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Cuadernos de Lavapiés

Crónicas de San Simón

Lavapiés fronterizo

Lavapiés fronterizo Tras varios años sirviendo en la Guerra de Marruecos, Arturo Barea vuelve a su Madrid natal, y se establece en la calle del Ave María, en Lavapiés. Su infancia había transcurrido, según cuenta el propio Barea en su autobiografía , The Forging of a Rebel entre el “barrio de Palacio”, donde vivía su adinerado tío, y el de Lavapiés, donde lo hacía mal que bien su madre, lavandera y viuda.

Desde que Barea se avecindó en el barrio hasta las postrimerías de la Guerra Civil, el madrileño se vio envuelto con papel de protagonista en la Historia de España y su capital. Cuando por fin consigue huir de la muerte que le hubiera deparado el régimen franquista, Barea se establece en Inglaterra. Desde allí, en la lejanía del exilio, describe con estas palabras el Lavapiés que había dejado:

En aquella época, Lavapiés era la frontera de Madrid. Era el final de la ciudad, y el fin del mundo. (… ) La gente había bautizado los límites del barrio: las “Américas” y “El Nuevo Mundo”. Era, sin duda, otro mundo. Hasta allí llegaban la civilización y la ciudad. Y allí acababan ambas.” (Barea 92)

La madre de Barea, proletaria de los lavaderos del Manzanares, subía y bajaba (cargada de fardos de ropa) por calles empinadas que desembocaban en el límite de la ciudad, mientras que el pequeño Arturo recorría callejuelas completamente diferentes y asombrosamente similares a las de hoy. En las fronteras del barrio comenzaba un mundo de seres y cosas extraños.

Allí, la ciudad vertía sus residuos, y también lo hacía el resto del país. Las aguas de Madrid arrastraban la escoria del centro a la periferia, y la escoria de las aguas de España eran absorbidas desde la periferia hasta el centro. Las dos olas se encontraban y formaban un cinturón que ceñía la ciudad. Sólo los iniciados, la Guardia Civil y nosotros los niños penetrábamos aquella barrera viva.

El siglo XX cambió muchas cosas. Hoy la plaza de Lavapiés no es el último espacio urbano de Madrid. Cruzando la Ronda de Valencia ya no se abandona el casco urbano de una ciudad que se ha desparramado hasta dejar al barrio en el centro. Sin embargo, Lavapiés sigue siendo una membrana permeable en ambas direcciones. Sus cuestas todavía conducen desde la altura hasta los bajos fondos, o viceversa, según de dónde partamos:

Costanillas y arroyos barbados de hierbas resecas y amarillentas. Chimeneas fabriles escupiendo humo, mezclando su ponzoña con los olores provenientes de los establos, sus zumos pestilentes goteando cuesta abajo. Solares de suelo negro y pútrido, arroyos sucios y trozos de tierra resquebrajada y seca…

Un escenario muy diferente al de ahora formaba el espacio urbano que vio corretear al joven Barea. Hoy no duermen las recuas de los arrieros en los patios y portales de las corralas, ni bajan los torrentes malsanos por mitad de calles polvorientas. No hay “árboles epilépticos”, ni “cardos hostiles” resistiendo las dentelladas hambrientas de cabras famélicas. Las tripas vergonzantes de raquitismo desnudo y descalzo que describe Barea ya no deambulan por las calles del barrio. Hoy, niños bien nutridos arrastran sus mochilas cuesta arriba, enfundados en uniformes azul marino y gris, con sus donuts en la mano y un gameboy en la otra. El “Barrio de las Injurias”, como lo llamaban algunos contemporáneos de Barea, ya no es el “fiel de la balanza”, el punto de encuentro entre el existir y el dejar de ser.

Hoy el desnivel de sus calles está festoneado de tiendas al por mayor y locutorios telefónicos. En la plaza no se mezclan los patriarcas gitanos de patillas plateadas con los niños descalzos recogiendo colillas de cigarro para venderlas al peso. No hay burros, ni gallinas picoteando a la puerta del Champion, ni suben las lavanderas con sus bultos de ropa ajena, esquivando las avenidas de agua residual que bajaban en torrenteras sépticas.

Hoy, en la mismísima plaza tiene su sede una biblioteca universitaria, y dentro de poco lo hará un centro nacional de teatro. Las corralas, que Barea describió en inglés como galerías penitenciarias, donde los “reclusos” del barrio compartían letrina, ya casi no existen. Hoy son pisos con portero electrónico y televisor, donde se apilan los inmigrantes, diez en dos habitaciones, para poder hacer frente a alquileres tan abusivos como los de hace cien años. Por eso será que pasan tanto tiempo en la plaza, en la calle, haciendo turnos quizá para dormir…

En las corralas modernas se sigue dando la misma mezcla heterogénea de entonces. Barea hablaba de el albañil, el herrero, el carpintero, el vendedor de periódicos, el mendigo ciego de las esquinas, el arruinado, el desposeído…Y el poeta. Hoy son el senegalés que regenta un locutorio de humedades, el marroquí que vende artesanía de oropel, la ecuatoriana que limpia oficinas, el chino que acarrea fardos de artículos del todo a cien…

A principios del siglo XX se oían, según el Barea exiliado, diversas lenguas en la Babel de las costanillas: el habla refinada del caballero venido a menos, el acento desvergonzado del chulo, la jerga de ladrones y mendigos, la altisonante retórica del escritor siempre en ciernes…Lo mismo blasfemias horripilantes que frases exquisitamente tiernas. En los comienzos del siglo XXI, sólo un paseo basta para coleccionar sustantivos wolof, verbos mandarines y adjetivos rifeños. Y los niños, mezclando las lenguas de sus padres con el español más vivo y castizo.

