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Cuadernos de Lavapiés

Crónicas de San Simón

Son cosas del mercado

Le conocí en una fiesta de cumpleaños. Me pareció un tipo agradable y con don de gentes, de buena labia. En su actitud, nada arrogante, no mostraba dedicarse a la promoción de viviendas, así que me sorprendió cuando me lo dijo. Alguien, un amigo común, le había dicho que llevaba tiempo buscando a donde mudarme. No por frivolidad, que si a la fuerza ahorcan, también a la fuerza te hace la vida empaquetar tus cosas y mudar de asiento.

Se ofreció a ayudarme, y la oferta cayó en tierra abonada: el tipo me inspiraba confianza y la situación me invitaba, seductora, a asirme a un clavo ardiendo, una alcayata al rojo, o a lo que el destino tuviera a bien concederme. Nos reunimos en su oficina a los pocos días. Había plantas por doquier, que regaba una señora boliviana, que también se encargaba de la limpieza, como, atento, me explicó mi anfitrión. En las paredes y sobre las repisas había infinidad de fotos suyas en todos los continentes. Al notar mi curiosidad, tuvo a bien comentarme algunas anécdotas relacionadas con sus viajes.

−¿Has estado en Perú? −me preguntó, y tuve que responderle que no. Ahí terminó esa etapa de la conversación. Luego salió el tema de la universidad, en la que no nos tratamos, pero de la que al parecer compartimos amigos o conocidos. La cosa iba bien, y cada vez me encontraba más cómodo y esperanzado. Hasta que dejó de sonreír y me preguntó que qué tenía en mente. Cuántos dormitorios, en qué zona, qué presupuesto…

Al decirle lo que me podría permitir, teniendo en cuenta los dos sueldos que entran en casa, y al añadirle las necesidades, con el bebé recién llegado, de espacio y comodidades, se puso aún más serio. Ya se me caía el alma al suelo, cuando su rostro se suavizó un tanto. Ahora, en vez del rictus de presidente de tribunal de oposiciones, puso cara de pena. Giró la pantalla del ordenador en mi dirección y me mostró unas fotos en alta resolución, de un piso de tres dormitorios, con trastero, terraza, bien comunicado, no muy antiguo…Las glándulas salivares, confusas ellas como un servidor, o quizá solidarias con el resto de mi organismo, se dispararon con la visión de tan celestial escenario en que representar mis días.

−Pero por éste están pidiendo… −Por respeto a la vergüenza de quien esto lea, me abstengo de hacer pública la indecente cifra− ¿No crees que te merecería la pena?

−De tenerlo, puede, pero no podemos gastar en alquiler el 80% de los ingresos −confesé, no sé si avergonzado, pidiendo comprensión, o deseando un “gesto”, una “rebajita” que en mi caso habría de ser “rebajón”.

Así debió entenderlo él, que se limitó a arquear las cejas y a pronunciar la frase que me había acompañado durante los últimos 7 años como una maldición: “Son cosas del mercado”.

Aquello no llegó a más, y al final nos tuvimos que adaptar al espacio disponible. El bebé se acostumbró a dormir con nosotros. Ya veremos qué trae el futuro. En cuanto al tipo aquél, volví a verle hace poco, en otro cumpleaños. Llevaba la misma ropa que la última vez, pero algo indicaba que las cosas no seguían iguales. Llevaba el mismo traje, sí, pero parecía ajado, brillante del uso. Nos saludamos, y preguntó si ya había encontrado algo.

−No, seguimos viviendo en el pisito de un dormitorio. Ya veremos cuando el niño crezca un poco…

−Bueno, mejor así. Mientras podáis, aguantad así, que ya veremos cómo reacciona el mercado. Ahora está bajo, pero nunca se sabe. A mí me ha afectado la crisis, ¿sabes? Ahora estoy entre dos trabajos; la inmobiliaria que tenía con un socio tuvimos que cerrarla, así que estoy buscando trabajar para alguna de las franquicias. Menos complicaciones así, ¿sabes? Cuando uno se mete a empresario, se desvive demasiado, y luego no compensa.

Una de las amistades comunes me había contado que se quedó en el paro hace unos meses, a poco de declararse oficialmente rota la burbuja inmobiliaria, y la misma frase que entonces se me vino a la cabeza pugnaba ahora por escapar de la garganta.

−Vaya por Dios−le contesté, mientras luchaba en mi fuero interno por no dejarla escapar.

Fue inútil:

−Bueno, son cosas del mercado−dije, mientras todos los músculos de mi cara escapaban a mi voluntad y se declaraban en rebeldía para esbozar el gesto de compasión sonriente más hipócrita que he hecho en mi vida.

 

 

Estatuts métricos

Viernes, 20:30 de la tarde-noche de comienzos de un mes que me cuesta trabajo llamar marzo, porque uno también tiene su nacionalidad, y en la nación de uno, marzo no se habla con los abrigos, ni abril con las bufandas. La semana ha sido larga y difícil, pero el metro me lleva a casa y no vendrá a recogerme hasta el lunes por la mañana. Por delante de mis ojos pasan los nombres de estaciones con sabor a Joaquín Sabina. Un señor que debe haber nacido a aquel lado del Adriático se pone a tocar melodías rusas en el acordeón, entran y salen bolivianos, bengalíes, cantoneses y cabileños y yo estoy cansado, deseando llegar a casa. Sé que al subir al exterior en Atocha me daré de cara y pecho con el viento de fresquera mesetaria, recién venido de una sierra que no es como las de mi tierra. Una sierra que no es de las de mi nación, como si las cadenas montañosas también tuvieran identidades en vez de elevaciones, o patriotismos en lugar de barrancas.

Embarrancado yo mismo en estos inútiles pensamientos, me pongo a oír música que no sea la del acordeonista balcánico, y escojo a Camarón, entre otras cosas porque hace poco fue 28 de febrero y no pude celebrarlo en mi patria, y tengo aún reciente la diarrea nacionalista que me dio al comprobar que mis paisanos tenían puente, mientras en Castilla soplaba el cierzo de camino al trabajo, por la mañana, cuando más duele.

 

En el metro, si te vas a privar de las alertas de un sentido, más te vale aguzar los otros, porque hay mucho ratero que trabaja bajo tierra. Es por eso que, mientras Camarón se arrancaba por bulerías de la nostalgia, ví de lejos que venía un individuo como que recogiendo firmas para vaya usted a saber qué causa, estrategia no desconocida a la hora de distraer al pimpollo mientras se le desvalija de lo que se pueda. Servidor, que de pimpollo no tiene todavía mucho (todo se curará con la edad), se fijó en que el tal coleccionista de garabatos tenía pinta de niño bien, de pollito catequista de barrio decente e instituto privado, de víctima, en una palabra, de los chorizos tunelarios, más que de agresor. (Aunque eso puede llegar a depender del cristal con que se mire).

 

Recorría el vagón el muchacho bien recogiendo calabazas como las que no suelen administrar los colegios caros, ya que nadie parecía querer echarle una firmita a la hoja que presentaba a la concurrencia. Él, impertérrito, seguía en su empeño y ya se me aproximaba. Como alguien siempre vendrá que te sorprenderá, me quité los auriculares e hice callar, sacrílego, al de San Fernando, por si acaso y para tener el oído alerta, que nunca se sabe, y más vale desconfiar que lamentar. No fuera a ser que el niño de casa particular resultara ser un elemento con ganas de romperle la telaraña a mi billetera.

 

Como aún tenía el oído haciéndose eco de la voz de Camarón, no entendí bien lo primero que me dijo, mientras ofrecía (ofrendaba) la hoja donde echar mi firma. Sólo entendí “Estatut”, y eso me bastó para pedir al pollo que por favor repitiera, que no le había entendido.
-Que si le importaría firmar para pedir que Zapatero convoque a referéndum el Estatut de Catalunya.-

 

El chaval lo dijo sin “ny”, claro está, y yo no pude reprimirme. Me salió del alma, abriéndose el paso a codazos por entre los restos de una mucosidad nacionalista que me sale de vez en cuando, hasta que la expectoro con algún expletivo:
-No he de signar res jo, moltes gràcies.

