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Cuadernos de Lavapiés

Sub-urbia

Pegando carteles

El mayor tiene 38. En estos momentos no trabaja. Vive con su madre y un perro. La señora es viuda de sub-oficial adepto al régimen. El más joven no pasa de los 21. Conduce un Mini Cooper que parece de juguete. Lo usa para ir a la universidad privada donde cursa estudios, desde que suspendió la selectividad y su padre le dijo que o eso o ganarse el jornal en la empresa familiar. De la que él ni siquiera conoce el sector económico en que se inscribe. El mayor vive en Vallecas. El menor se traga todas las mañanas el atasco de La Moraleja a Ciudad Universitaria, oyendo la radio. Luego, en vez de ir a clase de Ética Cristiana (obligatoria y común en todas las titulaciones de Humanidades) se fuma unos porros con los amigos, buenos chavales. Menos los días en que el otro viene a recogerle y se van los dos en el MIni por ahí, a pegar carteles. "Esto se llena de negros todo el día, pidiendo o aparcando coches, y molestando a las señoras que va a hacer la compra tan tranquilas" dice el mayor, mientras pasan por Julián Romea. A la altura del Vips el más joven aparca el Mini en doble fila, y bajan los dos, uno con el cubo y el otro con papel y escoba. Están excitados. Se sienten rebeldes, y quieren imaginarse temerarios, aunque en realidad no corren ningún riesgo. Otra cosa sería intentar fijar los carteles en las tapias que rodean al Constitucional. Además de las cámaras, están los policías, que no tienen el más mínimo problema en que vayan a hacerlo a media manzana, por la Plaza de Cristo Rey, pero que no les van a dejar pegar consignas de "La Nueva España" más acá del Hospital. "Mientras cada uno permanezca en su sitio, no hay problema" dice de nuevo el mayor. "Y el sitio de ésos es el puto país de donde hayan salido" comenta, mientras repasa con la escoba chorreante de engrudo el cartel que el más joven sostiene por las esquinas. Luego asiente, pero en realidad está distraído mirando al Mini. "Se ha portado el viejo con el regalo de cumpleaños. Si no tuviera ese pronto que tiene..."   

El patio de mi casa es demasiado particular

Cuando llueve, claro está, se moja mi patio, y se moja la ropa tendida, que hay que volver a lavar, porque el aire de Lavapiés está muy sucio, y la lluvia no cae virgen sobre las sábanas limpias.

En mi patio hay unos vecinos, los de arriba, que vienen de varias partes del mundo que no lo son de la Península Ibérica, ni del continente europeo. Viven en un piso igualito que el mío, también alquilado, del mismo tamaño, con la misma distribución, la misma solería en la cocina y el mismo parquet de tarima flotante en el resto de sus 35 metros cuadrados. Tiene un dormitorio, como el mío, desde el que se verá el mismo trozo de cielo sucio y la misma ropa tendida; desde otra perspectiva quizá, por estar más alto, pero con el mismo paisaje de poca esperanza. Los vecinos de arriba me hicieron blasfemar en alta voz el último fin de semana, harto como terminé de gritos, zapatazos, carreras, arrastre de muebles, voces y martillazos intempestivos durante horas sin fin, hasta bien entradas las de la madrugada. Y es que, donde comen tres, comen cuatro, que decía mi abuela, que supo de hambres. Y donde duermen, viven, festejan, crían retoños y disfrutan de la vida dos, también pueden hacerlo diez, a pesar de los 35 metros cuadrados y del cielo sucio y de la luz mezquina de patio que no lo es menos. Y a pesar también de la cefalea y la mala leche de un servidor que, harto de coles y de los nervios presa, terminé por llamar al casero de los vecinos.El señor casero es dueño de varios pisos de la finca en que vivo, pero no del que habito, gracias al cielo. También lo es de una calva muy respetable, guarnecida de respetabilísimas sienes plateadas. Todos ellos (la calva, la plata de las sienes y el señor casero) son de esta parte del mundo, aunque no sabría decir de cuál de sus collaciones, ni por una vez eso importa, que no sólo de Estatuts vive el hombre. El señor casero se mostró indignado cuando le llamé para decirle que sus inquilinos de arriba me estaban impidiendo oír mis propios pensamientos, puros e impuros por igual, en lo que parecía la construcción y posterior quema de una falla valenciana en medio del salón. “Esa gente no son de aquí, sabe diós de qué parte vienen, y se meten ciento y la madre y me destrozan el parqué, que habrá luego que acuchillarlo, pero no se preocupe usted, que yo mañana me encargo de advertirles que…Inmediatamente me sentí cómplice de la vileza. Palabras como “moros”, o “negros” salpicaron el resto de su parte de la conversación, que no sonaba a disco rallado, sino a CD de los que te joden la lente y el láser, de los que emiten unos chasquidos que te hacen daño en el tímpano. Luego me enteré de que sí, que claro que se mudaban más, que por eso el aumento del jaleo y el trasiego, para más inri de mi cefalea. Y también me enteré de que el alquiler del piso de arriba, con sus mismos 35 metros cuadrados, es de más de mil euros. Supongo que merecerá la pena acuchillar el suelo de tarima flotante cada cierto tiempo, a cambio de ese dinero. También debe ser fácil dar la razón a un vecino quejoso y capearle con dos comentarios racistas, xenófobos y trillados, tan salidos del alma pero tan fáciles de olvidar a finales de mes cuando ingresan el alquiler en nuestra cuenta bancaria.En cualquiera de éstas nos dirán, si se nos ocurre pedir un préstamo hipotecario, que la cantidad destinada a la vivienda no debe superar cierto porcentaje de los ingresos familiares. También nos dirían, si alguien estuviera interesado en preguntar, que no son muchas las nóminas que superan los mil euros mensuales, y que muchas familias del barrio y sus patios tienen que vivir con ochocientos o menos. Sin embargo, los mil y mucho pico que cada mes se embolsa el muy “acuchillador” señor casero no son la excepción, sino la regla, y en algún sitio tienen que dormir, comer, festejar la vida, o sufrirla, los muchos miles de “moros, negros o lo que sea” (como los llamara el señor casero) que hoy limpian, construyen, arreglan, cuidan o simplemente habitan la ciudad, a cambio de sueldos a prueba de soñadores. Me pregunto qué cantidad haría que mereciese la pena acuchillar algo más que un suelo de madera. 

 

 

Canutos colegiales

Todos los días paso por delante de un centro escolar. Uno con verja, puerta de hierro y patio de recreo. Cada mañana, muchos alumnos del centro ejecutan el ritual lamido de la tira de goma de un papel de fumar, el inconfundible gesto de enrrollar sobre sí mismo el tabaco "aderezado", el encendido místico del cigarrillo de hachís, que escupe un humo denso, casi de incensario, que sólo su olor consigue distinguir del que acompañaría un servicio de maitines preconciliar, de cuando las misas todavía eran en latín, y dios aún no había aprendido idiomas.

Ayer, en las noticias, supe que el Gobierno ya ha desarrollado un plan para atajar el trapicheo y consumo en las escuelas del país. Ilustraron la noticia en prensa y televisión con imágenes de jóvenes estudiantes, haciendo novillos (pellas, rabona, etc.) mientras se lían unos canutos a la puerta del colegio. Pero no eran los que veo cada mañana, porque los que atufan el aire mañanero cerca de mi ventana vienen a clase en pequeños coches deportivos nuevecitos, de muchas válvulas y caballos de vapor, recién comprados por papá a cambio de un aprobado a tiempo, porque los papases de estos chicos y chicas son muy generosos, tanto como para pagar los miles de euros que cuesta que sus nenes aprueben una asignatura, y unos papás así no van a ver con buenos ojos que se acose a sus retoños, como si fueran hijos de inmigrantes, o de habitantes marginales de feos barrios del extrarradio pobre.

Así que, mientras más de cuatro adolescentes porreros van a estrenarse como delincuentes, y a posar quizá para el título que les acredite como poseedores de antecedentes penales, los que se ven desde mi ventana saldrán en la orla lujosa pagada a golpe de talonario por sus nada marginales progenitores, con los ojos un poco irritados y las pupilas contraídas, pero sin deudas con la sociedad ni visitas a correccionales. Total, por un porrito mientras faltas a clase, tampoco es para tanto. Siempre y cuando quede claro que uno es persona de bien, y no morralla de escuela marginal...

