Café Barbieri
A estas alturas, es preciso confesarse y confesar que servidor es propenso a las depresiones estacionales, que yo de por mí motejo de autismos de invierno.
Embutido este año más que otros en mi aislamiento patológico, llevaba ya demasiadas semanas pisando la calle sólo lo imprescindible, desairando amigos y familiares a golpes de silencio, y comprobando a cada rato el contador de visitas a mi bitácora, buscando un canal de comunicación con desconocidos, mientras alieno inexorablemente a conocidos y queridos.
Hoy, por fin, la obligación de ir a pagar el alquiler me he sacado a la calle, para que el frío mesetario polarizado por la borrasca norteña me diera de bofetadas, desquitándose de las que mi eremitismo de patio interior le había hurtado. Bien pronto se me han quitado las ganas de pasear las carnes por las hieleras de Lavapiés, y he deseado tener a mano un claustro resguardado, como el que cobija las tímidas salidas del monje que medita caminando entre arcos mientras se airea su celda-leonera. Cabin fever, llaman los americanos a esa verdadera fiebre que provoca el encierro, la que hacía enloquecer en sus cabañas de madera a tramperos y pioneros, en los largos meses del invierno.
Los americanos que conquistaban la naturaleza salvaje de abril a septiembre no tenían claustros donde refugiarse de la ventisca, ni yo tampoco, así que decido tomarme el enésimo café en el Barbieri, a la vista de la Plaza de Lavapiés. Un poco más arriba, en la calle del Ave María, hay una farmacia que me gusta imaginar es la misma en que Maximiliano Rubín, el legítimo de Fortunata, estropeaba fórmulas con las distracciones de su feble psique.
No sé si allá por los años 70 del siglo XIX ya existía el Café Barbieri; es probable que no. Sí lo hacía, en la mismísima plaza de Antón Martín, uno de los cafés más emblemáticos de aquellos años. En él recaló algún tiempo Juan Pablo Rubín, el hermano del contrahecho farmacéutico, y allí lo encontró don Evaristo, protector de la perdida Fortunata, para convencerle de que apoyara la reconciliación entre los esposos. Hoy en Antón Martín hay un Burger King, debajo justo del globo que anuncia otra farmacia famosa.
La decoración del Café Barbieri recuerda a la de todos esos cafés que han hecho las veces de claustros resguardados de los fríos madrileños. Es fácil soñar aquí, e imaginarse charlando y discutiendo con un grupo de personas, tertuliando como ya sólo se hace por Internet, pariendo historias, proyectos, cocciones que se quedarían, con mucha probabilidad, en agua de borrajas. Fórmulas fallidas, pero no peligrosas, como las de Maxi Rubín; sueños en los que, décadas después, se reúne a varios contertulios frente a las cámaras para recordar aquellos años de tertulias en el Barbieri, de libros publicados, películas dirigidas, obras estrenadas, homenajes sentidos y juergas salvajes...Sueños irrealizables, porque hoy las tertulias no están en las reboticas ni en los cafés, sino en los chats de Internet, y los cafés son sitios para merendar, y además un servidor cada vez se vuelve más autista.
Embutido este año más que otros en mi aislamiento patológico, llevaba ya demasiadas semanas pisando la calle sólo lo imprescindible, desairando amigos y familiares a golpes de silencio, y comprobando a cada rato el contador de visitas a mi bitácora, buscando un canal de comunicación con desconocidos, mientras alieno inexorablemente a conocidos y queridos.
Hoy, por fin, la obligación de ir a pagar el alquiler me he sacado a la calle, para que el frío mesetario polarizado por la borrasca norteña me diera de bofetadas, desquitándose de las que mi eremitismo de patio interior le había hurtado. Bien pronto se me han quitado las ganas de pasear las carnes por las hieleras de Lavapiés, y he deseado tener a mano un claustro resguardado, como el que cobija las tímidas salidas del monje que medita caminando entre arcos mientras se airea su celda-leonera. Cabin fever, llaman los americanos a esa verdadera fiebre que provoca el encierro, la que hacía enloquecer en sus cabañas de madera a tramperos y pioneros, en los largos meses del invierno.
Los americanos que conquistaban la naturaleza salvaje de abril a septiembre no tenían claustros donde refugiarse de la ventisca, ni yo tampoco, así que decido tomarme el enésimo café en el Barbieri, a la vista de la Plaza de Lavapiés. Un poco más arriba, en la calle del Ave María, hay una farmacia que me gusta imaginar es la misma en que Maximiliano Rubín, el legítimo de Fortunata, estropeaba fórmulas con las distracciones de su feble psique.
No sé si allá por los años 70 del siglo XIX ya existía el Café Barbieri; es probable que no. Sí lo hacía, en la mismísima plaza de Antón Martín, uno de los cafés más emblemáticos de aquellos años. En él recaló algún tiempo Juan Pablo Rubín, el hermano del contrahecho farmacéutico, y allí lo encontró don Evaristo, protector de la perdida Fortunata, para convencerle de que apoyara la reconciliación entre los esposos. Hoy en Antón Martín hay un Burger King, debajo justo del globo que anuncia otra farmacia famosa.
La decoración del Café Barbieri recuerda a la de todos esos cafés que han hecho las veces de claustros resguardados de los fríos madrileños. Es fácil soñar aquí, e imaginarse charlando y discutiendo con un grupo de personas, tertuliando como ya sólo se hace por Internet, pariendo historias, proyectos, cocciones que se quedarían, con mucha probabilidad, en agua de borrajas. Fórmulas fallidas, pero no peligrosas, como las de Maxi Rubín; sueños en los que, décadas después, se reúne a varios contertulios frente a las cámaras para recordar aquellos años de tertulias en el Barbieri, de libros publicados, películas dirigidas, obras estrenadas, homenajes sentidos y juergas salvajes...Sueños irrealizables, porque hoy las tertulias no están en las reboticas ni en los cafés, sino en los chats de Internet, y los cafés son sitios para merendar, y además un servidor cada vez se vuelve más autista.
4 comentarios
Michael Rodman -
Juan Luis -
Dora -
Un saludo.
alfonso -
Un saludo,
Alfonso López.