 

Y me quedé más ancho que esta Castilla tan fría, con estos marzos tan serranos. De los que sólo vale protegerse bajo tierra, donde los nacionalismos de difuminan. Algo bueno había de tener el transporte público.

Saca al ciudadano que llevas dentro

La pasada noche me dejé influenciar por el mensaje del Ayto. de Madrid que insta a quien lo lea (es imposible no hacerlo, el cartel está en todas partes) a “sacar el ciudadano que llevas dentro” para que sea éste quien se encargue de separar y reciclar los residuos domésticos, para bien de todos y alegría del planeta. Sinceramente convencido, saqué al ciudadano que llevo dentro, y le invité cordialmente a una charla preparatoria en el sofá de casa. Como no cabíamos en el salón (nunca un sufijo ha sido tan mentiroso), al final el ciudadano que llevo dentro se tuvo que quedar de pie, mientras le aleccionaba sobre las bondades del reciclado. Me puso cara de adolescente rebelde al que reprendemos por no ordenar su cuarto, y que se toma la regañina como si lo que intentáramos fuese recortar sus más inalienables libertades de mozuelo/a hormonado/a.

Le dije que, de ahora en adelante, íbamos a separar los residuos domésticos en, a saber: orgánicos, vidrios, latas, papel y cartón, y plásticos. El muy irreverente me contestó que a ver de qué chistera inmobiliaria iba yo a sacar los centímetros cuadrados para colocar tanto cubo. Le respondí que con un poco de voluntad, hasta los tabiques ceden, y le hablé del Feng Shuei y de la economía de espacios nipona, en nada reñida con el confort.

Como seguía respondón, di por terminada la charla y le mandé a separar el contenido del cubo de basura que vive debajo del fregadero. Lo hizo de mala gana y a regañadientes, pero al menos metió cada cosa en su bolsa. Cuando salía para tirarlas al contenedor más cercano, le oí murmurar algo sobre “su espacio vital”, seguido de un “estoy harto” típico de su edad, egocéntrica y paraoica.

Eso fue anoche, a las diez y media. Esta mañana, el ciudadano que llevo dentro todavía no había vuelto a casa, y servidor estaba al borde de un ataque de pánico. Nunca antes lo había dejado suelto por las calles de Madrid. No me atrevía a llamar a la Policía Municipal, así que he salido a buscarle, a preguntar por si alguien lo había visto. Angustiado, he recorrido las calles de Lavapiés de arriba abajo, buscando un contenedor de reciclaje. Tardé en reconocerlo, pero al cabo di con uno, casi completamente achicharrado, como una falla valenciana a la mañana siguiente. Ya casi estamos en San José, pero Lavapiés no está a las orillas del Turia, ni es tradición aceptada aquí la de quemar cosas en la vía pública, así que temí cualquier desgracia. Junto al contenedor, tirado en el suelo, estaba el ciudadano que llevo dentro, hecho una pena, las bolsas de basura medio cubriendo su cuerpo.

Como lo único que se puede hacer en estos casos es darle un abrazo al hijo pródigo, me lo llevé a casa y le di de desayunar. El relato de su noche me heló la sangre. El pobrecito mío es un inadaptado, por mucho que se las dé de jovencito rebelde con causa, y nada más poner el pie en la calle fue objeto de escarnio y víctima propiciatoria para casi todo el que se cruzó por su camino. Y es que, a fuer de largo, el camino en busca de contenedores en mi barrio es casi un via crucis, ambientado por la falta de alumbrado público, empedrado de mojones de perro y frecuentado por ciudadanos que otros llevan dentro y que pueden llegar a tener muy mala leche. Al final, el ciudadano que llevo dentro está castigado, y no va a salir de casa en mucho tiempo, que no quiero que me lo echen a perder las locas iniciativas del Ayto. que todos llevamos fuera.

 

La puta que pelaba una naranja, o Cómo hacer costumbrismo en el tercer milenio

A enero aún le quedan un par de domingos, pero los dos últimos días están siendo tan primaverales, que casi parecen de invierno sevillano, sólo que sin brumas béticas ni nieblas marismeñas, que por algo estamos en Madrid.

El que esto escribe, que de mayor quiere ser escritor costumbrista, o escritor a secas, aunque sea de los malos, no ha ido hoy a trabajar. Ha “medio ido”, pues en el camino, equidistante entre casa y oficina, razones que no vienen al caso le han concedido el viernes libre, y se ha desayunado la mañana soleada dando un paseo de los que sólo podía permitirse cuando estaba en el paro (toco madera como un autómata supersticioso, valga la contradicción).

Como desempleado, el costumbrismo daba mucho juego: los paseos sin rumbo, de entrevista en entrevista, de rechazo en rechazo, eran fuente de ideas. El ahorro en abono de transportes daba lugar al gasto en suelas, y tras cada esquina y en cada glorieta esperaban escenas de sobra costumbristas, ingeniosas las más de las veces, con vocación de despertar algún día las nostalgias de un lector, aunque fuera después de muerto el que esto escribe (toco madera de nuevo). Siempre había tiempo para sentarse en una plaza soleada y apuntar en una libreta ideas, escribir relatos o describir escenas. El problema era cómo hacer llegar eso a un lector, que con uno era a veces suficiente.

Hoy, con trabajo, horario y salario, el que esto escribe va y viene en metro al trabajo, y no camina ya a la caza de cuadros de costumbres, de escenas del Madrid de comienzos del siglo XXI, una ciudad que también necesitará algún día de quien la cuente a los que nunca podrán verlo, a ésos que algún día pensarán en ella con un infundado sentimiento de nostalgia, de ésa misma que hoy ya expresamos por el Madrid de la Transición, o el de la Movida. A cambio, al llegar de la oficina y si no está muy cansado, el que sigue escribiendo puede hoy, con encender dos botones, escribir y publicar lo que se le venga en gana, aunque no lo lea nadie. Son cosas de la tecnología Wi-Fi aplicadas al costumbrismo que quiere ser literario.

Estábamos entonces con que el viernes llegó regalado, así que, aplicando el proverbial desprecio por la ortodoncia equina, un servidor se dispuso a volver a casa por el camino más largo y lento, haciendo caso omiso de rutas pedestres recomendadas por el Excmo. Ayuntamiento y su no menos excelente Concejalía de Turismo. Caminando sin maletín y sin prisa, con vocación de perderse, es fácil encontrar la Plaza de San Ildefonso. Lo que ya no es tan fácil es detenerse y mirar, y darse cuenta de que este trozo de la ciudad tiene el mismo encanto que un animal en vías anchas de extinción. Un animal vivo, vivaraz y lleno de energía, que no se da cuenta de que puede ser el último representante de su especie. En la Plaza de San Ildefonso, por haber, hay un horno de pan con un luminoso del siglo pasado que reza “Panis Quotidie”, algo que dicho a secas puede no tener importancia, pero que se reviste de ella cuando se da uno cuenta de que a pocos metros, en la Gran Vía, acechan depredadores dispuestos a devorar al último ejemplar de una especie legendaria: un “Pans & Company” rodeado de su cohorte de McDonald’s y Starbucks.

También hay en San Ildefonso una iglesia antigua, simple, mesetaria de pueblo, de tejados pizarrosos, que encierra un retablo dorado y circunvoluto. Las fachadas de la plaza están llenas de balcones, y los tejados hacen coro a la torre, algunos con más suerte que otros, pues los hay que se caen. No hay ninguna agencia inmobiliaria a la vista, y el estado de algunas fincas se pone de acuerdo con el ambiente que flota, al sol de esta primavera temprana y desorientada, ambiente de plaza de pueblo castellano, donde todavía hay viejos y niños que compran pan cotidiano. Por si cabía duda, suena la campana de la iglesia de pueblo.