Los últimos mohicanos

Acabo de ver en televisión "El último mohicano" en su más reciente versión y, aunque no sé si esta superpoducción fue rodada en Nueva Zelanda o Patagonia, tal es la magia del cine, que me podido creer que los majestuosos paisajes de fondo eran en realidad las Adirondacks, las montañas del norte de Nueva York, donde viví algún tiempo.

Mi casa estaba frente al río Mohawk, en el valle del mismo nombre. A la espalda subían los taludes del valle, cubiertos de una selva impenetrable durante unos pocos meses al año, de nieve y troncos pelados lo restante. En la otra orilla, una macroautopista que sigue la ruta del norte, la misma por la que los franceses entraron y los ingleses subieron, los iroqueses entraron y los algonquinos salieron. Ahora la cruzan incesantemente camiones enormes con matrícula de Quebec, en un contínuo movimiento de vehículos que es la verdadera vida de aquel país, una sociedad entera construída al lado del camino, para servirle y darle comida rápida, cama y refresco de soda cargado de hielo. A veces, desde mi ventana podía ver el valle en toda su majestuosidad, e imaginar el espíritu de un romántico como Fenimore Cooper, alimentado desde pequeño con historias sucedidas por aquellos contornos, hace muchos años, muchos antes de que incluso el joven novelista viviera allí, conociendo a quienes habían conocido a los indios. Por eso su mohicano, su indio, tenía que ser el último, porque había nacido de las historias de los viejos colonos,cuando ya había desaparecido la huella de los primeros habitantes de esa tierra tan dura.

Esos mismos colonos que contaron historias al joven Cooper son también los que vieron a Rip Van Winkle salir un día al bosque y nuca más volver. Nunca, claro está, hasta demasiados años después, tras despertarse de una siesta de pesadilla. Por eso por allí cerca, encajonado entre farallones, queda el paso de Rip Van Winkle, entre dos peajes y no muy lejos de un área de descanso, exactamente igual a todas las áreas de descanso de la Interstate 90.

Pero después de irse los franceses, los indios y hasta los ingleses, se fue con ellos la frontera, y el valle del Mohawk pasó el siglo XIX creciendo pacíficamente. Hasta que llegó Edison, inventó la electricidad a sus orillas, y se dio inicio a un período de riqueza y opulencia. Cuando yo vivía allí aún se podían ver las huellas de esas épocas, en la multitud de edificios que fueron fábricas, batanes, estaciones de ferrocarril, almacenes fluviales, y que de alguna manera parecían mucho más antiguas que las invisibles, erradicadas, de los últimos indios. Frente a mi casa, una enorme fábrica vacía, con sus propios muelles, vacíos de vagones de un tren que ya casi nunca pasa por allí. Desde finales del XIX hasta los años cuarenta del XX, del río Mohawk salieron la mayor parte de los guantes vendidos en el mundo. También suministraron sus factorías alfombras a miles de hogares pequeño burgueses, y paraguas y tiendas de campaña para las guerras y uniformes para la marina y delantales de hule, hasta que un día aquello se fue al garete, y la gente se fue en busca de otra vida. Los que quedan malviven entre un índice de desempleo que se puede ver desde el coche, conduciendo por sus pueblos y ciudades desmayados, y los pocos empleos que dan las prisiones privadas.

Tras ver la película, me he dado cuenta de que nunca conseguí idealizar ni en parte aquella tierra, mientras viví en ella. Ahora, al recordar las aventuras del holandés que se quedó dormido y se le fue la vida, o la del último representante de un pueblo que se desvanece de la Historia, o las reseñas de las batallas épicas entre holandeses, indios, ingleses y franceses, me pregunto por qué no le dí esa oportunidad a aquel lugar, pensando que todos los escenarios pueden ser buenos para representar algo memorable, que todas las piedras tienen un jugo que merece la pena exprimir. Luego, me conecto a Internet para escribir algo, y la curiosidad me pica un poquito. Recuerdo que en My Yahoo aún tengo vínculos a las noticias locales de Schenectady, en Upstate New York, incluyendo el parte meteorológico local. Hoy, finales de enero, se ha registrado una máxima de 14 grados bajo cero, centígrados que para eso tengo un convertidor automático. A las doce del mediodía, y teniendo en cuenta el factor viento, la sensación de frío para el cuerpo es -25°C. En esas condiciones, y mirando la silueta amarilla de un Macdonald's al otro lado del río, es difícil idealizar nada.

Belén viviente

Vivo cerca de la iglesia de San Sebastián, una de esas estructuras que mi ignorancia despreciaba, cuando solía pensar que Madrid no tenía iglesias bellas ni rincones mágicos. Eso era cuando un cierto sentimiento provinciano de inferioridad pretendía consolarse con el tipismo del terruño propio, que nada tendría de esa urbanidad cosmopolita de la capital, pero "cuyo barrio del _____________ o castillo de ________________, o cuyas vistas desde la torre de la catedral de __________ valían, aunque sólo fuera por lo pintoresco, más que diez madrides."

Ahora, que no necesito comparar ausencias con presencias, me limito a pasar por delante de la iglesia de San Sebastián y a disfrutar del olivo que nació hace mucho junto a la puerta de la fachada que da a la calle Huertas, en una especie de jardín, que ocupa el mismo lugar que en tiempos fuera cementerio. Al lado de la cancela hay un tramo de empedrado, el más ilustrado de España, con el piso tachonado de letras de bronce que los turistas inmortalizan en píxels. La plaza del Ángel cobija un botellón suministrado por la licorería, regentada por inmigrantes chinos, que despachan aguardiente de lagarto, Coca-Cola, ron y vasos de plástico, dentro siempre del horario contemplado por la normativa municipal. A diez metros, una heladería italiana atendida por un argentino, una tienda de artesanía mexicana y un rosario de bares de copas que te invitan a un chupito presentando en barra el cuponcito que te ofrecen los promotores que jalonan Huertas.

Tras la cancela, un olivo y una fachada que ya no se usa, pero que en tiempos estaba llena de mendigos, de pedigüeños casi medievales, de ciegos romancistas, de lisiados rezadores, de huérfanos profesionales que esperaban a las almas piadosas que venían a ponerse a bien con sus conciencias. Los narra Galdós en Misericordia, y resultaría difícil imaginarlos, entre turistas que comen helado de pistacho, sino fuera porque, en verano, algunos sin casa nada galdosianos se instalan en los bancos y portales de la plaza contigua. Al lado, el hotel en que Manolete rezaba antes de torear, que todavía aparece mencionado en las guías como el hotel de los matadores, escupe de vez en cuando un público adinerado, que ya no entra en la iglesia de San Sebastián, pero que sigue midiendo su éxito con el rasero de los desgraciados de la plaza, acartonados por la miseria y el abandono.

Yo, que paso algunas mañanas por San Sebastián camino del trabajo, sólo a veces encuentro el fantasma de Cadalso, que se quiere saltar la cancela de lo que fue cementerio para robarse el cadáver de su amada. La juerga nocturna de los estudiantes Erasmus de medio mundo impidió al necrófilo platónico consumar su sacrílego escarceo, y la mañana se le viene encima merodeando con ojeras y peluca blanca. A veces le ven los vagabundos que duermen en sus garitas de embalaje de frigoríficos No-frost, y le toman por un colgado excéntrico y le miran no hacer nada, pero tan lúgubremente, que parece cosa de llorar o del diablo, que todo es uno...Y es que para un mendigo que no pudo serlo de Galdós poca importancia debe tener un señorito arromanticado que escarba con los ojos el suelo donde descansó hace demasiado la carne momia de su novia tísica.

Varias estaciones de metro después, llego a la Colonia Metropolitana. Por las amañanas, los rebaños de estudiantes harían pensar que las casas con jardían alineadas en estas calles de ciudad jardín cobijan familias numerosas como de teleserie anglosajona, pero no. La mayoría de jóvenes desaparece después de clase, hasta los que viven en los colegios mayores de la zona, y se vierte sobre Moncloa, con la querencia de bares y aceras concurridas. Cuando terminan las clases, las calles sin bullicio, tiendas ni bares de la Colonia Metropolitana se quedan vacías, o casi. El horario de visitas de las clínicas privadas ha terminado. Los colegios de monjas ya escupieron al chavalerío uniformado, recogido por parentela o servicio en coches de empaque. Una universidad privada que por las mañanas hierve de aspirantes a empresario del año está ahora vacía y apagada, sin nada que justifique la tapia que la define, las puertas que la guardan.

