Un retal de arpillera
En Bangla Desh, un trozo de algodón salva del cólera, y en Nigeria, un retal de arpillera cubre el tronco enterrado de los condenados a lapidación, para no ofender a los ojos píos que habrán de arrojar los guijarros criminales.
En Nigeria, una pareja acaba de ser condenada a una muerte cruel, por prácticas sexuales fuera del matrimonio. Lo escribe Safiya Husseini, que se libró por muy poco, y lo recogía Benjamín Prado: primero entierran a los hombres hasta la cintura, y a las mujeres hasta el pecho, porque hasta en un acto de tal inmoralidad algunos pretenden imponer la falsedad de la suya, asesina. Después, cubiertos por la arpillera de la vergüenza, morirán apedreados lentamente, en un castigo lento y cruel a un crimen inexistente.
En Iraq, según tengo entendido, ni la versión más coránica del déspota Saddam pretendió incluir tal brutalidad entre sus medidas de represión. En Nigeria se seguirá haciendo, porque, a pesar de lo que digan Blair y Bush, la injusticia de hoy sólo se denuncia en aquellos lugares en los que los países ricos tengan intereses políticos, económicos o estratégicos. Otra cosa sería si, al levantar la el telón de arpillera burda bajo el que se hace impune el crimen salvaje, se descubriera lo que se esconde bajo suelo iraquí. Otro futuro esperaría a los amantes impacientes del país africano, si dentro de sus fronteras se ocultaran armas fantasmagóricas, o si en los campos de tiro de su entrenamiento terrorista se usaran lanzagranadas, en vez de piedras.
Ángel González García
En Nigeria, una pareja acaba de ser condenada a una muerte cruel, por prácticas sexuales fuera del matrimonio. Lo escribe Safiya Husseini, que se libró por muy poco, y lo recogía Benjamín Prado: primero entierran a los hombres hasta la cintura, y a las mujeres hasta el pecho, porque hasta en un acto de tal inmoralidad algunos pretenden imponer la falsedad de la suya, asesina. Después, cubiertos por la arpillera de la vergüenza, morirán apedreados lentamente, en un castigo lento y cruel a un crimen inexistente.
En Iraq, según tengo entendido, ni la versión más coránica del déspota Saddam pretendió incluir tal brutalidad entre sus medidas de represión. En Nigeria se seguirá haciendo, porque, a pesar de lo que digan Blair y Bush, la injusticia de hoy sólo se denuncia en aquellos lugares en los que los países ricos tengan intereses políticos, económicos o estratégicos. Otra cosa sería si, al levantar la el telón de arpillera burda bajo el que se hace impune el crimen salvaje, se descubriera lo que se esconde bajo suelo iraquí. Otro futuro esperaría a los amantes impacientes del país africano, si dentro de sus fronteras se ocultaran armas fantasmagóricas, o si en los campos de tiro de su entrenamiento terrorista se usaran lanzagranadas, en vez de piedras.
Ángel González García
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