A la vuelta de una esquina, todo cambia, y en vez de hornos latinos hay tiendas de ropa alternativa, cara y marginal, valgan las contradicciones. Dos manzanas más allá, la calle Fuencarral tienta a comprar zapatillas deportivas con música dance o chill out o a probarse un abrigo que bien pudiera parecer digno del ganador de un Goya en la noche de la ceremonia. Ahora sí se ven inmobiliarias, más que tiendas, y al aire de pueblo se lo lleva un viento cosmopolita, agradecido y contento de que se haya terminado de una vez el siglo XX, el que en mala hora nació. Así, a muy pocos minutos de la plaza del pueblecito amanchegado donde casi casi picotean las gallinas, se llega a la Gran Vía, y el escritor que quiere ser costumbrista deja de acordarse de los jubilados que lagartean el sol en sus bancos, para hacerlo del Excmo. Sr. Alcalde, don Alberto Ruiz Gallardón, no con ánimo de insultar, sino por mera asociación de ideas.

En sus tiempos, cuando el siglo XX era el futuro, la construcción de la Gran Vía de Madrid supuso y suscitó lo que hoy se encargan de hacer las obras Gallardonianas que están haciendo de esta ciudad un espacio urbano de nunca acabar. Por entonces, todo un barrio de callejas y plazuelas tan de otro tiempo como la Plaza de San Ildefonso sucumbieron al progreso, representado por la línea recta y anchurosa de la nueva avenida. Como ahora, las autoridades respondieron a las quejas pintando las delicias que supondría la calle, una vez estuviera terminada. Hoy, la Concejalía de Obras Públicas, o la de ilusionismo didáctico, elabora imágenes computerizadas para convencernos de lo cuco que va a estar Madrid cuando todo acabe. Como si estas cosas acabaran.

Al final, la Gran Vía nació, se hizo mayor y adquirió un pasado, tan convincente o más que el de las calles y barrios que murieron por su culpa. Hoy, Tom Cruise y Angelina Jollie vienen de vez en cuando a estrenar una superproducción, y no ven grúas ni terraplenes, ni siquiera la antigua Red de San Luis, marquesina venida a más, que hoy reposa en el pueblo natal de su autor. Más abajo de donde estuvo, la calle Montera se viste de prostituta, y Madrid de estibador portuario, aunque esto último sólo a veces, a ciertas horas, si se da la necesaria conjunción de luces, olores y colores que permita en ensalmo de creer que allá abajo hay un muelle, un rompeolas y una lonja, en lugar de la Puerta del Sol. Y en la calle de la Montera, una puta se apoya en el escaparate de una tienda de novias, y pela una naranja a las doce del mediodía del viernes, y el olor cítrico de su tierra le llega al escritor costumbrista mientras la mira a ella, real y en tres dimensiones de carne en alquiler, en fuerte contraste con la pareja de maniquíes en postura de decir “sí quiero”. “Como si querer importase”, dice entonces la puta, y a continuación se mete en la boca un gajo de naranja.

 

Muerte y aceitunas

Madre yo tengo un novio aceitunero

que avareando tiene mucho salero

cuando me ve me dice: - Voy a morir por ti.- Madre yo tengo un novio aceitunero, aceitunero me gusta a mí.

Dale y dale a la vara, dale bien que las verdes son las más caras y las otras pa ti, tipití, tipití.

¡ Ay, que me voy a morir por ti!

Recogiendo aceituna él me decía

con palabritas, madre, que se moría.

Se acabó la faena y no lo he vuelto a ver

y eso que me decía que se moría por mi querer.

 

El novio aceitunero de la copla convierte en requiebro un “voy a morir por ti” lleno de erotismo, como todo en esta coplilla, que por algo está llena de hombres cimbreando sus varas y de virginidades de aceituna verde que se pierden en el olivar. Luego serán los mozos y los novios quienes se pierdan de vista, una vez caída del árbol la ansiada fruta. Hoy sabe a hiel ese verso, ese requiebro macabro, porque ayer comenzó el año y con él la cuenta nueva (¿o el borrón?) de mujeres asesinadas, y porque ayer cayó la primera, en un olivar, y porque siempre es ella la que muere por él, porque él la mata, porque…

Las uvas y las aceitunas tienen mucho en común, aparte de forma y tamaño semejantes. Son de la misma tierra; hace milenios que se conocen; crecieron y siguen creciendo juntas, y si pregunta uno por todo el Mediterráneo, se enterará de que se quieren mucho, tanto que parecen inseparables. Las uvas se pueden tomar de doce en doce y cerrar años. Las aceitunas, en cambio, pueden servir para abrirlos.

En Algarinejo, en la provincia de Granada, Pilar Pacheco Valverde cerró el año de Dios de 2005 comiendo uvas, como casi todos. Para abrir el 2006, Pilar optó por las aceitunas, y empezó el año vareándolas en un cortijo cercano a su pueblo. En los poemas de Lorca, la muerte que acontece en el olivar suele ser una muerte privada, un asunto íntimo entre el asesino, la víctima y el dios Sol, que observa y abrasa, mientras la navaja refulge y la sangre tiñe la tierra seca. A Pilar Pacheco también le sorprendió la muerte en el olivar, en el primer día del año, pero no en la intimidad, sino en presencia de diez testigos que vareaban olivos con ella. Su exmarido no se sirvió de la navaja lorquiana; le bastó una escopeta para convertir a Pilar en la primera mujer que muere asesinada este nuevo año en España, a manos de su compañero o ex-pareja. http://www.elpais.es/articulo/elpporsoc/20060101elpepusoc_3/Tes

 

 

Simón de Rojas

(En el Centro Cultural de la Villa, en una exposición sobre Cervantes y su época, está expuesto el cuadro “El fraile trinitario Simón de Rojas, difunto” de Velázquez. Estará por poco tiempo, y pertenece a una colección privada, así que recomiendo darse prisa).

Se trata de un cuadro sencillo, impresionante, hipnotizador. Sobre un estrado está tendido el cuerpo sin vida del fraile, de rostro sereno, frío. El blanco y el negro de sus hábitos no dan respiro a las medias tintas. O todo, o nada, o vida, o muerte, en este caso. De la bocamanga del hábito sobresalen dos manos de muerte, que no de muerto, que se agarran a la cruz, no se sabe si por el rigor mortis o el de la fe inquebrantable. De la boca, vacía, salen dos palabras, que Velázquez escribe con humo, o pincela con niebla, o dibuja con aire, no se sabe: Ave María.

 Simón de Rojas

Simón de Rojas nació en Valladolid en 1552. Desde muy joven se hizo adepto del culto de María, y desde muy joven también entró a formar parte de las filas de los frailes Trinitarios. Eran éstos los principales responsables (junto con los Mercedarios) del rescate de cautivos, actividad que les llevaba a organizar expediciones comerciales a la compra de esclavos, sacando en el proceso un buen número de almas cristianas de los baños argelinos, tunecinos o tetuanís. Estudió Simón de Rojas en Salamanca, y residió en Toledo. Pero fue Madrid, Lavapiés en concreto, el escenario de los veinte años más productivos de su vida.

Llegó a la Corte llamado por la corona, en alas de una bien merecida fama como predicador y reformador de costumbres, y vivió en la calle que hoy lleva ecos de su nombre, allí donde Atocha se derrama cuesta abajo hacia Lavapiés, hacia el otro mundo, donde el Madrid de tantos siglos pierde la elegancia, desaguada entre callejones que siguen siendo oscuros. La calle que sigue, la del Ave María, tiene el nombre que quiso Simón de Rojas, que también se salió con la suya cuando consiguió que esas mismas palabras fueran inscritas en la fachada del Alcázar Real. Por otras calles cercanas, como la la Torrecilla del Leal, pasó parte de su tiempo en las imprentas cercanas, supervisando la impresión de estampas marianas, que exportaba allende las fronteras de Castilla, en su particular cruzada contrarreformista. No fue coincidencia que acabara siendo conocido en vida como “el Padre Ave María”, que es como ha pasado a la iconografía, acompañándose siempre su retrato del latino lema.