Por entre las aceras ajardinadas aparecen entonces los mendigos del Siglo de Oro, los lisiados medievales, los soldados del Tercio arrastrando muñones por compasión de Dios y la Patria, los ciegos de Galdós y los de todas y cada una de las vergüenzas, literarias o no. Vienen a la sopa boba, porque en algunos chalés sin adosar con pinta de familia pudiente y reproductora se ha instalado el comedor de una congregación de monjitas, seglares o no, que se esconden tras las tapias como se escodían en otros tiempos las monjitas guapetonas de las comedias de capa y espada. Sólo que ahora, en la Colonia Metropolitana, las verjas miran con cámaras de seguridad, y la mayoría de los clientes del comedor de amparo bajaron en algún momento no de las galeras de don Juan de Austria, sino de las pateras que pudieron llegar a la playa.

Bush y la mala educación

El personaje de don Martín, de "Doña Rosita la soltera", es un solterón tullido, maestro de letras en un colegio de "niños bien" granadinos, a la vera del carmen donde se marchita la rosa lorquiana. Don Martín, además de cojear de una pierna, lo hace de proto-poeta, y sus versos ripiados engañan las baldosas del patio granadino con una cojera más penosa que la de su cuerpo tullido; pero don Martín es un buen hombre, que viene de visita para contar sus miserias. Porque ya a principios del siglo XX los maestros se quejaban de que intentar desasnar a los vástagos del señorito era, como querer ponerle puertas al campo, labor destinada al fracaso y a la humillación.

Casi un siglo después de que Lorca hiciera hablar así al pobre maestro-poeta de provincia, los que intentamos pagar el alquiler enseñando a otros a hacer algo seguimos teniendo la misma queja: ¿Cómo no pasar la mano a la mano que nos da de comer, cómo no sufrir el desprecio de quien paga a cambio de buenas notas? Los maestros y profesores de colegios e institutos "conflictivos" se enfrentan a veces a la violencia de padres de alunos "injustamente" disciplinados, y cuando algo así sucede, los bienpensantes enarcamos las cejas en condena. Pero cuando en los colegios, institutos e universidades privados y caros los padres amenazan con retirar a sus hijos del colegio, o dejar de hacer generosas donaciones a la institución docente, si se sigue aplicando a sus vástagos el rasero justo del "no pasarán...Sin haber aprobado", en esas ocasiones nadie parece llevarse las manos a la cabeza.

Como el don Martín granadino quizá se sienta alguno de los profesores que, en Yale, tuvieron que hacer birlibirloque evaluador para que el hijo de George Bush, el primer líder del mundo libre que ha heredado el cargo, aprobara con notas mediocres lo que muchos licenciados en paro harían con los ojos cerrados y sin estudiar la noche antes.

Lo digo como quien conoce el paño del batán al tinte, porque he estudiado y enseñado en una de esas universidades exclusivas donde aulas, alas y bibliotecas llevan el nombre de millonarios alumnos donantes y ex-alumnos igualmente agradecidos a su alma mater. Quizá el señor Aznar podrá un día confirmar mi aseveración de que sólo donan los que tienen sobresalientes y matrículas que agradecer, porque mater no hay más que una, siempre y cuando nos haya abierto las puertas del poder a base de buenas notas, regaladas o merecidas. Me pregunto si el ex-presidente del gobierno de España recibirá (como un servidor) llamadas del decano para advertir que el suspenso de tal o cual alumno hace peligrar la generosa donación anual del señor padre de alumno de turno. Y me respondo que el señor Aznar no tendrá que corregir exámenes en Georgetown, que para eso se tiene a los adjuntos y ayudantes de departamento...

No sabrá, pues, el flamante nuevo profesor de Georgetown, que en la América del sueño, en la Arcadia bursátil, como en la Roma imperial, sólo merece el suspenso académico o el fracaso en la vida quien no puede costearse una matrícula de honor o un futuro brillante. Que G.W. Bush sí podría haberse pagado un rosario de sobresalientes en Yale es tan cierto como que la exquisita educación occidental de Osama Bin Laden se costeó con la fortuna de su poderosa familia. Pero el hecho de que ni por ésas consiguiera el actual presidente de los EE.UU. sacar más allá de un aprobado por los pelos debería darnos escalofríos.

En el debate con el candidato Kerry, la ignorancia de Bush se disfrazó de campechanía, intentando vender la imagen de ciudadano de a pie, de líder espontáneo y sincero. Pero sería llamarse a engaño. Si Bush habla un inglés pobre y desmedrado, y expresa con él una simplicidad de ideas peligrosa como una bomba de relojería, no es por tratarse de un americano del pueblo, uno más de esos "americanos medios" que la literatura ha descrito tan bien y tan a menudo. No hay en el delfín del petróleo tejano nada del "primitivismo puro" de Whitman, ni sus meteduras de pata son reflejo de una nobleza de espíritu digna del leñador pionero o el granjero propietario y honrado de Thoreau, Emerson o Crevecoeur. Si Bush es un ignorante explosivo (a los mandos de la maquinaria más poderosa del planeta), es porque sus años mozos los dedicó a alternar con sus conmilitones de colegio mayor para ricos, bebiendo y armando jaranas, para presentarse luego en clase con los ojos inyectados de una coca que sufragaba papá Bush.

A don Martín le dolía que los niños de casa particular de la Granada de 1910 gastaran bromas humillantes a sus pobres profesores. A Lorca se le pasaría por la cabeza que algunos de esos niños irreverentes a buen seguro acabarían como presidentes de la Diputación, o gobernadores de provincias. Hoy debe haber algún profesor de gramática arrepentido de haber cedido a las presiones de un decano, que recibió una llamada desde Texas, que se escribe con equis pero se pronuncia con jota, como México.

Pack Fungairiño

Acabo de regresar de mis vacaciones, y estoy encantado. Me ofrecieron el paquete Fungairiño en el Viajes Cernícalo de mi barrio, a muy buen precio, y tuve que caer en la tentación de comprarlo. Me lo he pasado como un alto responsable del sistema judicial y/o jurídico ibérico.

"Disfrute de unas vacaciones inolvidables", decía el prospecto: "Un mes de aislamiento intelectual, intelectivo e inteletodo, en una de nuestras residencias, convenientemente ubicada a doce kilómetros a pie del quiosco de prensa más cercano. Nuestras instalaciones incluyen un salón comunal de televisión, donde sólo se emiten documentales de bichitos, biografías de David Attenborough y episodios caducados de los Teletubbies. Carecemos orgullosamente de Internet, y la librería más próxima está en el pueblo, que queda a diez kilómetros bajo el caliginoso y ardiente sol español, sin autobús ni mariconadas de ese corte. Media pensión (la otra media la cobrará por poderes un juez jubilado), seguros de accidente y transporte (en alas de la ignorancia) incluidos. Cursos de absolución acelerada de machos matahembras opcionales (pero altamente recomendables)."

Rally en el Paseo del Prado

Cuando estoy muy, muy aburrido, salgo de rally por el Paseo del Prado. Comienzo en Cibeles y llego hasta Neptuno (a veces Atocha), recogiendo en cada esquina, en cada semáforo, en cada paso de cebra (porque mis rallies son de a pie), una pequeña octavilla, propaganda de restaurantes para turistas y buffets libres.

En los EEUU, mientras tanto, miles de personas se asocian en clubs de andarines de mall, se calzan sus zapatillas de deporte, montan en sus coches y conducen al centro comercial más cercano. Allí no se entregan al único vicio permitido por el capitalismo de suburbio y automóvil, el consumo, sino que se dedican a dar vueltas en círculo, pegados a los escaparates, deslizándose en parejas por el suelo enmoquetado, ajenos a la música ambiental y a las apetitosas ofertas. “¡Qué digna actitud dirán algunos, “marginarse así de la vorágine consumista, y cambiar el destino comercial del edificio por obra y gracia de la sabiduría popular.” Yo, que los he visto caminar como zombis por las galerías de falsa plaza de los centros comerciales de medio país, siento pena, más que admiración. Parecen hámsters haciendo rodar su aburrimiento y su encierro. Porque una gran parte de los estadounidenses viven encerrados, prisioneros de sus casas sin calles, de sus ciudades sin barrios, plazas ni avenidas, cautivos en sus automóviles y sus hogares, huérfanos de ciudad y civilización.

