Blogia
Cuadernos de Lavapiés

Eduardo Galeano, el Barça y el Madrid

Hace un par de semanas, estábamos sentados mi compañera y yo al sol de otoño casi mediterráneo, tomando un café caro en la Plaza de Santa Ana, una de las razones por las que queremos vivir en esta ciudad. Había críos jugando a una distancia prudencial, parejas paseando, la fachada de un teatro y algunos viejos recargando las pilas al sol. En esto llega Eduardo Galeano con unas señoras, y se sientan a tomar café, y un servidor, que de pequeño compraba cromos de fútbol no más que para recortar la foto y pegarla a una chapa de refresco, y jugar con garbanzos, y que nunca jamás en la vida de dios ha tenido ídolos ni se le contagió jamás la mitomanía. Un servidor que, en fin, no dejaría colarse a Almodóvar en la frutería ni a Zapatero en la del pescado, por principios, se puso nervioso y casi se emociona al ver en carne y hueso a este uruguayo enorme.

Será que con los años me hago más pedante de lo que es aconsejable confesar, y yo, que jamás he sido fan de nadie (aparte de esto mi adolescencia fue tan pánfila e inconfesable como la de cualquiera), me he vuelto un aspirante a groupie de intelectuales que admiro. Desde que vivo en Madrid me he carteado (un par de veces nada más) con Maruja Torres y Muñoz Molina, me he cruzado por la calle con Vargas Llosa y he pasado varias tardes de pamplina esperando en el Café Gijón, por ver si aparecía Manuel Vicent. Patético, lo sé, y más a mis años, que ya son de empezar a pagar hipoteca y comprarse un coche...

El caso es que Eduardo Galeano, aparte de ser un maravilloso periodista y escritor, fue el responsable de mi reconciliación con el fútbol. De pequeño, como tantos, crecí jugando y viendo fútbol, hasta que una adolescencia tontorrona y niestzchiana, el aburrimiento, y una serie de años anodinos en el Real Madrid, unidos al convencimiento interno de que el balompié era opio, pan y circenses, se conjuraron para que abandonara toda afición e interés por el deporte rey. Pasó el tiempo, y me fui a vivir a los EEUU, donde la nostalgia introspectiva y el chocheo migratorio se tradujeron en un encastizamiento exagerado y bastante cutre. En la barriga del Imperio, y por oposición a lo que me rodeaba, empecé de nuevo a seguir con interés todo lo relacionado con el fútbol. En cualquier situación social en que uno se encontrara, el fútbol (por rebeldía uno se opuso a llamarlo "soccer") siempre conseguía unir a todos los inmigrantes, con poquísimas excepciones. Harto de que nativos de clase acomodada desconocieran la situación de España en el mapa, ver un póster de Morientes en el garito de un gasolinero egipcio siempre resultaba agradable, y más de un buen amigo llegó a serlo a través de una conversación sobre fútbol.

Luego, leyendo a Galeano, aprendí que el fútbol es en verdad el deporte de los pobres del mundo, de los desposeídos, de los que viven en la injusticia, y aprendí de muchas historias heroicas en estadios de todo el mundo, en cien años de un siglo que acaba de terminar, y aprendí también de Galeano, que es un blanco de todos los colores, que muchos de esos héroes fueron negros, que lucharon dentro y fuera de las canchas por la libertad, la dignidad y el respeto. Jugadores como Andrade ("fue negro, sudamericano y pobre, el primer ídolo internacional del fútbol" dice Galeano), Garrincha, Eusebio, Didí o Pelé llevaron el fútbol más allá de las escuelas privadas inglesas, donde se creó, y lo hicieron florecer en las mentes de millones de niños en millones de favelas, chabolas y barrios bajos del mundo entero.

Cuando mi compañera y yo nos terminamos el café, nos acercamos, trémulos como dos pijas que ven a Beckham, a saludar a Galeano. Fueron veinte segundos, para no molestar y por timidez. De todas formas, tampoco es que tuviera nada que decirle ni excusas para aguarle la merienda. Sin embargo, ahora, después de la que se ha liado con Luis Aragonés, que hasta Tony Blair ha tenido que pronunciarse, sí que habría tenido la excusa de preguntarle al uruguayo qué pensaba de todo esto.

Post scriptum
Aunque me sigue gustando el fútbol, sigo pensando que es un circo que hace mucho por distraernos mientras se nos pegan las lentejas de la Historia. Véase si no el absoluto protagonismo del partido Barcelona-Real Madrid, que pareció funcionar como un "juicio de Dios" medieval en mitad de las justas lingüísticas celebradas a tres bandas por Carod, Rajoy y Francisco Camps, a vueltas con que si el Cid hablaba proto-valenciano, catalán o castellano (que para eso era de Burgos), o con que si Martorell escribió en catalán del Principado o en una especie de mostruo del Lago Ness dialectal, una lengua hija sólo del latín, que, como el Guadiana, se pasó un porrón de siglos latente, para reaparecer después cuando llegan para quedarse los reconquistadores.

Al final, el veredicto divino ha dado la razón a los que, sin saberlo, defendían una verdad que cualquier lingüista habría demostrado en un quíteme allá esos fonemas, a saber: que el valenciano es un maravillosamente rico y fértil dialecto del catalán, así como el serbio y el croata son la misma lengua, pónganse como se pongan los políticos, militares y fabricantes de armas y odios.

Lo asombroso es que este veredicto, en vez de venir firmado por Ramón LLul y Arnau Vilanova, salió de las botas de Eto'o, que no es filólogo, pero sí negro, y muy inteligente dentro y fuera del Camp Nou.

2 comentarios

Rihard -

Que excelente info algo sabia de esto.

Baobab -

Sublime, aunque no me guste el fútbol.