Entre la exportación de estampas religiosas y la predicación en nombre de los cautivos, el futuro San Simón cuidaba de la salud espiritual de un barrio muy pecador, como sigue siéndolo. En aquel entonces, los alrededores de Antón Martín estaban llenos de enfermos de sífilis, unos recién salidos del hospital y otros resistiéndose a entrar, mendigando por las calles de alrededor, en las que abundaban también las oportunidades de contraer ésa y otras enfermedades más o menos venéreas. Un poco más abajo, los moriscos y conversos abundaban sobremanera, unos de rancio abolengo castellano, otros recién llegados de las Alpujarras, y el fraile trinitario no perdía la ocasión de diatribar contra unos y otros, como era de recibo, trabajándose opiniones ajenas y poderosas, convenciendo a los sanedrines de turno de la necesidad de “hacer algo” con aquella chusma.   

Además de todo ello, se convirtió el fraile en Preceptor de los Infantes de España, Confesor de ntra. Sra. La Reyna Dª Isabel de Borbón, y en el primer comerciante de abalorios al por mayor del barrio de Lavapiés. En efecto, entre unas y otras cosas, fray Simón de Rojas se dedicó a la producción de unos rosarios de cuentas azules, representativos de la Imaculada Concepción, que tuvieron un éxito comparable al de la bisutería que hoy venden al por mayor los innumerables negocios del barrio. Lo que no estoy en condiciones de asegurar es que se vendieran en el top manta barroco.

Hoy, en la calle Ave María no se ven procesiones de flagelantes, sangrándose los lomos en agradecimiento a la decisión real de expulsar a los moriscos del barrio. No caminan por ella los ex-cautivos cristianos, enseñando sus cadenas a quien quiera mirarlas, y honrarlas con una limosna. Tampoco se trata el “mal francés” en Antón Martín, donde en vez de hospital ahora hay tres kebaps, y en las imprentas del barrio ya no se imprimen ediciones de novelas escritas por mancos, sino que se hacen fotocopias en color del DNI. Si hoy saliera San Simón a pasear por el barrio, el Ave María que escupirían sus labios sería de órdago, cuando viera la Plaza de Lavapiés. A mí me gusta más así…

Adoquines de París

No recuerdo bien qué buscaban algunos parisinos debajo de los adoquines que empedraban las calles. Servidor aún no era siquiera proyecto de embrión, ni deseo en ciernes de gestación, y todavía quedaban dos años para presentarme al mundo sin ser llamado, como para decir “Generalísimo, haga vuecencia el favor de legalizar los condones, que, a este paso, veo colas del paro del tamaño de un pantano, para dentro de 20 años, cuando su excelencia no sea más que cenizas y rencillas eternas en boca de taxistas y taberneros”.

Y aunque luego, en clase de Historia de institutos públicos y laicos, aprendí un día que los parisinos del 68 buscaban utopías debajo del suelo municipal, mientras los gendarmes les miraban con ojos de cumplidores del orden, la verdad es que esa búsqueda siempre me quedó tan lejos del alma como las que protagonizaran tatarabuelos de esos y otros parisinos a finales del XVIII, a través de los lóbregos (supongo) pasillos de la Bastilla. Ambas eran Historia lejana, a pesar de que entre los vivos de la tele abundaran los que habían estado allí, entre los estudiantes utópicos, lanzando cócteles molotov y quemando mobiliario público. Tanto más lejana, cuanto que nadie a mi alrededor, en las barriadas del extrarradio desarrollista, había estado nunca en París, ni para levantar adoquines ni para hacer fotos en blanco y negro de la Torre Eiffel.

En la tele sí, y en los libros que luego quise leer cuando la adolescencia me pedía algo contra lo que rebelarme, también abundaban los señores canos y entripados en ternos azul marino, que contaban con nostalgia envidiable los días de causas justas y revueltas memorables. Pero eso no fue nunca suficiente para llegarme adentro de la existencia, y las únicas excavaciones utópicas que he conocido de cerca, y que aún modifican mi vida cotidiana y de verdad, son las emprendidas por el alcalde con más vocación de Historia que ha tenido la capital de España en los últimos siglos.

Ignoro la edad real de Gallardón (la por él ansiada no, ésa es la de Oro, en cuyo Olimpo quiere acabar residiendo, desde el monumento dedicado a su memoria, y que terminará por formar parte del mobiliario simbólico de la ciudad). Por tanto, no puedo ni quiero aventurar dónde estaría el actual alcalde de Madrid cuando los estudiantes parisinos hacían de las suyas. Lo que sí sé es que hoy, mientras la capital del Sena (Mater Dolorosa francorum republicae) arde con connotaciones muy diferentes de las que evocaría una nostálgica y rebelde melodía de Brassens, el futuro padre del Nuevo Madrid, el que acabará dando nombre a más de un barrio, plaza, parque, boulevard (para seguir con el ambiente parisién) o Macro-centro comercial , anda levantando Madrid en busca de no se sabe bien qué utopía. Como en Madrid los adoquines se sientan en los despachos, la corteza a levantar en busca del filón perseguido es, mayormente, de asfalto. Asimismo, el particular mayo de Gallardón dura todo el año, y no sólo los meses primaverales de víspera de examen y hormonas alteradas que sacaron a la rue a los estudiantes idealistas de antaño. Por eso, quizá, y porque hoy los estudiantes van en Mini Cooper a clases de Máster en Business Administration, pagados con el dinero que sus abuelos ganaron mientras estudiaban derecho en vez de destrozar la Ciudad de la Luz, los que levantan el suelo, trasplantan el madroño y echan a un lado a la osa para hacer paso a un pelotón de grúas no son universitarios fumados, sino inmigrantes que malviven con un quinto del sueldo, para que las otras cuatro partes engorden el giro que habrá de alimentar a muchos.

Y mientras, por aquello de la lejanía y el desinterés cínico, ignoro quién acabó sacando partido del estudiantil ataque de urbanismo salvaje de hace casi cuarenta años, no es difícil averiguar qué empresas, multinacionales, conglomerados y constructoras son los que están haciendo el agosto con el mayo de Gallardón.

Mientras escribo esto, un bosque de grúas ha sustituido al encinar que a buen seguro daba sombra por mayo del 68 del siglo pasado a un suelo todavía sin calificar. Abajo, como piara de cerdos que hozan en busca de bellotas, las excavadoras bailan al ritmo de un éxito del pasado reciente, el “España va bien”, que todavía no ha pasado de moda. Aunque todo se andará, y quién sabe si dentro de veinticinco o treinta años esos desarrollos urbanos no terminarán alojando revueltas de jóvenes que no habrán podido ir a la universidad, ni hacer un máster en administración de nada que no sea su propia marginación, revueltas en las que ardan, como París, los Mini Coopers, los deportivos de importación, los sueños de una generación y las esperanzas de una vida mejor, ésa que nunca tuvo intención de enterrarse bajo los adoquines de ningún bulevar.

De cruzados, aves extintas y otras glorias patrias

Soy masoquista, y todas las frustraciones que de ello se deriven se me hacen tan merecedoras como el que murió por gusto y hasta la muerte le supo a delicia. O sea, que no busco la empatía cuando confieso lo que hice el viernes pasado, justo antes de salir de viaje de trabajo a Sevilla y Córdoba. El trabajo consistía en llevarme a varias docenas de estudiantes americanos a visitar mi ciudad natal y la que la antecede en preponderancias béticas y o ribereñas.