Los centros comerciales, donde la temperatura permanece ajena a la exterior y todo es mucho mejor que la realidad, han terminado por sustituir plazas y mercados, calles y tiendas. Casi cada pueblo tiene a media hora o menos uno de estos parques temáticos de la compra al por menor, mientras que sus centros urbanos han quedado muertos, y aparecen como fantasmas, como fotogramas salidos de una película de holocausto nuclear. Dentro del mall, da igual si uno se encuentra en Buffalo que en Tampa, siempre hace la misma temperatura. Las tiendas son franquicias de un número limitado de marcas, y en vez de tabernas se puede escoger entre otro corto número de franquicias del fast food.

Fuera, aparcamientos enormes aseguran que toda la vida social (o lo que quede de ella), todo el comercio y todos los pasos dados tengan lugar dentro del mall. Los adolescentes, que a pesar de todo siguen siendo seres más sociales que el resto de animales humanos, se juntan en el centro comercial, como lo hacen en plazuelas y parques los chicos/as españoles/as. Sólo que los de EEUU no pueden comer pipas y charlar de sus cosas, porque al mall se viene a consumir, y si no tienes para comprar, disimula al menos el acto, y ve aprendiendo para cuando tengas una nómina o una tarjeta de crédito.

Y alrededor de estas jaulas enmoquetadas de climatización perfecta dan vueltas los mall walkers. Un servidor, en cambio, se va de rally por el Paseo del Prado. Siempre que me ofrecen una octavilla la tomo, y siempre me dan las gracias, porque a ellos les pagan por darlas, y si la gente no las quiere, mal asunto. Ellos saben que la voy a tirar sin mirarla, pero me lo agradecen, y yo me lo tomo como un punto de control, uno más en mi tramo no cronometrado. “Tíralo tú”, vienen a decirte, porque ellos no pueden y no deben. Su misión es repartir propaganda de restaurantes baratos, y que sea el viandante el que tire la octavilla.

Quien mandó hacer el Ministerio de Sanidad y Consumo, aquí mismo en mitad de mi recorrido aburrido, hizo algo semejante. Un edificio tan feo en pleno Paseo del Prado es como una octavilla. “Encárguese usted de tirar lo que le dejo entre manos”, parecen querer decirle al futuro su fea fachada y peor catadura. Así que cruzo al otro lado, y el trámite me supone tener que aceptar más publicidad de buffets libres, pero no me ofusco. Las acepto, no como otros, que reaccionan hoscos ante los pobres repartidores, inmigrantes todos, que malviven llenándonos los bolsillos de octavillas. Yo no me enfado, aunque a veces llegue a casa con los bolsillos llenos de papel inútil. En el Paseo del Prado, al menos, el que pretenda hacerme consumir debe trabajárselo. En los centros comerciales de la América suburbana y rural, el paseante ha muerto, y sólo queda lugar para el comprador, al que no le queda ni la opción de cambiar de acera.

Gangsta Rap

Cuando el rap eran ritmos para bailes desencajados, o rimas cuajadas de chirridos de vinilo violentado, yo no le prestaba más atención que la requerida para intentar los pasos más fáciles del repertorio breakdance. Estuvo de moda un curso y medio, y depués acabé escuchando a Silvio Rodríguez y Extremoduro, así que, para cuando el gangsta rap llegó a convertirse en hip hop culture, yo ya estaba destetado de modas americanas.

Luego me fui allí a vivir, y a los estereotipos que ya llevaba puestos le abonaron el caldo los consejos burgueses que recibí y casi heredé con el permiso de residencia: el hip hop, como casi todo lo relativo a los negros y a las clases urbanas menos favorecidas, era algo peligroso, indeseable y soportable sólo mientras se dejara civilizar por la industria discográfica.

Luego conocí gente que me enseñó a buscar detrás del hip hop la misma belleza, el mismo sentido de arte real, puro y popular, la misma importancia que en su tiempo tuvo el jazz, antes de que la América blanca lo domesticara. Intenté ver las discotecas arrabaleras con detectores de metales con la misma poesía que Lorca quiso ver en los garitos de Harlem. Escuché los buenos consejos, y a medida que las grandes estrellas se fueron convirtiendo en marcas registradas, fui interesándome por las letras, las rimas crudas, la oralidad de romancero fronterizo de estas sagas de gueto.

Para cuando el conocimiento del idioma y sus contextos me habría permitido escuchar rap y entender qué, desde dónde y por qué decían cosas como aquellas, el hip hop había sido oficialmente deglutido por el más establishment de los establishments. MTV, VH-1 y hasta los canales de telepredicadores habían triturado una música, y los gangsta rappers de más peligrosa catadura acudían como invitados a programas de cocina para señoras de casa particular.

Algunos quedaban, que llenaban espacios de máxima audiencia con rapeos indecentes, ácidos, destructores de ilusiones y carniceros de mentiras de sueño americano. Con quejíos, pero a cambio de un precio. En radio y televisión, letras malsinas, letras duras, letras crueles y sin esperanza como la vida de tantos, letras como armas suenan a todas horas, gracias a la inclusión de oportunos silencios y pitidos, que ahorran al pueblo el escupitajo sonoro del inconformismo. He tenido que volver a España para escuchar sin cortes ni censuras, sin referentes culturales, las letras del gangsta rap. Pero ¿cómo rimar con un mínimo de credibilidad la protesta de una víctima de gueto y welfare en el castellano de un estado con escuelas públicas y sanidad pública (por muchas quejas que, con razón, tengamos sobre ambas)?

Whitman, Reagan y las lilas

When lilacs last in the dooryard bloom’d (“La última vez que florecieron las lilas en el jardín…”) escribió Walt Whitman a la muerte de Abraham Lincoln, a modo de elegía por el presidente que fue capaz de llegar a la guerra civil para ilegalizar la esclavitud. En el poema, el gran bardo americano evocó la procesión continental de un tren fúnebre, un convoy enlutado que recorrió la república llevando a todos los americanos la cercanía del cadáver del presidente más bienamado de su siglo.

Estos días, parece que se repiten algunas de las escenas de entonces. A la muerte de Ronald Reagan, EEUU ha respondido con su desmedido gusto por el boato y el ritual, y de nuevo una procesión fúnebre se ha adueñado del país. ¿Cantarán los poetas el despertar de una primavera oscurecida por el acontecimiento luctuoso? Es posible, y hasta probable, que alguna épica pseudo-troyana se haga cargo en breve plazo de acabar de mitificar la imagen de quien fue uno de los presidentes americanos más odiados fuera de sus fronteras.

Las lilas tempranas de Whitman florecieron para llorar la muerte de Lincoln, pero no parece que estas flores, de tantos y tan polémicos significados, acaben por asomarse al funeral del ex actor de Hollywood. Las versiones lila o multicolor de la bandera estadounidense que adornan las calles de los “barrios homosexuales” de algunas ciudades estadounidenses no estarán a media asta, en homenaje al líder fallecido. No en vano, Reagan fue impulsor de leyes restrictivas y discriminatorias contra homosexuales, y apoyó las medidas de estados de la Unión que consiguieron ilegalizar, entre otras cosas, ciertos tipos de relaciones humanas, y hasta de posturas sexuales.

En Washington D.C., un ciudadano anónimo expresaba su pena por la muerte de un hombre que había sido presidente de los Estados Unidos, pero que ha muerto víctima de una terrible enfermedad. “Al final de sus días” expresa con pena este ciudadano, “ni siquiera podía recordar que un día fue el líder del país más poderoso del mundo”. A juzgar por la serie de homenajes públicos que los medios occidentales le están brindando a su memoria, parece que son muchos los que, por una u otra razón, han perdido la memoria.

Ángel González García

¿Quién es Colin Powell?