Cuenta Barea que sus paseos infantiles siempre le llevaban desde la Plaza de Oriente, cuesta abajo, hasta ese barrio cercano y del otro mundo. En su descenso, los escenarios cambiaban, desde las galerías de mármol del Palacio Real, con sus alabarderos de guardia y sus grandezas de España, hasta las pilas de basura donde unos cuantos andrajosos buscaban su cena entre los desechos. Al llegar la noche, Barea, retomaba el camino hacia arriba, hacia el centro, para pasar la noche en casa de sus tíos adinerados. Igual que él, miles de personas atravesaban Lavapiés en un camino de descenso hasta el infierno de la pobreza, arrastrados por la mala suerte, la desgana o la enfermedad. Otros, de igual pero diferente modo, subían la escala social desde los límites de Madrid hacia arriba, en busca de un triunfo que las más de las veces se diluía en mera supervivencia.

Hoy, los inmigrantes de mantienen vivo Lavapiés. También para ellos el barrio es el primer escalón de un ascenso que les lleve hasta la dignidad. Algunos de ellos, llegarán hasta la cima, y conseguirán conquistar el último repecho. Otros se quedarán en el barrio para siempre, mientras que otros caerán de nuevo rodando hasta un arroyo que ya no existe, porque Madrid llega hoy hasta más allá del horizonte.

En cuanto a los poetas, a los escritores siempre en ciernes y sus altisonantes palabras, algunos hay aún que, como yo, se apartan del paso cuando baja el torrente de los desechos, y se aprietan contra las paredes de Lavapiés, esperando poder escalar un día la costanilla del éxito, una vez pasado Antón Martín, donde la vida es menos empinada, dicen.

Ángel González García

Generación Revival

Parece que, gracias a nuestro acceso a múltiples fuentes de información, hoy hemos llegado a nombrar la edad en la que vivimos, reconocerla, discutirla en prensa, cafés y tertulias, casi al tiempo que ella, impertérrita, tiene lugar. O dicho de otro modo, hoy nos inventamos nuestro presente con mayor eficiencia y encono que hace catorce siglos. O quizá no. Lo que sí parece más seguro es que las generaciones de hoy se reconocen en el espejo de su tiempo con mayor rapidez que antaño.

Yo pertenezco a una generación que ha ido siempre muy mal de tiempo. Somos los nacidos en el intermedio de un entreacto de una obra ya acabada. El franquismo, a quien de nosotros pilló, lo hizo vistiendo aún los que ya por entonces se llamaban Dodotis. La Transición era una señora de la que hablaban en el telediario del almuerzo, cuando a lo que nosotros nos interesaba de verdad era que llegara el hombre del tiempo, terminara luego de irse, y pusieran de una vez los benditos dibujos animados. El día de Tejero estábamos en el cole, en clase de naturales, estudiando los afluentes del Guadalquivir, o en el recreo jugando al coger, y nos mandaron para casa y nos fuimos contentos y excitados porque al día siguiente tampoco habría clase. De los Mundiales de fútbol sí me acuerdo, sobre todo de Naranjito y Rossi. Pero nada de eso era Historia. Historia era Franco, la Guerra Civil, y luego más tarde Historia llegó a ser Mayo del 68, la muerte de Franco, Jarcha, los grises, la Constitución, la movida madrileña...Épocas maravillosamente conflictivas y llenas de causas, fiestas a las que los de mi edad habíamos llegado tarde.

¿Y después? Para cuando cayó el muro de Berlín, muchos de nosotros nos acabábamos el plato de macarrones para que nos dejaran ver Mazinger Z, o David el Gnomo. Otros mascábamos chicle de menta antes de llegar a casa para que no se notara el aliento a tabaco furtivo. Y ahora, de pronto, Gorbachov es Historia Contemporánea, y se habla cada vez más fuerte de neoliberalismo e imperio corporativo. Y nos sorprendemos a nosotros mismos hablando de cuando las diferencias entre los malos y los buenos no estaban tan claras, y los rusos también tenían su corazoncito; o de cuando se acabaron los malos malísimos y hubo que pasar una década inventando enemigos de afuera, o catástrofes terribles, o marcianos super-evolucionados, o pandemias apocalípticas.

Ahora, los de mi generación les calentamos la oreja a los jóvenes con batallitas de épocas pasadas, en las que no teníamos móvil y lo que más miedo nos daba era el paro, y los ricos pagaban más impuestos, España no iba bien, nadie se ahogaba en el Estrecho, no teníamos Internet, y los americanos eran unos muchachotes de mal gusto y aniñados en su cuerpo de gigante, un tanto fanfarrones y todo lo que se quiera, pero muy adelantados. Si no, que le preguntaran a Jesús Hermida.

Pero se lo contamos, eso sí, con una visión de nuestro propio tiempo mucho más exacta que la que haya mostrado cualquiera de nuestros antecesores, exceptuando quizá a Nostradamus. Y lo hacemos por las mañanas, en la cola del paro. Y es que por la mañana siempre tiene uno las ideas más frescas, mientras lee en el periódico lo que pasa con el mundo, cómo se va haciendo la Historia.