El acto masoquista consistió en llegar al quiosco, husmear como quien se sabe víctima inminente de un largo viaje, y dar con una de las nuevas publicaciones que adornan nuestros estantes patrios: "Historia de Iberia Vieja". Por si la elección léxica a la hora de darle título no diera pistas suficientes sobre la ganadería de este novillo cuernón que acaba de entrar en el tentadero del debate pseudo histórico hispano, véase en su quiosco más cercano la portada elegida para vestir su primer número: un jinete medieval cristiano y muy coquetón, obra decimonónica y decimotodo que no hay que tenerle en cuenta a don Marceliano Santa María, su autor, a quien Dios tenga en su gloria. Nada tengo en contra de un buen jinete cristiano y medieval, lo que pasa es que el que me ocupa me resulta antipático por lo decimonónico, por lo facha y porque aparece saltando en su corcel (árabe a pesar de todo) sobre los cuerpos asustados, desnudos y animalescos de lo que según su autor era el palenque del caudillo moro Al Nasir.

La acción, verídica o legendaria, viene a ser nuestra carga de Balaklava ibérica, y en ella un grupo de caballeros castellanos, leoneses y bien nacidos hacía escabechina de otro de esclavos africanos que, atados y encadenados a postes, sólo muestran, además del miedo, su admiración por la manifiesta superioridad de aquellos peludos y barbados hijo del Señor don Santiago de todas y cada una de las Españas.

La pintura decimonónica es la pintura decimonónica, y el que esté libre de pecado que tire el primer Fortuny, pero el problema del cuadro de Santa María no es el cuadro en sí, como tampoco lo es que Santiago siga matando moros en los altares de media España. El problema es que una revista de supuesta divulgación cultural ponga el cuadrito para ilustrar una recreación histórica de las Navas de Tolosa que suscribiría el propio Jose Antonio (Cousin of the Riverside).

Porque, sí, queridos niños y niñas, la revista Historia de Iberia Vieja ha venido al quiosco de este nuestro barrio de derechas para dar rienda suelta a las fantasías más ñoñas y patrioteras de la españadetodalavida, pero con una pátina de supuesto rigor histórico y científico. De la vocación y el talante neo-cruzado de esta publicación pueden dar fe las palabras de su barquero insignia, en el artículo inaugural de esta prenda, de la que aprovecho para comentar que más hubiera valido imprimirla en pergamino, aún a riesgo de caer en el anacronismo:

"Parece claro, por tanto" escribe el ex-comunista exaltado y neo paladín de la derecha castiza, Pío Moa "que España existe como entidad política y cultural reconocible desde Leovigildo, y que, inlcuso anegada por la marea musulmana y fragmentada en varios reinos, el ideal nacional persistió con potencia bastante para recobrar la unidad perdida en la mayor parte de la península. Unidad amenazada hoy de nuevo por los separatismos y por la intervención islámica, la cual, asombrosamente, ha logrado con un solo golpe cambiar de arriba abajo la política española".

Ganas me dan de imprimir el texto, enrollar el folio en el que aparezca, y dar de lleno con él en el coco al próximo alumno que me cuestione la utilidad de estudiar la Historia. Pero como eso, aparte de muy poco profesional, resultaría muy de derechas, prefiero achantarme y contar cómo leí esta maravilla de artículo (intitulado "¿Desde cuándo existe España?) de camino a Sevilla, en un autobús lleno de veinteañeros estadounidenses que escuchaban sus Ipods, en vez de prestar atención a lo que yo les contaba por el micrófono del autobús (versiones in situ de la batalla de Las Navas de Tolosa, al tiempo que el autobús bajaba a toda pastilla las curvas benévolas del moderno Despeñaperros). Como ya me ponía pesado, y la cultura hay que darla dorando la píldora para que no amargue, dejé de intentar contar por qué o por qué no se llamaba aquello Depeñaperros, y a poco de cruzar el cartel de bienvenida de la Junta de Andalucía volví a sumerrgirme en las procelosas y patrióticas palabras del Moa, que no sólo el nombre tiene de ave extinta, sino también las ideas.

Luego vinieron las llanuras fértiles del Valle del Guadalquivir (seguro que Moa lo llama Betis a cada ocasión que tiene) y el hotel bien situado y el descanso de tantas horas de carretera y sol. La lectura masoquista de Pío Moa y sus nuevos compis me hicieron querer fraguar quijotescas explicaciones, situaciones estúpidas en las que varias docenas de estudiantes de Massachussetts se quedaban pasmados mientras yo les explicaba el significado de un patio lleno de naranjos, interconectados por mini-acequias, o donde los mismos alumnos flipaban de colores con mi historia de cómo Abderrahman I les compró a los cristianos cordobeses un trozo de su iglesia para acomodar en ella a los fieles musulmanes, en vez de tomar, robar, destruír o confiscar, para acabar rezando pared con pared.

No se me malinterprete: también cuento a mis alumnos cómo Almanzor hizo traer las campanas de Santiago a lomos de cristiano, cruzando la península que Moa considera, a estas alturas, la reserva espiritual de Occidente (todavía). Y también les cuento que no todo fue convivencia y tolerancia. Lo que al final resulta es un enorme pifostio mental por parte de estos chicos que salen del Mall de Boston para meterse en la Mezquita de Córdoba con un servidor, que les dice ora una cosa ora la contraria. Pero eso es precisamente lo que busco, un pifostio histórico en el que no se sabe nunca quién es el bueno y quién el malo, quién el moro traidor y quién el Cid mercenario. Cualquier otra certeza al respecto sería digna sólo de dinosaurios, dodos, moas y otros extintos.

Archivos churriguerescos y Unidad Patria

La Plaza Mayor de Salamanca es de color anaranjado, que es un tono muy poco común para una plaza. Cuando el sol de antes de ponerse incide en las piedras de la Plaza Mayor, éstas sacan a relucir su alto contenido en hierro, y brillan de una manera especial,con un brillo que hace posible perdonarle a Salamanca la velocidad cruel y afilada de sus ventiscas invernales, o la poca vergüenza y caridad cristianas que muestra su sol estival, un sol de dehesa y tostadero que sólo al atardecer y sólo gracias al hierro se hace amable.

A pesar del hierro coquetón de su masa, las piedras de Salamanca son como barras de mantequilla caliente y, cuando el cincel del cantero las acomete, se dejan hacer de todo, como amantes entregados. Y si el cantero, harto de la frigidez franciscana del granito, se siente inspirado, hará gemir a la piedra salmantina en contornos suaves y lúbricos, para darle al sol y al hierro cama en que hacer sus cositas, y que el Tormes lo vea.

En la Plaza Mayor de Salamanca, un número no desdeñable (por más ganas que se tengan de ello) de castellanos de León se reunió para protestar contra el traslado de los Archivos que ahora protege la piedra férrica y feérica salmantina. Muchos abanicaron el techo de cielo raso mesetario con pancartas rojigualdas en las que se leía "España y Archivo = Unidad", con todo el descaro de quien está cansado de tapujos, y decide cortar por lo sano, y "que sea lo que Dios quiera", voluntad que suele coincidir con la de quienes se declaran sus hijos predilectos.

Mi compañera, que tiene tendencia a ver el lado bueno de las cosas, comenta qué buena cosa puede llegar a ser, si bien se examina, que una sociedad se eche a la calle para reclamar que no les quiten los papeles, lo libros, la memoria de su Historia. Veo el envite/embite y subo la apuesta, recordando el adagio trasnochado que suelo repetir a los grupos de turistas que acompaño a la ciudad del Tormes: lo que Natura no da, Salamanca no lo presta.

Claro que, en este caso, el exceso de celo por conservar, no un campo de pozos petrolíferos, sino un montón de legajos y documentos, esconde una chuleta, una trampa estudiantil y tuna de alumno pícaro y aprovechón, de los que da gusto pillar en pleno examen, "con las manos en la masa, en flagrante, sin recurso de apelación": la Memoria Histórica tan cacareada, pancarteada y asociada a la sacra misión de conservar la unidad de todas las españas no es propia, y los documentos de que se trata fueron robados por un gobernante ilegítimo, que pretendió con ello sancionar lo que la victoria por las armas le había otorgado.