El año pasado yo vivía en un pueblo triste del norte del Estado de Nueva York, donde a finales del siglo XIX Edison fundó su imperio, pero que está desde hace décadas sumido en la pobreza y el abandono (cosas de la alta economía). Enseñaba (no don Thomas Alva sino un servidor) literatura española en una pequeña universidad (un college) de muy buena reputación, exclusivo y elitista, verdadero islote de belleza y conocimiento en medio de un ambiente pobre y deprimido, con muy altos índices de criminalidad.

Un día casi como hoy de hace doce meses entré en mi clase de lengua española de tercer año, de nivel intermedio, con 16 alumnos de entre 19 y 21 años, y les pregunté, en inglés, qué opinaban de la intervención de Colin Powell en la ONU, a dos horas y media en coche del campus en que nos encontrábamos. De los 16, dos supieron decirme que Colin Powell era un político, "o alguien del gobierno", sin poder detallar cuál era su cargo, responsabilidad, área o misión. Los demás no tenían noticia de la identidad del sujeto en cuestión. ¿Debo seguir, y explicar cuáles fueron los resultados de mi encuesta acerca de Iraq, su situación geográfica, las lenguas habladas, su historia, su delito.? Si esto fuera ficción, quizá lo haría.

Días después, bombas lanzadas por una tropa que no había podido ir a la universidad elitista, o que pretendían financiarla un día con las soldadas del sudor legionario, derramaban la primera sangre (de este siglo) iraquí. La de personas malas, crueles y desalmadas y las de una aplastante mayoría de seres inocentes, de buena gente como la que se manifestó por millones el otro día en España.

Ahora vivo en Madrid. Doy clases de apoyo escolar en una academia de barrio obrero, de inmigrantes, de gente que no tiene ni tendrá 30.000 euros al año para pagar los cursos de una universidad elitista del norte del Estado de Nueva York. Sí, son cuatro ceros (cinco millones de pesetas) sólo la matrícula, no la manutención.

Mis alumnos tienen entre 11 y 13 años. Atocha queda cerca. El otro día no tuve que preguntarles qué pensaban de lo que estaba sucediendo. Se me echaron encima para contar cada uno su historia, su versión y su juicio sobre el resultado de las elecciones y los acontecimientos que lo precedieron. Una niña de doce años lo explicó diciendo que el gobierno culpaba a ETA, pero que "en la BBC y en la de Francia estaban diciendo que era el Bin Laden". Otra discrepaba y decía que Carod Rovira quería la independencia de Cataluña, y el PSOE se aliaba con "los del Rovira" y eso era malo, porque ella tiene muchos primos en Barcelona, y "a ver qué va a pasar ahora, si me voy a tener que sacar el pasaporte para ir a verlos ".

No se puede generalizar, ni pensar que entre tantos miles de estudiantes universitarios estadounidenses no haya todo tipo de intelectos, personalidades, actitudes, aptitudes y talentos, en muchísimos casos de una calidad a la que un servidor sólo aspirará inútilmente el resto de sus días. Yo he conocido muchos, y me honra la amistad de no pocos. Tampoco se debe pensar que los niños de acá sean sénecas en pequeñito, que sólo se desenganchan de la PS2 para sentarse a escribir tratados de política.

Pero, por aquellas mismas fechas de hace un año, detuvieron a dos hombres en el mall cercano a mi casa, porque rehusaron quitarse unas camisetas en las que habían impreso la frase "Make Peace, not War". Un sistema que permite este tipo de hechos necesita de la ignorancia de mis alumnos de entonces. Mis alumnos de ahora son su peor enemigo, su mortal pesadilla.

Uniformidad

No son de cartón. A comienzos de semestre, uno no sabe nada. Son como todos. El día que les señalan, acuden a clase vestidos de uniforme, se sientan derechos, no suben los pies a la silla de delante, y ni se les ocurre traer platos de comida a clase.

Luego, a toro pasado, uno cree haber adivinado en su conducta anterior las pistas que supuestamente los delataban como estudiantes becados por las U.S. Armed Forces. Es mentira, o ilusión, porque nunca lo sabes hasta que no han venido a tu clase en uniforme. Algunos que creías chicos de ideología especialmente conservadora, patriótica o militarista resultan no necesitar de ayudas, y sus padres ricos pagan la matrícula sin necesidad de hipotecar sus vidas. Otros, que pensabas chicos de calle y barriada, un tanto más abiertos de mente a lo de afuera, aparecen un día y se cuadran frente a ti, que sólo querías que leyeran una escena de Calderón. Sus padres pueden tener apellidos de cualquier tipo, pero da la casualidad de que la mayoría son latinos o negros. Es pura casualidad, claro está. Si se quiere, puede explicarse porque las razas "oscuras", bien entrenadas, son muy guerreras y muy bélicas (algunas). Pero es sólo coincidencia, no como cuentan algunos comunistas vegetarianos y afrancesados, que mantienen que se trata de vender tu vida mercenaria a cambio de la posibilidad de estudiar. Pamplinas...

El caso es que vienen a clase de uniforme, chicos y chicas. La carne, una vez rellena de metralla, no tiene sexo (género, dizque se debe decir, según la RAE). Otras veces los ves con otros uniformes: los de camarero, pinche o jardinero, porque muchos de estos chicos y chicas tienen que complementar el pago de sus estudios, y además de deberle varios años de su vida al ejército (nada más licenciarse), tienen que trabajar para que la vida de los de pago sea lo más cómoda posible. Y así, entre barras y estrellas, barras y fogones, galones al pecho y galones de detergente lavavajillas, pasan sus cuatro años de disciplina y lujo, aprendiendo que si mueren dos años después de la graduación en algún país que no pudieron aprender a señalar en el mapa, lo harán defendiendo la libertad.

Manzanas, lagares y cestos

Las fuerzas armadas estadounidenses han definido a los torturadores a sus órdenes como manzanas podridas en un cesto sano y fresco como una ídem. En el artículo de John Schwartz que reproduce El País, Philip G. Zimbardo, investigador de la Universidad de Stanford, corrige al Pentágono en su intento de escurrir el bulto, y dice que parecen haber colocado manzanas sanas en un cesto podrido.

Zimbardo se refiere con ello a las condiciones de impunidad en que se desenvuelve todo lo relacionado con la guerra de Iraq, y critica a los dirigentes de la Coalición por poner todos los medios para que la corrupción desemboque en la puesta en práctica de los más bajos instintos del ser humano.

Siguiendo con la imagen frutera, de llagar asturiano en otoño, describiría la situación como un número de manzanas (sanas, sí, pero con la irreversible tendencia a la corrupción que hasta la más inmaculada de ellas tiene, porque es manzana y está en su esencia) en un cesto podrido. Todas las manzanas, las sanas y las enfermas, acaban por sucumbir, de igual manera que toda persona puede llegar a cometer las peores atrocidades, siempre que se le brinde la ocasión o se le haga creer la necesidad. La ocasión y la supuesta necesidad de torturar, vejar y asesinar las han puesto las autoridades que contrataron a conocidos torturadores para ocuparse de las cárceles iraquíes.

Ahora, la facción armada del fundamentalismo neoliberal puede alegar dos justificaciones para su conducta: la negligencia criminal de no saber a quiénes contratan, o el deseo expreso de que se dieran las torturas, con lo cual mostrarían un absoluto desprecio por la vida y la dignidad humanas.

Meter manzanas en una cesta de tal podredumbre, darles un arma y la confiarles la custodia de vidas humanas en tales circunstancias peca, cuando menos, de utópico. Se trata de una utopía mucho más dañina que las que intentó la izquierda en el siglo XX. Se trata de la utopía que pretende un mundo seguro, mientras la injusticia hace hervir a millones de seres. De la utopía que aparenta sorprenderse cuando descubre sus propias atrocidades, de la utopía que quiere creer que la muerte puede eludirse con muros de hormigón, y abortarse la violencia con obuses.