Ángel M. González García

Jubilación Compostelana

Jubilación Compostelana Puede que Jesús practicase la carpintería ayudando a José, y puede incluso que Simón Pedro fuera pescador antes que vicario de Cristo. Pero la Iglesia de hoy en día más parece querer arrimarse al gremio de la construcción, por la forma en que reparte una de cal y otra de arena, sin necesidad de mezcladora.

Ayer se supo que el Vaticano ha negado a los musulmanes el derecho a rezar en la mezquita de Córdoba, y hoy el cabildo catedralicio de Santiago de Compostela ha decidido retirar una talla del XVIII, porque no quiere “ofender sensibilidades” de otras culturas.

La imagen, una talla policromada que representa al santo a caballo, descabezando infieles, ha sido catalogada de ofensiva contra los musulmanes y se va a retirar, aunque no parece estar muy claro cuál será su nuevo destino.

Según mantenía Américo Castro, la propia aparición de un culto guerrero para este santo patrón de las Españas surgió como respuesta a la práctica musulmana. Según lo entendió el insigne historiador, las huestes cristianas carecían de un líder espiritual a la vez que guerrero, a quien invocar en asuntos bélicos. Si bien los andalusíes entraban en batalla al grito de ¡Mahoma!, parece que los primeros reconquistadores le hicieron ascos tempranos al uso del nombre y la imagen de Jesús repartiendo mandobles, por razones obvias. Sería así, por imitación, que los asturianos, leoneses, gallegos y castellanos empezaron a valerse del apóstol, adaptando la tradición hagiográfica de un santo no castrense, hasta convertirlo en adalid militar y divino. Su subsecuente aparición en la batalla de Clavijo, cooperando para la derrota muslime, acabó por consagrar a Santiago como guerrero de la cristiandad castellana. Cataluña y Portugal optaron por San Jorge, otro héroe a caballo, capaz de derrotar el sólo a un terrible monstruo.

Curiosamente, siglos después de la batalla de Clavijo, Santiago se llegó a convertir en santo predilecto de los no muy ortodoxos moriscos castellanos. Para estos conversos y sus descendientes, los aspectos menos desagradables (o más atractivos) del Cristianismo impuesto eran aquéllos que más les recordaban las tradiciones y preceptos islámicos. Santiago, así, les traía evocaciones del Profeta o de Alí, el héroe celebrado y seguido por los chiítas, entre los que se contaba un número de musulmanes españoles.

A pesar de ello, ahora se va a retirar de la catedral compostelana la imagen de Santiago en plena refriega. Catalanes y portugueses no se verán en la misma necesidad, porque un dragón, por muy simbólico que sea, no ofende a nadie. En el caso de otras huellas del pasado guerrero e intolerante del Cristianismo español, no es posible saber cuáles serán las medidas cosméticas a adoptar. Cabe incluso preguntarse si el apellido Matamoros acabará por desaparecer de las guías telefónicas.

Al fin y al cabo, las cabezas de infieles rodando ante el tajo santiagués servían un propósito: recordarnos el pasado de nuestras religiones, y aprende de él. Quizá la solución pasara por admitir los errores que se cometieron, enseñar lo que no se debe repetir, y abrirse al diálogo verdadero. Supongo que esa talla polícroma acabará en un almacén, pero quizá lo ideal sería que viajara por el mundo como parte de una exposición. Diversas piezas del arte religioso de todos tiempos y culturas podrían acompañar al santo en un periplo que enseñara a los modernos hasta qué extremo han llegado todas las religiones en su celo por callar las verdades ajenas.

Santiago se irguió frente a la Kaaba mahomética como alarde de fuerza espiritual, en una grandiosa “mythomachia
Américo Castro, España en su Historia, 122. Barcelona: Ed. Crítica, 2001.

Los moros llaman Mafómat, e los cristianos Sant Yagüe. (v.73)
Poema de Mío Cid

Tienen por santo algunos de los que nosotros Cristianos tenemos y honramos por santos, y particularmente los apóstoles, y los llaman morabutos, y porfían que fueron moros, y dicen que el apóstol Santiago se llamó Alí.
Diego de Haedo, Topographía General de Argel. Tomo I, p. 152

Para los moriscos, cruzada y yihad se encuentran, pues, en el mismo plano y, por consiguiente, Santiago (aunque Matamoros), campeón de la cristiandad, puede adoptar los rasgos de Alí, campeón del Islam.
Louis Cardaillac, Moriscos y cristianos: un enfrentamiento polémico. Trad. Mercedes García Arenal. México: Fondo de Cultura Económica, 1979.

Que no hay más de un Santiago, al qual dio Dios una lanza con tanta virtud, que mataba con ella a quantos quería, y que el nombre de este Santiago en arábigo es Muceph, hermano de Moysén…
Gerónimo de Rojas, declarando ante el Tribunal de la Inquisición. A.H.N. Inq. Leg. 197, núm. 5

Ytem que abía dicho y afirmado que Mahoma era secreto de Dios y que estava casado con una prima de Santiago.
Acta de acusación contra “Salvador, morisco, esclavo de Martín Coello, vecino de Alarcón” (1574). Recogido por Cardaillac, 431.

Ángel González García

Balcones

Balcones Sitios para colgar mensajes. Y que no se sequen.