No se trata de devolver un oro de Moctezuma que a su vez el desdichado emperador había robado a base de miedo y mamporros, sino de desfacer el entuerto perpetrado por gente que ahora está muerta (y por otra que sigue viva o embalsamada, y que incluso detenta aún cargos de máximos poder y responsabilidad). Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón, debió pensar el menos cortés de los hernanes, cuando dejó las novelas de caballerías para meterse a conquistador en sociedad anónima comercial; pero en el caso del robo que nos ocupa, aún ni siquiera ha prescrito la moratoria refranera.

"Archivo y España = Unidad" es una solemne tontería, o una metáfora desafortunada, según se prefiera, malparida por la derecha catódica y neocatecumenal para congregar jubilados pelayos a la luz mágica de la piedra churrigueresca de la Plaza Mayor. Contagiado por la fiebre de eslóganes sandios,me dejo llevar y pienso que, según el Partido Popular, lo que Franco robó, Salamanca no devuelve, y me avergüenzo ipso facto. Debe ser el ambiente anaranjado y latiniculto de esta maravillosa ciudad esculpida en piedra castellana de mantequilla leonesa, que me hace perder los papeles y el sentido del ridículo. Al final, me eximo de pecado, y me acojo al sagrado del precedente. Después de todo, en Salamanca se han dicho frases memorables ("decíamos ayer"), pero también otras menos afortunadas, como las que ladró Millán Astray, un tío abuelo hipertenso y con mucha mala leche, paladín no tan antiguo de esa misma unidad rojigualda y torera que la ecuación conservadora (¿de qué?) igual a los dichosos Archivos de la discordia.

¿Esta tarde en la BBC?

Acabo de hablar con un señor de la BBC Radio, que me va a entrevistar esta tarde, para que dé mi opinión sobre el Plan Ibarretxe. Lo juro. Ha sido de rocambol, pero igual salgo esta tarde después de las seis y media. Lo malo es que, como soy tan poco serio, se me ha olvidado preguntarle a señor de la BBC en qué programa salgo.

Un milagro en equilibrio

Acabo de empezarlo, y antes de que se me salga el (pseudo) crítico literario, quiero decir que Lucía Etxebarría tiene toda la razón del mundo: no hay literatura que tenga que ver con la preñez. Llevamos varios milenios dejando por escrito nuestras neuras, nuestros miedos y ansias, pero demasiado poco sobre algo tan universal y necesario como la Muerte: el Nacimiento y lo que le precede.

Preñez, dice la narradora, que no embarazo. Embarazo es más bien lo que se lee en la cara de la Madonna de Fra Angelico, que seguro que nunca vio un cordón umbilical en su vida. Y embarazosas son las idealizaciones cristianas de la obstetricia, por mucho que le gusten a uno los belenes.

Lucía no lo sabe, pero da la casualidad de que estaba a mitad de la enésima relectura de Fortunata y Jacinta, cuando me regalaron Un milagro en equilibrio. Y gracias, porque necesitaba un poco de eso, encharcado como estaba en la maravillosa novela de un maravilloso autor y ser humano que fue Galdós, de nombre Benito y de sexo obviamente varón, por muy adelantado a su tiempo que fuera. Es Fortunata y Jacinta, entre otras muchas cosas, una historia de dos mujeres; una que no puede concebir hijos y otra, su rival, que sí puede, como también puede conquistar el amor de un imbécil que las dos se disputan en desigualdad de condiciones. Fortunata parió y perdió el niño, y Galdós pasa por ahí en muy pocas páginas de esas finas de la editorial Aguilar, de fuente infinitesimal y párrafitos apretadísimos.

Lucía Etxebarría, en cambio, escribe sobre todo lo obviado, lo olvidado. Y no será de extrañar por ello que algunos críticos y catedraticones de este país acaben por considerar el último premio Planeta como una fruslería, de ésas que se les presta atención por el qué dirán y porque, en muchos despachos, departamentos y aulas de España, la literatura femenina todavía es una moda "que seguro que pasará, como todas". Como si el ser mujer y escribir fuera un género literario...

Asteroides

Es lo que tiene ver la tele, y estar conectado a Internet al mismo tiempo. La película se llama Asteroide, creo, y en ella Bruce Willis tiene que salvar al planeta de un enorme cuerpo celeste (del tamaño de Texas, que se pronuncia con jota, by the way). Le eligen para viajar al espacio, plantarse en el asteroide y perforar una mina en la que insertar varias cabezas nucleares, y lo hacen porque se trata del mejor profesional de las plataformas petrolíferas del mundo. Hasta ahí, bien. Pero cuando el héroe se entera del marrón que le ha caído encima, expresa con cara de circunstancia heroica: "Seiscientos mil millones de personas, y me tiene que tocar a mí".

No escribo para hablar de lo patético que se puso Hollywood a costa del milenarismo. Escribo como traductor de inglés que no pudo encontrar trabajo como tal en más de año y medio de tocar puertas, y digo que, según el traductor que proporcionó a la compañía, el inglés "six billion people" equivale a eso, a seiscientos mil millones, que son mucha, mucha, pero que mucha gente.

Quizá no sepan el traductor, ni el director de equipo de doblaje, ni el coordinador de programas, ni ningún otro cargo de ninguna de las empresas implicadas en la traducción, doblaje y distribución del film, que en inglés americano, un "billion" equivale exactamente a mil de nuestros millones, de modo que la cantidad se reduce a un 6000 millones, que sigue siendo una muchedumbre, pero que, de momento, cabemos en este planeta tan frágil.

A partir de ahora, y aprovechando que tengo Internet en casa (no conseguí trabajo de traductor, pero lo logré) empieza mi cruzada contra las barabaridades que algunos canales televisivos, productoras, etc. se dejan escapar demasiado a menudo. Si les aburre, sírvanse avisarme.

Café Barbieri

A estas alturas, es preciso confesarse y confesar que servidor es propenso a las depresiones estacionales, que yo de por mí motejo de “autismos de invierno”.

Embutido este año más que otros en mi aislamiento patológico, llevaba ya demasiadas semanas pisando la calle sólo lo imprescindible, desairando amigos y familiares a golpes de silencio, y comprobando a cada rato el contador de visitas a mi bitácora, buscando un canal de comunicación con desconocidos, mientras alieno inexorablemente a conocidos y queridos.

Hoy, por fin, la obligación de ir a pagar el alquiler me he sacado a la calle, para que el frío mesetario polarizado por la borrasca norteña me diera de bofetadas, desquitándose de las que mi eremitismo de patio interior le había hurtado. Bien pronto se me han quitado las ganas de pasear las carnes por las hieleras de Lavapiés, y he deseado tener a mano un claustro resguardado, como el que cobija las tímidas salidas del monje que medita caminando entre arcos mientras se airea su celda-leonera. “Cabin fever”, llaman los americanos a esa verdadera fiebre que provoca el encierro, la que hacía enloquecer en sus cabañas de madera a tramperos y pioneros, en los largos meses del invierno.
Los americanos que conquistaban la naturaleza salvaje de abril a septiembre no tenían claustros donde refugiarse de la ventisca, ni yo tampoco, así que decido tomarme el enésimo café en el Barbieri, a la vista de la Plaza de Lavapiés. Un poco más arriba, en la calle del Ave María, hay una farmacia que me gusta imaginar es la misma en que Maximiliano Rubín, el legítimo de Fortunata, estropeaba fórmulas con las distracciones de su feble psique.

No sé si allá por los años 70 del siglo XIX ya existía el Café Barbieri; es probable que no. Sí lo hacía, en la mismísima plaza de Antón Martín, uno de los cafés más emblemáticos de aquellos años. En él recaló algún tiempo Juan Pablo Rubín, el hermano del contrahecho farmacéutico, y allí lo encontró don Evaristo, protector de la perdida Fortunata, para convencerle de que apoyara la reconciliación entre los esposos. Hoy en Antón Martín hay un Burger King, debajo justo del globo que anuncia otra farmacia famosa.

