesar de la música de listas de éxito y operaciones triunfales. Paseo, y me alegro de que aún queden muchos días, como antes me alegraba la noche del alumbrado en la feria de mi ciudad.
La música desaparece al llegar a Alcalá. El tráfico agigantado de la calle impone su marea, y quedan repentinamente lejos las casetas de las editoriales. Cruzo a la otra acera, y bajo hacia Cibeles. Al llegar a una esquina, oigo lo que parece ser un órgano de iglesia, que casi empieza a imponerse sobre el ruido de coches y autobuses.
La sensación es algo irreal. Parece que los tubos y fuelles del instrumento se rebelan por un día contra la dictadura de los motores, y a medida que avanzo compruebo sorprendido que han vencido los acordes eclesiásticos. Paso por delante de la parroquia de San Manuel y San Benito, donde unos enorme altavoces escupen violentamente una fuga con reminiscencias apocalípticas. Veo las filas de vehículos en combustión, pero sólo oigo el órgano, y mi cuerpo vibra, como lo hacía cuando era mucho más pequeño, y se internaba en las calles de gravilla del otro lado de la feria.
Semana Internacional del Órgano de Madrid, leo en la puerta del templo.
De un lado estaba la feria de los mayores, la del vino y el baile, la del alterne. Del otro, la feria más atractiva en aquellos años de pantalón corto: la del algodón dulce, las rajas de coco, el castillo del terror y los churros con chocolate, premio y colofón de la noche.
Con los años cambiaron las preferencias y los gustos, y el lado infernal del Real, el de las tómbolas, fue postergado a favor de las casetas de farolillo, borrachera y muchachas engalanadas. Con más años, han vuelto a cambiar, y ahora deambulo por esta feria del libro de Madrid con la ilusión de entonces, a pesar de la música de listas de éxito y operaciones triunfales. Paseo, y me alegro de que aún queden muchos días, como antes me alegraba la noche del alumbrado en la feria de mi ciudad.
La música desaparece al llegar a Alcalá. El tráfico agigantado de la calle impone su marea, y quedan repentinamente lejos las casetas de las editoriales. Cruzo a la otra acera, y bajo hacia Cibeles. Al llegar a una esquina, oigo lo que parece ser un órgano de iglesia, que casi empieza a imponerse sobre el ruido de coches y autobuses.
La sensación es algo irreal. Parece que los tubos y fuelles del instrumento se rebelan por un día contra la dictadura de los motores, y a medida que avanzo compruebo sorprendido que han vencido los acordes eclesiásticos. Paso por delante de la parroquia de San Manuel y San Benito, donde unos enorme altavoces escupen violentamente una fuga con reminiscencias apocalípticas. Veo las filas de vehículos en combustión, pero sólo oigo el órgano, y mi cuerpo vibra, como lo hacía cuando era mucho más pequeño, y se internaba en las calles de gravilla del otro lado de la feria.
Semana Internacional del Órgano de Madrid, leo en la puerta del templo.
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