Reservado el derecho de oración

El Vaticano ha negado la petición hecha por algunas asociaciones islámicas para permitir a los musulmanes compartir el espacio de la actual catedral de Córdoba. El portavoz de relaciones inter-confesionales de la Santa Sede ha declarado que los musulmanes cordobeses tienen que “aceptar la Historia”.

La Historia se escribe. A veces se re-escribe, siempre se edita, y se le sacan versiones. El Vaticano debería especificar: “Los musulmanes que quieran compartir la que fue mezquita con los cristianos deben renunciar a su pretensión, y aceptar la Historia que escribieron los ganadores, y aceptar además la versión que abarca desde tal año hasta tal otro”, debería haber dicho la curia romana.

Hace más de 400, dos moriscos granadinos, Alonso del Castillo y Miguel de Luna, también tuvieron la idea de compartir rezos con sus vecinos cristianos. Se demolía por aquellos años el alminar de una principal mezquita granadina, para ampliar la catedral. La “Torre Turpiana” tenía sorpresa dentro, y entre los escombros de sus cimientos apareció una caja con unos huesos, un trozo de tela y un texto misterioso, escrito en varias lenguas.

La caja, como habrán adivinado, había sido escondida allí, quizá la noche siguiente al derribo, por Alonso del Castillo y Miguel de Luna. También habían sido ellos los autores del arcano texto, y es que tanto suegro como yerno eran personas polifacéticas, que lo mismo firmaban un tratado de historia, que curaban enfermedades o traducían textos para el mismísimo “Rey Prudente”. El pergamino hablaba de los comienzos del Cristianismo en la ciudad del Darro, y de cómo los primeros evangelizadores penibéticos (y, por ende, los primeros mártires) habían sido nada menos que unos árabes llegados desde oriente.

Los huesos de los supuestos mártires (en concreto los de San Cecilio) fueron llevados al El Escorial, donde Felipe II los hizo reverenciar como era debido. El trozo de tela sufrió destino semejante, y Granada, musulmana un par de generaciones antes, pasó por la mayor ola mística cristiana de su modernidad, que acabó en la fundación de iglesias, conventos, etc.

El manuscrito condujo a otros, como en una búsqueda del tesoro orquestada por Castillo y Luna. Al final, en el Sacromonte se descubren las planchas de plomo que hoy llevan su nombre, que se hizo precisamente sacro tras el descubrimiento. Se trata de unas placas de plomo grabadas en un árabe falsamente arcaico, en las que Castillo y su yerno se reinventan la Historia Sagrada, y re-escriben los Evangelios Cristianos en una versión mestiza.

Lo que ambos pretendían era reconciliar la Biblia cristiana con el Corán, creando una especie de terreno neutral para que los moriscos pudieran aceptar la conversión forzosa a la que habían sido sometidos, y para que sus vecinos cristiano viejos dejaran de tratarlos como una casta a extinguir. Como buenos andaluces, Castillo y Luna eran, a pesar de musulmanes, muy devotos de María, y por eso se les ocurre poner en boca de la Virgen esta serie de lindezas que quisieron limar las diferencias entre moros y cristianos.

El revuelo que causaron los plomos duró 80 años. Durante éstos, los huesos del “mártir” (a saber de dónde los habían sacado Luna y su suegro) fueron adobados y adorados; San Cecilio se quedó como santo patrón de Granada; se fundó la abadía del Sacromonte; se expulsó a los moriscos; se discutió largo y tendido sobre la autenticidad de los plomos, y al final (en 1680) el Vaticano dio por cerrado el caso, condenándolos como apócrifos y mentirosos.

El que esto escribe es ateo, y por eso considera el apócrifo de Alonso del Castillo y Miguel de Luna tan válido o tan falso como todo otro libro pretendidamente sagrado. Pero también el que esto piensa entiende que textos como la Biblia, el Evangelio o el Corán son expresiones de la espiritualidad de pueblos enteros, y que como tales tienen un valor quizá más importante que su supuesto origen divino.

Los plomos del Sacromonte también fueron la expresión de una colectividad que quiso acabar con las barreras y el odio. Muchos moriscos, como Alonso del Castillo y Miguel de Luna, quisieron encontrar, ingenuamente, un lugar común desde el que ponerse en contacto con su dios, y hacerlo con el vecino al lado, cada uno a lo suyo y los dos en comandita.

Nada de ello fue posible. Hoy, la catedral de Granada es una bellísima obra de arte, elevada sobre las ruinas de otra, que a su vez lo sería de una anterior (o casi, casi). Así ha sido (y sigue siendo) nuestra Historia. Pero entre los cimientos de una, de cualquiera de las que quedaron enterradas, aún podemos hallar cofres misteriosos que apunten a lugares posibles, a lugares comunes.

La catedral de Córdoba no fue tan cara como la granadina. No costó, al menos, tanto derribo. Quedó allí más patente, sin necesidad de inventar plomos apócrifos, que es posible y necesario que cristianos, moros, judíos y ateos amantes del arte pidan paz y pidan justicia, y que lo hagan pared con pared, jardín con coro, claustro con mihrab, tabique con tabique. Tenemos el local. Tenemos la clientela, tanto para llenarlo un viernes como un domingo, tanto para la Semana Santa como para el Ramadán. Abramos el chiringuito de rezar, que al cabo van a ir todos a pedir lo mismo. Hasta los que vamos de cabeza al infierno de los descreídos. A lo mejor juntando rezos sale Dios (esta vez sí, con mayúsculas) del armario y nos deja a los ateos con dos palmos de narices. Por bocazas, que lo somos.