Cuando vivía en los EEUU, lo hice algún tiempo en una zona deprimida del norte del Estado de Nueva York, cerca de donde, hace cien años, se inventó la luz eléctrica. Hoy, la riqueza de entonces ha desaparecido, y las industrias que dieron trabajo a varias generaciones se han marchado a sitios más baratos. El desempleo y la pobreza crecieron, y hoy son evidentes la depresión y el abandono, que parecen contagiarse al entorno natural. Hace algunos años, el gobernador del Estado puso en marcha un plan para revitalizar la economía de la zona. Se fomentó la instalación de prisiones manejadas por empresas privadas, y se les dieron facilidades para instalarse en la zona. Hoy, los pocos puestos de trabajo que se anuncian por el condado de Montgomery son como celador, cocinero, limpiador o electricista de una de las sociedades anónimas carcelarias del área.

La otra actividad que deja algo de ingresos es a recolección de manzanas. Cada otoño, los manhatanitas ansiosos de naturaleza conducen hasta los Adirondacks para comprar un cesto de manzanas, de unas manzanas que sobreviven a la nieve y las heladas que, a veces, se adelantan demasiado. Manzanas y cárceles. Podredumbre y cestos.

Ángel González García

Monipodio en Nueva York

Yo conocí la Sevilla barroca en el Nueva York del cambio de milenio.
Éste podría ser el comienzo de un poema en prosa, inspirado en la visión de alguna joya de Zurbarán en un museo de Manhattan. Si José Hierro escribió Los Claustros tras ver un trozo de cielo de Harlem en el patio románico transplantado a un anexo del Metropolitan, bien podría yo evocar la Sevilla de mi juventud en la estatua del Cid que hace guardia ante el Hispanic Institute, y que es el mismo Campeador de Vivar que se ve desde la puerta de la Fábrica de Tabacos donde Carmen se arremangaba las faldas para enrrollar cigarros.

Pero no, no es eso. Cuando digo que descubrí la Sevilla de Monipodio en el Nueva York de hoy, no me refiero a una evocación artística. Yo descubrí en las calles y en los barrios de Manhattan cómo fueron en realidad los de la metrópoli imperial, cómo caminaron los jaques del Arenal, cuánto se parecieron al miedo las caras de las prostitutas viejas de la mancebía, cómo se doblaron las espaldas de los aguadores y los esportilleros, cómo refulgieron los dorados de los coches de mano donde el lujo que hoy pasea por la Quinta Avenida se mezclaba con el barro de los arrabales del río. A la vuelta de la esquina entre la Primera Avenida y el comienzo del Harlem , pude ver la Casa de la Contratación , un poco más allá de la Torre del Oro , en una calle pegada a la muralla como lo está Wall Street , a la vista del puerto donde se alternan los galeones de la carrera de Indias con los petroleros y las barcazas que transportan desperdicios Hudson abajo, hasta llegar a Sanlúcar de Barrameda .

También las murallas de la Sevilla más cosmopolita que conocieron los siglos dejaron claro quién era quién y cuál era su sitio. Negros de arrabal, cofrades mulatos, moriscos sospechosos, ajudiados genoveses, portugueses ocupados, flamencos (no los del tablao, sino los de la tabla que inventó Pérez reverte), ciento y una naciones se mezclaban sin juntarse en la Sevila que decidía con doblones los destinos de tierras lejanas. Hoy, Chinatown y Little Italy se van convirtiendo en parques temáticos, pero en todos los huecos que dejan el asfalto y los arbustos nacen nuevos guetos, que siguen funcionando a pesar de las excepciones.

Las ocupaciones también están divididas, definidas las competencias de las razas: los judíos para abogado, los italianos a restaurar, los chinos a lavar ropa, los latinos a fregar, limpiar y dejar reluciente lo que se pueda. Cada pueblo tiene su función y su puesto, como en la Sevilla que se dividía en calles, las calles en gremios y los gremios en grupos sociales que cada vez tenían más difícil sacudirse el papel que se le asignaba.

Y descubrí sobre todo la Sevilla pícara en el claroscuro tenebrista y descarnado de Nueva York, en la profundidad de las diferencias, en los contrastes carnavalescos. El mendigo que se refleja en el escaparate lujoso e innecesario, las chabolas de cartón que miran desde el otro lado de una ciénaga la silueta de los dientes de acero del skyline. Los guardainfantes de diseño, las carrozas cubiertas de tapices, los jubones de brocado y las agujetas de encaje, los sombreros de jaque bigotudo, plumíferos e innecesarios también ellos. La riqueza robada convertida en orfebrería de capilla, y junto a todo ello, como para darle color y profundidad, las viejas empujando carritos de supermercado, el harapo de hombre que se emborracha de líquido anticongelante para radiadores, los niños que nunca irán a la escuela, los jóvenes que morirán en reyertas callejeras. En vez de floretes y flores de esgrima, capas de nocturnidad y sombreros alados, bandas callejeras semiautomáticamente armadas hasta los dientes, en vez de vihuelas, turntables donde suenan raperos que no alcanzan el mercado europeo, y que mueren jóvenes de lo mismo que cantan.
"Los Claustros", de José Hierro, en Cervantes Virtual

El erial de Queens

Viví ocho años en los EE.UU. En ese tiempo, atravesé cien veces el camino entre JFK y Manhattan, el mismo infierno de hormigón, asfalto y eventualidad que describe Antonio Muñoz Molina en su último libro: Ventanas de Manhattan.

He tenido tiempo y ocasión de sentir el asombro y la excitación acobardada del europeo quizá no del todo urbanizado ante el tamaño de los puentes, las autopistas gigantes y eternas, el incesante tráfago de todos los pueblos del planeta que describe el ubetense de forma magistral.

Recuerdo la admiración pueblerina, a los 20 años de mi edad, ante el número de carriles de las carreteras interminables, cuando aún no sabía que algunas partes del mundo han muerto ahogadas en su propio asfalto, y que millones de personas sobreviven en islas suburbanas rodeadas de cabinas de peaje y rampas de incorporación rápida.

Recuerdo también cuando desaparecieron el vértigo de la aventura, el espanto sobrecogedor pero vibrante de la primera vez, y ya no veía casas enormes de jardines privados, sino barrios muertos, que evocaban imágenes de telediarios infantiles, con ciudades destruidas y calles fantasma. Llegó el día en que no vibré de novelería al ver los letreros anunciando mensajes evangélicos en un español cimarrón, como lo llama Muñoz Molina. Para entonces, ya había visto que detrás de las fachadas de los barrios grises y ahogados vivía gente muy triste, sin esperanzas, con la vida dividida entre lo que dejaron y lo que nunca volverían a tener.

En el camino entre JFK y Manhattan, uno ve todas las banderas que ondean delante del edificio de la ONU, en el corazón del centro del mundo, pasados los vertederos y las marismas. También se ven muchas otras. Están en las lunas de los coches, en las tiendas, en las gasolineras, en los balcones de las casas tuberculosas...Luego, cuando uno habla con los que han colocado esas banderas autoadhesivas, se da cuenta de que sus colores son los de la ruptura y la contradicción, del escorzo emocional. Por un lado, su tierra, su isla, su ciudad, son siempre un paraíso donde la gente conversa y escucha, se respeta a los mayores y se sabe disfrutar de las cosas buenas de la vida. Por otro, en esos lugares míticos de origen, nunca hay futuro, ni trabajo, ni la posibilidad de alcanzar todas esas cosas con que nos enseñan a soñar. Hablo lo mismo de científicos de Girona que prefieren investigar sin trabas en vez de mendigar subvenciones, que de empleados de gasolinera tailandeses, limpiando parabrisas a las cuatro de la mañana para hurtarle el cuerpo a una mísera parcela sedienta de monzón...

Las dos visiones, la del parque temático de acero y hormigón en vez de cartón piedra, y la de La tierra baldía de T.S. Elliot, se conjugan en la obra de Muñoz Molina de una manera asombrosa. Lo que a mí me tomó ocho años de vivir, cien veces de cruzar el anti-paraíso de JFK a Manhattan, Molina lo expresa en una docena de párrafos condensados y magistrales. Si hace veinte años el autor de Beatus Ille pudo componer alambicadas maravillas, ahora ofrece un castellano destilado, una de las mejores descripciones sobre la barriga del mundo que se han escrito en castellano.

Ángel González García

Un ramito de viole(n)tas

“Era feliz en su matrimonio, aunque su marido era el mismo demonio”, dice la canción. La que le gustaba a su madre era la versión antigua, la de esa cantante de pelo largo de cuando Franco, que se murió en un accidente de coche, la pobre. Pero la que pusieron el día de su boda fue otra, más moderna, más aflamencada, más rumbera, que es como a ella le gustaban las canciones.

