Mercedarios y pateras
Los frailes Mercedarios de la Plaza de Tirso de Molina se dedicaban a rescatar cautivos cristianos. Como el Estado de entonces se desentendía de liberar a los súbditos que sufrían la esclavitud en el Norte de África, a pesar de que muchos de ellos hubieran caído prisioneros al servicio del rey nuestro señor, la congregación que tenía su monasterio en la Merced se hizo cargo de recoger limosnas y donaciones con las que chalanear al Bey de Argel la libertad de los que se pudiera.
A este efecto, y bajo bandera blanca de mercaderes, los hermanos de fray Gabriel Téllez fletaban sus pateras de remos y cruzaban el Estrecho a la inversa, para así sacar del baño (no por alergia a la higiene, sino por razones más cristianas) a algunos desdichados, compañeros de Cervantes. Una vez comprada la mercancía, los mercedarios recogían sus bártulos y se volvían a Alicante, Cartagena o Cádiz, desde donde repartían su preciosa carga a ritmo de procesiones, Te Deums, misas, autos y rituales varios, en los que los excautivos vestían sus cadenas e interpretaban su papel de agradecidas víctimas, para así recaudar nuevos fondos, con los que sacar del peligro más almas cautivas.
Al llegar a Madrid, los frailes, la Villa y la Corona pagaban a escote una representación, destinada a enternecer y satisfacer al pueblo, para que, en vez de reclamar que acabase la sangría de galeras y corsarios en las costas mediterráneas, agradeciera a sus gobernantes la cara libertad obtenida por aquellos desgraciados. No hay que escandalizarse: también el gobierno Bus recibió a su prisionera marine con desfile heroico, y a las pocas semanas ya se filmaban versiones de telefilm de su odisea en Iraq.
La procesión de frailes, inciensos, penitentes, estandartes, pendones y excautivos de tosco sayal y grilletes colgando desembocaba y tenía su apoteosis en lo que hoy es la Plaza de Tirso de Molina. En el espacio que abrió la desamortización de Mendizábal se instaló la plaza, que se llamó del Progreso, y en la que contempló su obra la efigie del ministro liberal. Luego, los fascistas recién llegados lo quitaron de en medio, y como no pudieron rehacer un convento que ya llevaba cien años hecho cascotes, pusieron en lugar del masón anticlerical al autor de los Cigarrales de Toledo. Ahora mismo, en la Plaza de Tirso de Molina, huele a meados; meados ácidos que atraviesan la plaza, que en su parte más ancha se pueden evitar, pero que se vuelven ineludibles a medida que se embuda en dirección a la calle de la Magdalena. Los domingos, la aglomeración rastrera (en el mejor sentido de la palabra) de vendedores de top manta y compradores de lo que sea quizá reste acidez y protagonismo al olor de la plaza, pero el resto de la semana, el orín difamante campea. Bajo el mercedario, borrachos sin casa e inmigrantes sin suerte parecen moverse, las fronteras de su territorio definidas por la acritud del olor y una leve acera triangular. El centro de la plaza, en forma de galera antigua, con su proa apuntando a Antón Martín, y fray Gabriel de mascarón, parece no llegar nunca a puerto seguro, y sus tripulantes, cautivos de varios mundos, sólo encuentran en este triángulo de orines un alcázar seguro, del que ni los mercedarios más avezados parecerían capaces de rescatarles.
A este efecto, y bajo bandera blanca de mercaderes, los hermanos de fray Gabriel Téllez fletaban sus pateras de remos y cruzaban el Estrecho a la inversa, para así sacar del baño (no por alergia a la higiene, sino por razones más cristianas) a algunos desdichados, compañeros de Cervantes. Una vez comprada la mercancía, los mercedarios recogían sus bártulos y se volvían a Alicante, Cartagena o Cádiz, desde donde repartían su preciosa carga a ritmo de procesiones, Te Deums, misas, autos y rituales varios, en los que los excautivos vestían sus cadenas e interpretaban su papel de agradecidas víctimas, para así recaudar nuevos fondos, con los que sacar del peligro más almas cautivas.
Al llegar a Madrid, los frailes, la Villa y la Corona pagaban a escote una representación, destinada a enternecer y satisfacer al pueblo, para que, en vez de reclamar que acabase la sangría de galeras y corsarios en las costas mediterráneas, agradeciera a sus gobernantes la cara libertad obtenida por aquellos desgraciados. No hay que escandalizarse: también el gobierno Bus recibió a su prisionera marine con desfile heroico, y a las pocas semanas ya se filmaban versiones de telefilm de su odisea en Iraq.
La procesión de frailes, inciensos, penitentes, estandartes, pendones y excautivos de tosco sayal y grilletes colgando desembocaba y tenía su apoteosis en lo que hoy es la Plaza de Tirso de Molina. En el espacio que abrió la desamortización de Mendizábal se instaló la plaza, que se llamó del Progreso, y en la que contempló su obra la efigie del ministro liberal. Luego, los fascistas recién llegados lo quitaron de en medio, y como no pudieron rehacer un convento que ya llevaba cien años hecho cascotes, pusieron en lugar del masón anticlerical al autor de los Cigarrales de Toledo. Ahora mismo, en la Plaza de Tirso de Molina, huele a meados; meados ácidos que atraviesan la plaza, que en su parte más ancha se pueden evitar, pero que se vuelven ineludibles a medida que se embuda en dirección a la calle de la Magdalena. Los domingos, la aglomeración rastrera (en el mejor sentido de la palabra) de vendedores de top manta y compradores de lo que sea quizá reste acidez y protagonismo al olor de la plaza, pero el resto de la semana, el orín difamante campea. Bajo el mercedario, borrachos sin casa e inmigrantes sin suerte parecen moverse, las fronteras de su territorio definidas por la acritud del olor y una leve acera triangular. El centro de la plaza, en forma de galera antigua, con su proa apuntando a Antón Martín, y fray Gabriel de mascarón, parece no llegar nunca a puerto seguro, y sus tripulantes, cautivos de varios mundos, sólo encuentran en este triángulo de orines un alcázar seguro, del que ni los mercedarios más avezados parecerían capaces de rescatarles.
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