Ángel González García

Aguirre (Esperanza) o la ira de Dios

La presidenta de la Comunidad de Madrid dice que la obra de Iñigo Ramírez de Haro “Me cago en Dios” es blasfema, y yo estoy de acuerdo. Luego dice que no se puede subvencionar dicha obra, porque “atenta contra la dignidad de los creyentes”. Ignoro si el autor es o no creyente, pero afirmo que para cagarse en Dios (y más si se escribe su nombre con mayúsculas) hace falta o bien creer en él (minúsculas mías), o haber llegado al ateísmo tras años de educación religiosa, contra la cual, precisamente, surge la blasfemia. Si el autor de la blasfemia es creyente, tiene tanto derecho como el que más a exponer su punto de vista y sus sentimientos sobre la divinidad. Si no lo es (creyente), tiene el derecho adquirido de quien fue educado en una sociedad cristiana. En mi caso, reconozco que perdí la fe hace mucho. Pero, aunque la unión entre un servidor y la comunidad de los fieles (ecclesia) se haya roto, mis años de convivencia en aquel matrimonio (unión místico/conyugal del alma con su creador) me dan derecho a decir lo que se me venga en gana del creador, en cualquiera de sus potencias y personas. Y por lo tanto, a blasfemar.

Se pregunta la señora Aguirre “¿qué pasaría si se hubiera titulado la obra con la palabra Alá?” y se contesta que cualquiera habría puesto el grito en el cielo ante el desacato y falta de respeto y tacto. Quiero responder aquí a la señora Aguirre lo que se suele decir cuando un tercero se mete en disputas familiares: “puedo yo, y quiero, meterme con mis señores padres, hermanos o familiares varios, pero eso no significa que haya de permitir que el de fuera también lo haga.

No es lo mismo que el señor Ramírez de Haro escriba “Me cago en Dios”, a que blasfeme contra el dios de una religión que ni le ha sido impuesta en la escuela, ni ha visto más que desde fuera, ni es (aunque en tiempos lo fuera) la mayoritaria en este país. Personalmente, yo no me siento capacitado para blasfemar contra lo que conozco desde fuera (aunque ése fuera esté en la memoria histórica de mi cultura), ni creo tener el derecho a enojarme hasta tal punto con el dios de una religión que no es la mía. Pero reconozco el de todo musulmán a dar rienda suelta a sus represiones emprendiéndola a expletivos contra el ser supremo. Quienes condenaron a Salman Rushdie por mucho menos que lo que ha hecho Ramírez de Haro, en cambio, estarían de acuerdo con las palabras de Aguirre, y aplaudirían la amenaza de retirar apoyos y ayudas institucionales a obras de este tipo.

Detrás de la blasfemia suelen estar el rencor o el desconocimiento. Cuando el que blasfema lo hace contra la religión que le vio nacer, le suelen impulsar motivaciones morales y principios éticos, que consideran traicionados por quienes ostentan las jerarquías de la religión. Cuando se blasfema contra el dios del vecino, se hace desde el odio, el desprecio y la falta de consideración hacia lo que no se conoce.

Ángel González García

Aullemos, dijo Saramago

Anoche Saramago habló con su acento maravilloso, y aulló también, perro portugués como los que corean la partición de la balsa ibérica en una de sus novelas.

Habló Saramago de la democracia, de la verdad, la justicia, la bondad y la decencia. Aulló, "para que se le oyera" e invitó a aullar a todos los seres humanos de buena voluntad y entendederas, "para que se nos oiga", para que la democracia sea algo más que "lo menos malo", y la justicia recupere las posibilidades que nunca ha tenido.

José Saramago, además de un maravilloso escritor, es un hombre bueno, que defiende lo bueno, lo justo y lo necesario. La bondad y la justicia que defiende Saramago no son las del idealista de cabello plateado que vive a espaldas de la realidad, con su sangre y sus suciedades. La utopía que postula es la necesaria, la pragmática, la egoísta si se quiere. En su último libro, el 83% del electorado de un país vota en blanco. Lo hacen para protestar sobre la naturaleza formal y hueca de la democracia en que viven (vivimos). Lo hacen con un afán colectivo de utopía, pero con los pies en la tierra con que se construye la realidad. Como ese alfarero, protagonista de otra de sus novelas, que sigue trabajando en su taller, a sabiendas de que es lo único posible, en un mundo que ya le ha condenado a la nada.

Saramago aúlla pidiendo justicia, y su utopía es la del sentido común. Su denuncia es la obvia: cuando dice que la democracia no será plena hasta que los poderes verdaderamente fácticos dejen de ser los del gran capital, Saramago tiene los pies en la tierra, no se entretiene en ensoñaciones. Cuando propone el diálogo, el poder de la bonhomía, la honradez en la política, la justicia en el dinero, no lo hace desde la lejanía de lo teórico. Sabe que la utopía es en realidad el único camino sostenible, posible, deseable y realizable. Son las otras, la ideas que han sostenido al mundo desde que tenemos memoria, las que andan descarriadas entre idealizaciones empecinadas y condenadas al fracaso. Nada hay más utópico e irrealizable que el axioma neoliberal de que la riqueza concentrada en unas manos acabará revirtiendo en la riqueza de la sociedad y la mayoría de sus miembros. O un porcentaje decentemente alto de ellos. Nada más ensoñador que pretender la paz donde sembramos injusticias.