La historia era triste, pero tenía una ternura que la hacía estremecerse cada vez, y no de pena o miedo. “Tenía el hombre un poco de mal genio, y ella se quejaba de que nunca fue tierno”. Como su padre, como su abuelo, al que nunca conoció más que en historias contradictorias de la abuela. “Tenía mal genio”, repetía la vieja con una mezcla de queja escondida, admiración y orgullo porque su hombre fue muy hombre, hasta para dejar caer la mano alguna que otra vez. Un poco de mal genio que al suyo, su marido, le salió poco a poco. La canción sonó en su boda, y la recuerda, y conoce la letra “hace ya más de (¿cuántos?) años, recibe cartas de un extraño, cartas llenas de poesía, que le han devuelto la alegría”.

El marido huraño, que a pesar de todo la hacía feliz (¿o era ironía?), no se entera, pero la pobre mujer recibe cartas todos los años, acompañadas de un ramito de violetas, cartas “llenas de poesía, que le han devuelto la alegría”. Al final, era el hombre (el que nunca fue tierno, el que a veces tenía un pronto violento, como deben ser los hombres bien bragados, el que parecía el mismo demonio) quien le mandaba los anónimos poemas que mantuvieron su ilusión tantos años. Una canción muy bonita, triste, pero tierna, porque el marido, al final, resultó que la quería, a pesar de todo, y por eso se escondía detrás de las flores sin nombre, para que un día al año ella se sintiera feliz…

Después de la boda pasaron los años, y nada cambió de repente. Sólo que la vida siguió su curso, y dejaron de ser niños y dejaron de ser adolescentes, y se hicieron mayores y sus peleas se hicieron de mayores, y en su piso las paredes resonaron un día con los mismo gritos que las que albergaron a sus padres, que las que se colaban por el patio de luces, como peleas de casados. A veces era tierno, y nunca dejó de ser hombre para hacerse demonio, porque no le hizo falta. Ella no se quejaba, hasta que empezó a hacerlo. La canción dejó de sonar el día que le rompió el tímpano a golpes. Cuando salió del dispensario, esperó ver un ramito de violetas esperándola, acompañado de un mensaje anónimo y furtivo que le curara el alma.

Años más tarde, cuando el dispensario se quedó chico y el postoperatorio empezó a durar más de un par de días, decidió salvar la vida. No era feliz en su matrimonio, y su marido sí era el mismo demonio, dijo el juez, y consiguió lo que la mujer de pelo largo y lacio que cantaba en tiempos de Franco nunca habría logrado. Fue entonces cuando empezaron a llegar los mensajes. No eran versos, ni vinieron en primavera para acompañar ramos de flores. Tampoco llegaban cada nueve de noviembre, sino cada semana, cada dos días, a veces en mitad de la noche en forma de llamada de teléfono, y nunca con líneas tiernas de amores imposibles y admiraciones ocultas.

Al funeral acabó asistiendo más gente que a su boda. No hubo música, ni baile, ni convite, y por supuesto que no sonó la canción. De entre las flores que cubrieron su tumba, es bastante probable que hubiera violetas, aunque no se sabe si en un ramo o repartidas entre otras flores, escondidas entre coronas de duelo.

Ángel González García

Brigitte Bardot y los animalitos de Dios

Entre la desordenada galería de símbolos iconográficos heredados por mi generación ocupa un lugar de quinta fila la imagen de Brigitte Bardot, medio desnuda e intentando con desgana calculada cubrirse las tetas de veinteañera crecidita y picardeada. No se trata, al menos en mi caso, de un mojón simbólico de importancia en la colección de imágenes que (como buen hijo de mi siglo) forman mi equipaje cultural. La Bardot ha sido en realidad un símbolo sexual heredado de aquellas gentes que uno consideraba viejos en los años infantiles de transición democrática y autonomías, y a cuya edad de entonces, expresada en fríos dígitos, nos acercamos cada día, sin poder evitarlo.

Para mi generación, supongo que el equivalente a esa francesa rebelde y descaradamente sexual sería la Madonna de su primer disco, la virgen hortera de encajes exagerados y posturitas desafiantes, pero para muchos de los que ahora están en el poder, la Brigitte Bardot estaba asociada a revoluciones sexuales, viajes en autocar a Perpignan, y quema simbólica de sujetadores que en nada se parecían a los que mi generación adoró tras la marca registrada de Wonderbra. A los de mi generación, en cambio, el despertar de la pubertad y las masturbaciones ensoñadoras y porno-asistidas nos llegó cuando la dulce francesita era ya una señora vieja, fondona y con pinta de estar siempre cabreada, que se fotografiaba en las revistas del corazón de las peluquerías de señoras (adónde acompañábamos a nuestras madres con vergüenza infinita, soportando estoicos los eternos "estás hecho un hombrecito") y lo hacía rodeada de animales exóticos cuya supervivencia la ex-sex-symbol representaba como apoderada de las causas justas entre el famoseo aburrido y pasteloso de los ochenta.

Por esas fechas, los niños españoles de mi generación aprendíamos sobre animales y ecología de la mano de Félix Rodríguez de la Fuente, un verdadero artista cuya temprana muerte lloramos casi tanto como la de Chanquete, hasta el punto de venderse como rosquillas la canción que Enrique y Ana compusieron, con gran visión comercial por parte de su casa discográfica. "Amigo Félix" sonó más de un verano en la radio, porque entonces aún las canciones sobrevivían unos meses en la memoria colectiva (aún no teníamos MTV). No muy distante en el tiempo, recuerdo la voz de Roberto Carlos, en su precioso castellano acariocado, llorando las ballenas y sus grasientos asesinatos, y recuerdo perfectamente llegar a la adolescencia con una más o menos hipócrita educación medioambiental (en pañales, vista desde la perspectiva del tiempo que ha pasado).

Años después, ante la creciente concienciación sobre los derechos de los animales, empecé a sospechar, sin motivo aparente, de la evolución que las ideologías ecologistas habían tenido, desde su rebeldía hippiesca de los setenta, hasta el estatus de política gubernamental, ejercida desde arriba como un nuevo código de comportamiento dotado de caracteres religiosos.

A medida que se acercaba el cambio de milenio (a poco de que el hombre del saco del Telón de Acero se convirtiera en un carnaval y el muro de Berlín acabara a trozos en los Hard Rock Cafés ã de medio mundo, rodeado de luces de neón post guerra fría) la nueva verdad revelada del conservacionismo-conservadurismo ecológico se apoderó del vacío en el apartado villano de la película, y desempeñó a las mil maravillas el rol de amenaza catastrófica universal sin el que nuestro año dos mil habría sido una rareza histórica. Luego, claro, pasó lo que pasó, y hoy por hoy, a principios del XXI, como si Godofredo de Bouillon se hubiera vestido de gangster rapper y el Cid Campeador de marine con gafas de visión nocturna, a las interinas amenazas de meteoritos gigantes, sidas exterminadores y demás rayos jupiterinos ha sustituído el familiar moro Muza de piel morena y almalafia sospechosa, y la lucha por la salvación de las nutrias marinas californianas ha dado paso al antiterrorismo global, alerta y en guardia, con los Santos Lugares de nuevo en el pebetero de la vida y de la muerte. Dios, el dios de toda la vida, el varón avejentado pero poderoso, de albas melenas venerandas y barbas de plata pura, ha vuelto a tomar el mando, que seguramente tuvo que descuidar para tomar cartas en asuntos de otros planetas, y a la madre Gaya la ha mandado a freír espárragos, sin agradecerle siquiera el detalle de cuidarle el tenderete de las verdades reveladas y oficializadas durante esas décadas dificilillas de finales de milenio.

Y como no podía ser menos, la Brigitte Bardot post SIDA, no sé si envuelta ya en abrigo de pieles, se dedica en estos años de la dinastía Bush a escribir libros no sobre animalitos esta vez, sino sobre temas mucho más acordes con lo que de verdad importa, verbigracia la falta que le está haciendo al mundo occidental una limpieza étnica, en el más puro estilo tradicional de la palabra, porque se nos está llenando la cocina de amulatados y cuartagos --con pasaporte, desodorante y zapatos de Armani algunos-- pero trayendo consigo la semilla de la perfidia moruna y/o africana, por no decir sudaca, que también se está dejando ver por la Europa de María Santísima una morisma aindiada que levanta sospechas por edificios ministeriales y entidades bancarias.