La decoración del Café Barbieri recuerda a la de todos esos cafés que han hecho las veces de claustros resguardados de los fríos madrileños. Es fácil soñar aquí, e imaginarse charlando y discutiendo con un grupo de personas, tertuliando como ya sólo se hace por Internet, pariendo historias, proyectos, cocciones que se quedarían, con mucha probabilidad, en agua de borrajas. Fórmulas fallidas, pero no peligrosas, como las de Maxi Rubín; sueños en los que, décadas después, se reúne a varios contertulios frente a las cámaras para recordar aquellos años de tertulias en el Barbieri, de libros publicados, películas dirigidas, obras estrenadas, homenajes sentidos y juergas salvajes...Sueños irrealizables, porque hoy las tertulias no están en las reboticas ni en los cafés, sino en los chats de Internet, y los cafés son sitios para merendar, y además un servidor cada vez se vuelve más autista.

Una de perfumes

Esta mañana me he despertado temprano. Me sentía extraño, fuera de mí. En el cuarto de baño, me miré al espejo y me llevé la mayor sorpresa de mi vida. El rostro que vi reflejado no era el mío. Era yo, sí, podía adivinarme en la expresión de los ojos, en los gestos involuntarios e indefinibles, pero no era mi cara. La barba había desaparecido, el peinado era diferente, y mi piel brillaba con artificio, lisa como la porcelana y fría como un esquema desdibujado. Un cierto aire andrógino me invadía la mirada, que aparecía languidecer por momentos, a medida que la piel se hacía cada vez más imposiblemente blancuzca y tersa.

Miré a mi alrededor, y eché enseguida de menos mis azulejos blancos y azules. En su lugar, losas de mármol blanco y negro, y un retrete con forma de silla intergaláctica. Sonaba una extraña música, de origen desconocido, y mi cuerpo estaba enfundado en un pijama de seda, que más parecía esmóquin de diseño. Al volver a mi cuarto, que había crecido hasta un tamaño tres veces superior al de mi antiguo pisito, vi que mi compañera dormía como quien posa, perfectamente maquillada con artificio de aerógrafo y Photoshop. Su languidez era como de película antigua, y no desapareció ni aún después de despertarse y hablarme con una voz que no era la suya. Fueron unas palabras incomprensibles, en francés de pasarela.

Sólo entonces me di cuenta de lo que estaba pasando. "¡Pero si tu no hablas francés!", dije con una voz prestada. "Ni yo llevo trajes Moschino", continué, mientras me ajustaba una corbata de 1200 euros. Un violonchelo sincopado hacía bailar las ondas de raso de las sábanas, negras como la elegancia prestada que me invadía. Tardé unos segundos en encontrar la mesilla de noche, entre otras cosas porque su diseño extraño ocultaba los cajones, blancos sobre negro de ébano y mármol. Dentro, un frasco de perfume, que tuve que tirar por el desagüe (tras varios intentos de dar con el mecanismo de la cisterna) para volver a la normalidad.

El médico me ha dicho que no hay tratamiento, pero que no me preocupe, que no deja secuelas, y que se me pasará después de Reyes.

¿En qué contenedor se debe depositar la tele-basura?

Hay dos razones, entre otras cien, que explican por qué nunca conseguiré ser un escritor de éxito, ni siquiera medianamente leído. Una es mi desmedida afición a los videojuegos, que le quitan a uno el tiempo necesario para escribir una novela, y que embotan el intelecto hasta anular las aspiraciones creativas y/o literarias. La otra es que soy muy marujo, muy de barriada, a la par que muy "literario" en el peor sentido de la palabra, como el pseudo-erudito a la violeta que quiere teñir el pelo de su dehesa con colores de sabiduría de oropel. La mezcla no resulta muy buena, ni siquiera en estos tiempos de mestizajes culturales, y me parece muy bien que así sea.

A mi parte maruja le divierte "Aquí hay tomate", mientras que mi otro yo de pseudo-intelectual en eternas ciernes necesita a veces esas sobremesas (sobresofás) documentadas (televisivamente hablando) por obra y gracia de la BBC. Cuando alguna carrera ciclista no agua mis fiestas/siestas de documentales (me pregunto qué hará Fungairiño de mayo a septiembre) compagino, gracias al zapping, las pausas publicitarias de ambas emisiones. En la ocasión más reciente, aproveché el descanso en el enésimo film sobre los leones del Serenghetti para ver, dos canales más allá, una breve información sobre las actividades del rey de España en su reciente viaje a Latinoamérica. En una de las actividades programadas, me cuentan, don Juan Carlos fue y se entrevistó con "Rafael (sic) García Márquez, autor de Memoria de mis ---biiiiip----- tristes."

¡Cáspita!, debería exclamar ante tamaño desaguisado, sobre todo para no herir la sensibilidad de una censura que no duda en mutilar el título de un colombiano, a quien, no obstante, han rebautizado con el nombre del arcángel equivocado. Ya sólo queda que en "Salsa Rosa" le llamen "Miguel García Márquez", y entonces el Nóbel de Literatura terminará sonando a personaje lorquiano y lírico, a patriarca gitano como el que visitaba Macondo, pero más aflamencado y juncal si cabe.

En cuanto a los niños que estuvieren (futuro de subjuntivo, destinado a desaparecer, sino extinto ya y amojamado) viendo a esas horas la telebasura, se está preocupando el Gobierno de que no tengan acceso a los melodramas de toreros, tonadilleras, sus asistentas y los amantes de sus chóferes, como si algo de todo eso fuera nuevo o dañino. Nada van a encontrar los chavales en estos programas que no sepan ya de vernos a los mayores: que somos mezquinos, ridículos, irracionales, y capaces de cualquier cosa con tal de conseguir dinero rápido; la misma lección que se aprende viendo las noticias o asomándose al patio de luces del bloque de pisos.

Dirá alguno que no puede permitirse que un ser humano autodenominado "periodista" se quede tan pancho después de llamar Rafael a García Márquez. El aludido contestaría, como cuando la conciencia o los amigos le cargan con lo carroñero de su "especialidad", que "esto es lo que pide el público". Por eso, quiero suplicar desde aquí a ese público caníbal que al parecer anda por ahí extorsionando a cientos de licenciados en Periodismo, que hagan el favor de no pedir que se llame Borja Marri a Cela, ni Joaquín a Aleixandre, Nicolás a Benavente, o (¿se atreve la lengua a pronunciarlo?) José Ramón a Cervantes. Por lo que pudiera pasar.

Mercedarios y pateras

Los frailes Mercedarios de la Plaza de Tirso de Molina se dedicaban a rescatar cautivos cristianos. Como el Estado de entonces se desentendía de liberar a los súbditos que sufrían la esclavitud en el Norte de África, a pesar de que muchos de ellos hubieran caído prisioneros al servicio del rey nuestro señor, la congregación que tenía su monasterio en la Merced se hizo cargo de recoger limosnas y donaciones con las que chalanear al Bey de Argel la libertad de los que se pudiera.

A este efecto, y bajo bandera blanca de mercaderes, los hermanos de fray Gabriel Téllez fletaban sus pateras de remos y cruzaban el Estrecho a la inversa, para así sacar del baño (no por alergia a la higiene, sino por razones más cristianas) a algunos desdichados, compañeros de Cervantes. Una vez comprada la mercancía, los mercedarios recogían sus bártulos y se volvían a Alicante, Cartagena o Cádiz, desde donde repartían su preciosa carga a ritmo de procesiones, Te Deums, misas, autos y rituales varios, en los que los excautivos vestían sus cadenas e interpretaban su papel de agradecidas víctimas, para así recaudar nuevos fondos, con los que sacar del peligro más almas cautivas.

Al llegar a Madrid, los frailes, la Villa y la Corona pagaban a escote una representación, destinada a enternecer y satisfacer al pueblo, para que, en vez de reclamar que acabase la sangría de galeras y corsarios en las costas mediterráneas, agradeciera a sus gobernantes la cara libertad obtenida por aquellos desgraciados. No hay que escandalizarse: también el gobierno Bus recibió a su prisionera marine con desfile heroico, y a las pocas semanas ya se filmaban versiones de telefilm de su odisea en Iraq.