El egoísmo bien entendido empieza por todos nosotros. Sostener que siempre habrá ricos y pobres no es realista, sólo es insuficiente. Mientras tengamos que seguir viviendo juntos, sólo nos mantendrá a flote la persecución de la utopía.

Iñaki Gabilondo, que entrevistaba a Saramago, lo llamó "brujo", porque en su libro, escrito hace ya algunos años, aparecen extrañas coincidencias con los sucesos acaecidos recientemente en España. También en la ficción de Ensayo sobre la lucidez hay un atentado contra un tren, y también en la novela la acción ciudadana, espontánea y pacífica, da un vuelco impensable a la situación política del país. Más que brujo, Saramago parece un chamán de la "tribu de la sensibilidad", que es una bonita forma de llamar a los artistas, a los escritores, a los músicos. Y pareció anoche un chamán cuando, con sus musicales sibilantes lusitanas, dijo: "están pasando cosas extrañas", refiriéndose a la esperanza, a la voluntad de cambiar el mundo.

"Otro mundo es posible", he visto ondear en algunos balcones de mi barrio de Lavapiés, y he sentido algo de esperanza. Anoche, en el teatro Alcázar de Madrid, un perro portugués encarnado en chamán trajeado lo reiteró entre verdades y bellezas. "Aullemos, dijo el perro, para que se nos oiga.

Ángel González García

Para que yo me llame Ángel González García

--Con un nombre como el tuyo --me ha dicho mi agente invisible --no se va a ninguna parte.
--¡Pues en la oficina del paro no le han puesto pegas!--le he contestado en un arrebato de orgullo ahidalgado. A lo que ella (mi agente literario) me ha respondido certeramente con un guiño, más de burla que de complicidad. Es lo malo de los agentes invisibles: que como son inventados, siempre tienen razón.

--Mira Zapatero, por ejemplo --me ha contado después, con un tonillo de superioridad.
--¿Quién se acuerda del Rodríguez? De momento, sólo los periodistas extranjeros, hasta que se enteren de que pueden ahorrarse el trabajo de intentar pronunciar tanta erre, y dejarlo sólo en ZP. Y la lista sería interminable. Felipe se pudo permitir el González porque es mucho Felipe, pero de ésos sale uno por siglo, acaso dos, y el otro, para más inri, tiene hasta tu nombre de pila. Hay que ser un pedazo de poeta para llamarse Ángel González y además hacer de ello un buen poema. De García, ¿qué te voy a contar? Como no venga avalado por el genio y un Lorca (o un Márquez) bien plantados, resulta un nombre imposible para quien quiera llegar a medianamente reconocido. Fíjate en el granadino, y encuéntrame alguien que hable de él como Federico García. De Benito Pérez mejor será no hablar, porque no se iba a enterar nadie.

La evidencia era apabullante, pero mi agente invisible ha seguido dale que te pego con varios ejemplos más de que no se puede ir por la vida llamándose, como un servidor, Ángel Miguel González García, y pretender escribir cosas y que un día salgan libros de uno en los escaparates de la Gran Vía. Así que he desenchufado a mi agente literario, y me he decidido a solucionar el tema, antes de que la fama me caiga encima, sin haber tenido tiempo de montármelo en plan seudónimo pegadizo. He probado con varios, jugueteando con antiguos motes de barrio, apellidos altisonantes, distantes y espléndidos, o nombres de guerra de aquellos que, a fuer de simples, evocan de todo un poco.

Ninguno me ha satisfecho en lo más mínimo. El problema es que no consigo sentirme identificado con ninguno, y no me gusta imaginarme firmando libros en el FNAC con el nombre de un señor que, francamente, nunca me hará volver la cabeza, por mucho que quiera meterme en el personaje. He probado después con los segundos apellidos de mis señores padre y madre, pero el resultado ha sido muy parecido al original. Y es que no se puede ser tan del montón, que hasta remontándome a los abuelos no encuentro más que péreces, ramíreces, garcías y otros tan pedestres, que no hay manera de elevar el caché genealógico, aunque sea sólo el de tipo fonético. Y es que hay apellidos que, a pesar de plebeyos, tienen un nosequé, que suena bonito, como Aznar o Zapatero (y cito a los dos, intencionadamente, para que se vea que me refiero a la sonoridad del nombre, no a las connotaciones que pueda suscitar al ser oído).

Convencido de que, buscando en el acervo familiar (tan limitado, por otra parte), no hallaría apellidos pegadizos o distinguidos, he querido acudir a los posibles nombres que, de no haber decidido mis padres el de Ángel, podrían haberme adornado el DNI. ¿Quién no ha oído alguna vez las anécdotas e historias sobre “el nombre que quería ponerte papá”, o sobre la obsesión de la abuela “porque te pusiéramos el de su madre”? En mi caso, y como nací un 15 de mayo, parece ser que a punto estuve de llamarme Isidro, un nombre que de pequeño me aterrorizaba a toro pasado, pero que hoy en día me daría al menos un toque de originalidad castiza y labradora.

Descartada la enmienda parcial a la decisión bautista de mis queridos progenitores, sobre todo porque no me hallo dentro de un nombre tan de feria como Isidro, y tampoco de su etimológico Isidoro (mote del Felipe González de la clandestinidad), he pensado en una estrategia ideal. Así como no es lo mismo llamarse Leticia que Letizia, Bakero que Vaquero, Javier que Xabier, o Carmona que Karmona (éste último es mi favorito), tampoco será igual llamarse González que Quntsali, ni García que G’artzai. Y por semejante regla de tres, el Ángel lo pienso cambiar por Ahe (con la hache aspirada y nasalizada), y el Miguel de mis desdichas por un Malik morisco.

