Gangsta Rap
Cuando el rap eran ritmos para bailes desencajados, o rimas cuajadas de chirridos de vinilo violentado, yo no le prestaba más atención que la requerida para intentar los pasos más fáciles del repertorio breakdance. Estuvo de moda un curso y medio, y depués acabé escuchando a Silvio Rodríguez y Extremoduro, así que, para cuando el gangsta rap llegó a convertirse en hip hop culture, yo ya estaba destetado de modas americanas.
Luego me fui allí a vivir, y a los estereotipos que ya llevaba puestos le abonaron el caldo los consejos burgueses que recibí y casi heredé con el permiso de residencia: el hip hop, como casi todo lo relativo a los negros y a las clases urbanas menos favorecidas, era algo peligroso, indeseable y soportable sólo mientras se dejara civilizar por la industria discográfica.
Luego conocí gente que me enseñó a buscar detrás del hip hop la misma belleza, el mismo sentido de arte real, puro y popular, la misma importancia que en su tiempo tuvo el jazz, antes de que la América blanca lo domesticara. Intenté ver las discotecas arrabaleras con detectores de metales con la misma poesía que Lorca quiso ver en los garitos de Harlem. Escuché los buenos consejos, y a medida que las grandes estrellas se fueron convirtiendo en marcas registradas, fui interesándome por las letras, las rimas crudas, la oralidad de romancero fronterizo de estas sagas de gueto.
Para cuando el conocimiento del idioma y sus contextos me habría permitido escuchar rap y entender qué, desde dónde y por qué decían cosas como aquellas, el hip hop había sido oficialmente deglutido por el más establishment de los establishments. MTV, VH-1 y hasta los canales de telepredicadores habían triturado una música, y los gangsta rappers de más peligrosa catadura acudían como invitados a programas de cocina para señoras de casa particular.
Algunos quedaban, que llenaban espacios de máxima audiencia con rapeos indecentes, ácidos, destructores de ilusiones y carniceros de mentiras de sueño americano. Con quejíos, pero a cambio de un precio. En radio y televisión, letras malsinas, letras duras, letras crueles y sin esperanza como la vida de tantos, letras como armas suenan a todas horas, gracias a la inclusión de oportunos silencios y pitidos, que ahorran al pueblo el escupitajo sonoro del inconformismo. He tenido que volver a España para escuchar sin cortes ni censuras, sin referentes culturales, las letras del gangsta rap. Pero ¿cómo rimar con un mínimo de credibilidad la protesta de una víctima de gueto y welfare en el castellano de un estado con escuelas públicas y sanidad pública (por muchas quejas que, con razón, tengamos sobre ambas)?
Luego me fui allí a vivir, y a los estereotipos que ya llevaba puestos le abonaron el caldo los consejos burgueses que recibí y casi heredé con el permiso de residencia: el hip hop, como casi todo lo relativo a los negros y a las clases urbanas menos favorecidas, era algo peligroso, indeseable y soportable sólo mientras se dejara civilizar por la industria discográfica.
Luego conocí gente que me enseñó a buscar detrás del hip hop la misma belleza, el mismo sentido de arte real, puro y popular, la misma importancia que en su tiempo tuvo el jazz, antes de que la América blanca lo domesticara. Intenté ver las discotecas arrabaleras con detectores de metales con la misma poesía que Lorca quiso ver en los garitos de Harlem. Escuché los buenos consejos, y a medida que las grandes estrellas se fueron convirtiendo en marcas registradas, fui interesándome por las letras, las rimas crudas, la oralidad de romancero fronterizo de estas sagas de gueto.
Para cuando el conocimiento del idioma y sus contextos me habría permitido escuchar rap y entender qué, desde dónde y por qué decían cosas como aquellas, el hip hop había sido oficialmente deglutido por el más establishment de los establishments. MTV, VH-1 y hasta los canales de telepredicadores habían triturado una música, y los gangsta rappers de más peligrosa catadura acudían como invitados a programas de cocina para señoras de casa particular.
Algunos quedaban, que llenaban espacios de máxima audiencia con rapeos indecentes, ácidos, destructores de ilusiones y carniceros de mentiras de sueño americano. Con quejíos, pero a cambio de un precio. En radio y televisión, letras malsinas, letras duras, letras crueles y sin esperanza como la vida de tantos, letras como armas suenan a todas horas, gracias a la inclusión de oportunos silencios y pitidos, que ahorran al pueblo el escupitajo sonoro del inconformismo. He tenido que volver a España para escuchar sin cortes ni censuras, sin referentes culturales, las letras del gangsta rap. Pero ¿cómo rimar con un mínimo de credibilidad la protesta de una víctima de gueto y welfare en el castellano de un estado con escuelas públicas y sanidad pública (por muchas quejas que, con razón, tengamos sobre ambas)?
1 comentario
Rachel B. -
Besos