La procesión de frailes, inciensos, penitentes, estandartes, pendones y excautivos de tosco sayal y grilletes colgando desembocaba y tenía su apoteosis en lo que hoy es la Plaza de Tirso de Molina. En el espacio que abrió la desamortización de Mendizábal se instaló la plaza, que se llamó del Progreso, y en la que contempló su obra la efigie del ministro liberal. Luego, los fascistas recién llegados lo quitaron de en medio, y como no pudieron rehacer un convento que ya llevaba cien años hecho cascotes, pusieron en lugar del “masón anticlerical” al autor de los “Cigarrales de Toledo”. Ahora mismo, en la Plaza de Tirso de Molina, huele a meados; meados ácidos que atraviesan la plaza, que en su parte más ancha se pueden evitar, pero que se vuelven ineludibles a medida que se embuda en dirección a la calle de la Magdalena. Los domingos, la aglomeración rastrera (en el mejor sentido de la palabra) de vendedores de top manta y compradores de lo que sea quizá reste acidez y protagonismo al olor de la plaza, pero el resto de la semana, el orín difamante campea. Bajo el mercedario, borrachos sin casa e inmigrantes sin suerte parecen moverse, las fronteras de su territorio definidas por la acritud del olor y una leve acera triangular. El centro de la plaza, en forma de galera antigua, con su proa apuntando a Antón Martín, y fray Gabriel de mascarón, parece no llegar nunca a puerto seguro, y sus tripulantes, cautivos de varios mundos, sólo encuentran en este triángulo de orines un alcázar seguro, del que ni los mercedarios más avezados parecerían capaces de rescatarles.

Graffittis majos y hip hop goyesco

Berlín es una ciudad underground y graffitera, en cuya parte oriental se pueden alquilar caserones por 400 euros, o beber en locales ilegales alojados en antiguos refugios atómicos. Y Berlín es también una enorme tapia donde campa el graffitti. En Madrid, este arte que un día se subastará en Sotheby's parece haber sido centrifugado, y sólo campea en las barriadas del extrarradio. En el centro, las fachadas sufren alguna vez el ataque de un okupa anarka, y en Lavapiés campea una especie de vándalo tridentino y capillita, armado de tiza, como los profes de religión del instituto.

Pero no siempre fue así, y en tiempos de Ramón de la Cruz los barrios de la Villa y Corte fueron escenario de pandilleros dieciochescos, que marcaban su territorio con “graffittis” ilustrados. Los chisperos, habitantes de los barrios altos del Barquillo o las Maravillas, se enfrentaban entre sí o con los manolos, los de Lavapiés, y usaban las paredes de la época para dejarse mensajes amenazadores o chulerías varias, como hacen hoy los “gangs” de Los Ángeles o Nueva York.

Y en vez de rap ególatra con rimas apologéticas de la mala hostia del rapero, y de lo peligroso que sería buscarle las cosquillas a semejante prenda, circulaban por el Madrid goyesco coplas como la que recoge Pablo de Répide:
"Si no me habéis conocido
en el pico del sombrero,
soy del barrio del Barquillo,
traigo bandera de fuego."

Lo del pico del sombrero no es ripio forzado ni esclavitud de rima fácil, que las pandillas urbanas siempre han tenido sus señales, y lo que fue tricornio ladeado o montera arremangada, hoy es gorra de Fubu torcida, pañuelo “bandana” estilo pirata baturro, y pantalones culibajos de perneras de campaña.

Lo de "traigo bandera de fuego” quedaría un tanto cursi a ritmo base, y sería difícil dárselas de duro de barrio con una redecilla recogiendo la melena, chupetín de raso anaranjado y medias rodilleras de seda carmesí. Pero también los “gangsta rappers” de hoy parecerán carrozones del tío vivo en un quíteme allá esas décadas, y en su día los chisperos y manolos se tenían miedo, respeto y ganas, porque al del sombrero de pico doblado le respondía uno de los Latin Kings del Madrid del Antiguo Régimen con las de:
“Aquí están las Maravillas
con deseos de reñir;
menos lengua y más pedradas,
señores del Barquillí.”

Eso sí, los “skaters” brillaban por su ausencia. Lo que sí había eran frontones, paredes enormes, ideales para escribir mensajes. Y luego, a los toros, festejo al que ningún pandillero moderno se ocurriría trasladar la juerga."

Escritor acatarrado

Estoy enfermo. El otoño ya se ha aposentado sobre la Meseta, con sus uniformes de colegiales, su olor a lápices de colores y sus tardes, oscuras antes de tiempo, ideales para ver pasar a la gente desde el cristal de un café. Si se puede, porque yo llevo ya varios días con un catarro que me impide sentir culpa por la pereza que el cuerpo pide e impone. Sin embargo, he tenido que bajar, venciendo las ganas de permanecer bajo techo y manta, y meterme en el cyber para escribir aunque sea algo. O quizá he bajado sólo para comprobar el marcador del sitio, y ver si alguien ha topado con mi página. Son (¿sois?) pocos, una media de 15 ó 20, entre ellos algunos que llegan de casualidad, y no se quedan para los postres. Algunos serán (oh, vanidad) visitas repetidas de la misma persona, ansiosa por releer mi prosa. Otros, cybernautas en busca de porno a los que una máquina buscadora trae por aquí, sabe dios por qué. Pero a mí me gusta imaginar que son una quincena, una veintena de lectores, heterogénea pero real, internacional pero no de casualidad, algunos amigos y otros que no, y me gusta imaginar que les debo algo, que esperan lo que escribo, y que no puedo defraudarles.

Por ello he bajado al cyber (cuando sea grande pondré internet en casa), para sentirme "escritor", aunque me gane la vida con otra cosa, y ni ésa sepa hacerla muy bien después de todo. Nunca he contestado "escritor" para contestar a qué me dedico. He dicho que maestro, profesor, parado, camarero y pinche, aunque con ninguna de esas profesiones me identifico, pero me ha dado siempre vergüenza medio ajena, casi propia, decir que soy escritor, así por las buenas, sin un enchufillo en la SGAE ni un agente literario que al menos cubra las apariencias.

Pero, bueno, quizá para los quince o veinte lectores que me he inventado puedo ser escritor, así sin comillas...Por favor, si no os molesta...¿A vosotros qué os duele? Además, que estoy malito, y a los enfermos se les dan mantas, caldo de gallina y algún caprichito tonto.

Cabezas de Aragón

El escudo que ilustra las barras de Aragón está bajo crítica. En uno de los cuarteles que lo forman aparecen las cabezas de cuatro moros, con lo que se conmemora la conquista de Huesca por los cristianos. Una comunidad islámica ha pedido que se modifiquen escudo y bandera, para promover el buen rollito entre Islam y Cristiandad. Pero el buen rollito o el talante abierto no son más que pose de bautizo si no se reconoce el pasado, con sus glorias y sus penas. Aragón, como casi todos lo pueblos de la mitad Norte de la Península, se hizo con y contra el moro, cometiéndose en ello muchos errores, y cerrando durante siglos puertas que la Historia volvía a abrir, machacona, hasta nuestros días.

Pero, para crear el buen rollito inter-confesional que tanta falta hace, no conviene borrar al moro ni a sus cabezas. Hay que dejarlas donde están, para que las excursiones de los colegios pregunten que por qué, y para decirles a los preguntones (moros y cristianos) la razón, y que ellos saquen conclusiones, y que aprendan de su pasado, de lo bueno y de lo malo. Claro que es mucho más fácil inventarse medievos mitad Euro Disney mitad Arcipreste de Hita, y hacer museos a la cohabitación tolerante, pero olvidar el abuso, el crimen y la intolerancia que nuestro pasado (como cualquier otro) ejerció, no sería más que una operación inútil de cirugía estético-histórica que sólo agradaría a los que se preocupan más por la imagen de una sociedad que por su verdadera fibra cultural y moral.