Me justificaré: González suena a guía de teléfonos, pero en algún momento un visigodo (quién sabe si hasta un suevo, alano o vándalo) se llamó con el etniquísimo nombre de Gündsalf, o algo semejante, de evocaciones no sólo exóticas sino casi wagnerianas. Yo, que no soy muy aficionado a lo valquirio ni me arrimo a lo teutónico, me quedo en cambio con una versión supuestamente mozárabe del González clásico, porque hace falta investigar un ratito para demostrarme que no se pronunciaría así el cotidiano apellido en el Toledo del siglo X. Ergo, Quntsali me quedo, hasta que un lingüista como Dios manda me ponga en mi sitio.

En lo que respecta al García sin Lorca con que adorno los espacios a rellenar donde dice “segundo apellido”, me puse a mirar un poco por aquí y por allá, para encontrarme con que lo más probable es que sea de origen euskalduna como la madre que me parió es extremeña. Dicen que puede que García tenga que ver con la raíz Artz- que es como decir “oso” en lengua protovasca, prerromana e ibérica de bellota, que es algo como muy étnico y que queda como que muy original. Porque reconocerán conmigo que es mucho más interesante la historia de López (que debe venir de Lupus “lobo” en latín) una vez que se conoce el origen animal y totémico de dicho apellido. Y es que, para firmar novelas, Antonio López Antón queda muy del montón, mientras que Lobo Antunes en la portada del libro da ganas de leerlo.

En cuanto al Ahe (con hache aspirada y medio nasalizada), viene a ser la representación ortográfica de cómo pronuncia el nombre Ángel la gran mayoría de mis paisanos, y de cómo lo dice uno en las pocas ocasiones en que se ve obligado a pronunciar el propio nombre. Y como ahora que no está el PP, los nacionalismos han dejado de ser el coco (el andaluz, de hecho, ha dejado de ser y punto), pues eso: Ahe. Lo del Malik es ganas de fastidiar al clero, y montármelo en plan revisonismo histórico. Y, si suena a tontería, respondo que Carmona está en la provincia de Sevilla, y que la ce (mayúscula) se la pusieron los romanos, o que vaca se escribe con uve, menos la del coche, pero de ésas ya casi no hay, porque si llevas mucho equipaje te compras un monovolumen.

Firmao:
Ahe Malik Quntsali G’artzai

Agua Corriente

Agua Corriente Mientras en parte de occidente, las multinacionales de bebidas azucaradas gaseosas embotellan glamour de grifo (el Vichy de hoy en día no se toma en balnearios, sino en botellas biberón, después de la clase de aerobic), mientras cada vez queda menos para que hagamos la paella con bebidas isotónicas, la mayor parte de los bengalíes aún considera un grifo como un lujo fuera de su alcance.

El agua de los ríos, que viene cargada de enfermedades de las que hicieron de la Extremadura de los años veinte una herida abierta en España, no sirve para beber, y se lleva cada año demasiadas vidas. Cuando se intentó abrir pozos, se descubrió que la tierra vomitaba agua envenenada con arsénico, y se descubrió de la forma más terrible.

Un estudio ha demostrado que la solución al veneno la llevan puesta alrededor de su cintura una gran mayoría de las mujeres de Bangla Desh: el sari, la tradicional prenda de algodón con que millones de indias, paquistaníes y bengalíes cubren su cuerpo, ha demostrado ser una alternativa eficaz y barata a sistemas de filtrado que quedan fuera del alcance de una grandísima mayoría.

La apretada trama de fibra, de la misma fibra que alimentó los telares de la metrópolis, de la fibra que ató el destino de la Península Indostaní al del Imperio que manufacturó su algodón y su historia, ahora puede salvar vidas. Gandhi, que tanto se preocupó por el algodón, hasta casi llegar a explicar la realidad de aquellas partes del mundo como quien desenrolla un ovillo de hebras blancas, estaría contento de saber que, con sólo desfajarse las mujeres de Bangla Desh de sus coloridos trajes, podrán evitar que sus hijos sigan sucumbiendo al cólera.

Quizá sea ir demasiado lejos, pero uno no puede evitar el simbolismo encerrado en la noticia. Ignoro si unos pantalones de algodón, lino, marca o diseño, serían tan eficaces a la hora de filtrar las miasmas mortíferas del agua de los ríos del Tercer Mundo. Y también ignoro si estaríamos (los hombres que llevamos esos pantalones) dispuestos a bajárnoslos, y quedarnos con el culo al aire, para sacarle el veneno al agua de nuestra gente o la de al lado. Ver tanto algodón convertido en bandera o en uniforme de campaña me hace dudarlo. Por eso me alegro de que haya sido el sari, el doméstico atuendo de tantos millones de mujeres, el elegido. Ellas no dudarán en desnudarse, si es preciso, para dar la vida, ni en frotar más de lo acostumbrado, para limpiar de bacterias asesinas las telas de su salvación.

Quizá deberíamos seguir ejemplo en todas partes, y luchar para que más y más mujeres nos dirijan, en este trabajo interminable de filtrar las porquerías que hemos ido dejando por todas partes; y reclamar que sea el prieto entramado de una tela femenina el tejido que nos ayude a eliminar los venenos y a vestir este mundo de una decencia que sigue haciendo demasiada falta.

Ángel González García

De Ysabel y Fernando

De Ysabel y Fernando El espíritu impera, sobre cualquier otro, en algunas algaradas editoriales de la derecha española de estos días traumáticos.

El domingo 28 de marzo, el Director de la Real Academia de la Historia firmaba una editorial para ABC,a la que un servidor quisiera hacer de monje glosista, aunque quizá de monje mozárabe, de ésos que, de tanto juntarse con la morisma,acabaron medio contagiados de "sus errores".

Afirma don Gonzalo Anes que "hay versículos del Corán que incitan a vengarse del insumiso y a exterminar al incrédulo, y en los que Alá es presentado como señor de la venganza". Habría que glosar estas palabras con otras que recuerden que hay todo tipo de versículos en el Viejo y el Nuevo testamentos, entre ellos los que compelen al buen creyente a poner la alabaceteña al cuello del primogénito, para mostrar así qué tan fanático debe llegar a ser el buen siervo de Dios. Otros versículos de más rancio abolengo cristiano incitan a los correligionarios del señorito visigodo Pelayo a poner la otra mejilla en caso de agresión, actitud que en pocas ocasiones ha sido puesta en práctica por la Cristiandad, pero que no parece habernos invalidado para el título de seguidores de Jesús.

Y es que "del dicho al hecho hay un gran trecho", y ésta es máxima aplicable por igual a moros y a cristianos. Ni el señor don Gonzalo Anes comerá cordero con hierbas amargas dentro de unas semanas (Jesús sí lo hizo, y no dijo nada de cambiar el hebraico menú) ni es probable que decidiese saltar el foso de los leones del zoo de la Casa de Campo, para mostrar con ello la fortaleza de su fe. Son pocos, también, los judíos que hoy por hoy pretenden lapidar a una adúltera, o que se dediquen a quemar grasa de buey para apaciguar al señor de las tormentas,mientras esperan a que sus señoras se purifiquen ritualmente de sus preñeces obligatoriamente incestuosas.

De igual modo, para la gran mayoría de los creyentes en el Islam (una cifra que de ninguna manera se corresponde con la de los habitantes del mundo islámico)los versículos que hablan de la guerra santa no son sino azoras, hechas de palabras.

Según el artículo del señor Anes, lo que ha convertido a las sociedades cristianas occidentales en "superiores" (a su modo de ver) a las islámicas, ha sido una supuesta y efectiva separación entre religión y estado. Incluso aceptando esta reducción de la realidad (los últimos 8 años de gobierno en España no han sido ejemplo de separación entre ambas esferas), hay que recordar que al laicismo occidental se llegó mediante la revolución social, propiciada por el desarrollo industrial y por la aparición de programas políticos alternativos al del Antiguo Régimen.

En muchos países islámicos, sin embargo, el Nuevo Régimen europeo implantó colonias, que sólo en la segunda mitad del siglo XX consiguieron su independencia. En el caso de Marruecos, tras un período colonial (don Gonzalo parece olvidar esta fase reciente de nuestra Historia compartida, favoreciendo en cambio navas de gloria tolosana y salados heroicos), el régimen autocrático de una monarquía absoluta sigue manteniendo al país fuera del alcance de los logros del laicismo occidental: en el analfabetismo y la miseria. De estos descontentos se nutren los que se toman el versículo fatal como palabra divina.

Cuando el cristianismo europeo/occidental y pretendidamente laico se ha creído amenazado, también los católicos se han tomado al pie de la letra la parte de la Biblia que más a pelo viniera para golpear en nombre de Dios. España sabe de
cruzadas, de algunas que acabaron cuando el que esto escribe jugaba a las canicas, y que aún colean. Y también dentro de la ortodoxia católica se ha reclutado a jóvenes desesperados criados en el odio y la pobreza, para que, Evangelio en mano, inmolaran por Cristo Rey a los clientes de un pub.

Debo confesar que, en el fondo, coincido con el Director de la Real Academia de la Historia en que resulta una tremenda estupidez intentar arreglar el mundo de hoy con un libro de instrucciones ideado para el de hace demasiados siglos. La diferencia estriba en que el señor Anes se niega a ver la viga en el propio, entretenido como está contando las pajas versiculares que ciegan al cíclope. Un monstruo cuyo único ojo, parece desprenderse del análisis, sólo lee azoras y versículos.

Antes que buscar mensajes terroristas entre las líneas del código ajeno,convendría aceptar de una vez por todas que el islamismo, como cualquier otro integrismo religioso o político, se nutre de las frustraciones de las sociedades en que hace presa. En el caso del moderno Marruecos, y como bien apunta Alí Lmrabet, el islamismo constituye la única alternativa a un mundo feudal, y la única ideología que, hoy por hoy, ofrece un programa político a los ciudadanos del país vecino (que ni eso son, sino súbditos).

Si en la España moderna hemos superado (más recientemente de lo que a veces queremos creer) artículos como el de "no separar lo que Dios ha unido", y hoy nos divorciamos sin que nos echen del pueblo ni nos quemen en la plaza, también
un pueblo marroquí con oportunidades y futuro, con un mínimo de bienestar, podría ejercitar su derecho a tomar al pie de la letra lo que su buen juicio (no su miedo) le dictara, desechando versículos y favoreciendo otros, de los buenos, de los que también abundan en la Torá y el Evangelio.

Ángel González García