Yo, como digo, venía sospechando desde hace mucho, que detrás de preocupaciones exageradas por el futuro de tal o cual especie de rana de colores se escondía un marionetero con hilos de material reciclable y agenda conservadora. Que por debajo del pietismo bichófilo se escondía y se esconde una "justificada" ignorancia de aquellos niños etíopes o vietnamitas que, en cosa de una década, dejaron de ser tema de conversación en los salones liberales y bienpensantes del mundo rico, para ser sustituidos por los gatos sin hogar víctimas de abuso psicológico, o por gorilas casi extintos en cuyo favor se celebraban y se celebran festivales benéficos y campañas de concienciación. Que mientras hombres y mujeres de colores equivocados se mueren de asco y de hambre en los confines de los parques naturales, jodidos hasta la saciedad por el colonialismo, el post colonialismo y el Banco Mundial, la piedad mal entendida de quienes tienen tiempo y dinero para practicarla se ocupa en fundar sociedades para la defensa de espacios protegidos o y osos panda, lo cual no me parecería malo si acompañara a una campaña igual de universal para la erradicación de la malaria.

Que detrás de la máscara del "salvemos el planeta" se escudan los intereses de la única parte del planeta que nos conviene "salvar" y que suele coincidir con nuestros propios países. Que detrás de la supervivencia de muchas especies africanas de sabanas inmensas se esconde la sangre de esos mismos negritos que a nadie les importa un bledo, porque dizque de salvajes paganos han pasado a ser cazadores furtivos, asesinos de elefantitos que de otro modo podrían dar de fotografiar a unos cuantos turistas americanos o europeos, que tanto monta.

Claro que no se puede echar por la borda toda una creencia o todo un sistema ideológico como el del ecologismo por culpa de algunas brujas pochas como la Brigitte Bardot, que donde fueron sex-symbol se hicieron animal-lovers se hicieron racistas de nombradía se harán espectros de una época. No se puede negar que la gran mayoría de los habitantes de las partes ricas del planeta no pondrían por delante de la vida de un semejante la de una florecilla endémica de una zona montañosa, por muy a punto de extinguirse que la segunda estuviera. Pero sí se puede afirmar que detrás de la apropiación del discurso de conservación de la Naturaleza por parte de poderes y gobiernos se deja ver la milenaria táctica de desviar la mirada hacia otros problemas, otros enemigos visibles o invisibles. Y conviene recordar que una de esas nuevas santas de la nueva religión, que entregaron su vida y fortuna a la salvación de nuestros primos los primates africanos, no tuvo reparos en ordenar a sus voluntarios que dispararan contra esos otros africanos, nuestros hermanos los cazadores furtivos tan malvados y salvajes, y tan infinitamente menos merecedores de compasión que los parientes peludos, muchísimo más lejanos que el furtivo más furtivo y más negro y más salvaje del mundo.

Ahora resulta que el poder, a quien nunca le ha importado el estado de conservación de la jungla amazónica, por mucho que así nos lo haya hecho creer, tiene pensado taladrar la tundra de Alaska, para sacar más petróleo, y arrasar de paso nosecuántos kilómetros cuadrados de reserva natural. Y el mundo de los que se preocupan por la salud del planeta parece haberse despertado de una historia de amor, como la que creyeron vivir con Clinton, con una puñalada trapera de ese mismo poder que se había servido de ellos para meter en cintura a los que no cuentan, y acallar los gritos de angustia de los indios masacrados en el Amazonas por las mismas compañías que sufragan expediciones de buena voluntad y anuncios super políticamente correctos en National Geographic.

Y así, mis estudiantes estadounidenses (envueltos de punta a rabo en ropa de marcas deportivas confeccionada en talleres de niños esclavos en cualquier suburbio de una gran ciudad del Extremo Oriente) llegan a la clase de español dispuestos a hacer una presentación oral sobre el medioambiente. Y hablan con lo que nos queda de idealismo de especies en peligro de extinción en la América Latina, o de ecosistemas amenazados de repúblicas empeñadas hasta el gollete en deudas impagables, exprimidas por minorías acriolladas que sólo están en peligro de extinguir a sus compatriotas menos afortunados, y sangradas por multinacionales que ya no son sólo gringas, sino que también vienen de la nueva España, el nuevo paraíso europeo para las gentes de buen bolsillo. Pero eso les importa poco a los de generaciones posteriores a la Brigitte Bardot de idealismos antañones, y nos quedamos a la puerta del problema, contando las parejas de quetzales y no las de niños que se mueren, hoy en día, de enfermedades medievales en los barrios pobres de Estados Unidos, sin ir más lejos.

A nosotros, a mis estudiantes y a mí, lo que nos priva es el Discovery Channel, no Nietszche, y lo que nos fastidia es que todavía haya burrobestias por esos mundos de Dios que anden matando tan noble bestia por sacarle no más unos kilos de marfil al negocio, mientras los que sí tienen dinero para comprar colmillos decorativos para la sala de estar defienden con una mano la perforación petrolífera de Alaska al tiempo que con la otra pasan leyes contra la crueldad hacia nuestros amigos los animales.

Pero que no se escandalice nadie, porque al fin, reconciliar posturas racionalmente excluyentes es y ha sido siempre dote humana, y si no que se lo pregunten a los ecologistas abertzales de confesión supuestamente libertaria y pro-conservación del medio ambiente (el de Euskal Herria), que sin embargo se agrupan en un movimiento nacido de las iras racistas decimonónicas de un inventor de limpiezas de sangre tardío, acojonado hasta la médula por el mestizaje. Mezcolanza que, quieras que no, se le acabó colando por la puerta del caserío, y se le acabará sentándose en la cocina, sirviéndose unas copas de txacolí, y estropeándole de una vez por todas el erre hache.

Y todo ello, sin que la extinción de más especies a manos de nuestra insoportable ignorancia cambie demasiado el curso de la Naturaleza, cuyos somos, por mucho que queramos negarlo. Y por tanto, contingentes como las ranas de colores. Así que menos humos, humanos, tanto de los tóxicos como de los divinos, que tampoco se perderá demasiado el día que nos sobrevivan las cucarachas, y más se perdió en Cuba, si bien se examina.

Ángel González García

Tragabuzos

Como muchas otras ciudades españolas,la Sevilla de los años setenta creció a trompicones, digiriendo malamente el atracón de campesinos desubicados, metiéndolos en barriadas que se construían lejos de todo, más allá de lo que fueron huertas, luego vertederos y, al final, fronteras poco practicables que protegían al centro de sus adiposidades prefabricadas.

Primero aparecían los pisos piloto, perfectamente amueblados para atraer candidatos a vecino, y al poco se levantaban los bloques, que antes de terminarse ya se rellenaban de familias obreras, contentas muchas de ellas ante la expectativa de tener (por vez primera algunos) baño dentro de la propia vivienda. No había infraestructuras, que era una palabra bastante confusa, cuyo significado aún no teníamos claro. En los bajos de aquellos bloques completamente iguales había sitio para locales comerciales, que tardaban bastantes años en abrirse, y por eso casi todos compraban a los ambulantes, o en los mercadillos que se formaban en los confines de los vertederos. Tampoco había jardines, ni árboles, y todo era gris y tenía el color del cemento. Donde pocos años antes hubiera naranjales, nosotros sólo vimos hormigón, un hormigón que retrasaba la primavera mientras en el centro (tan lejano sin autobuses) florecían los azahares y sonaban los tambores de una Semana Santa que nunca pasaría por nuestras calles.

Cuando llegaban el invierno y la lluvia (nuestro remedo de invierno, según aprendí después, a base de latitudes), los descampados y las plazas artificiales de las barriadas se inundaban, y lo que hasta entonces había sido un campo de fútbol se convertía en un enorme estanque, un océano misterioso donde aventurarse a estrenar las botas de goma. Las prohibiciones maternas, por supuesto, acicateaban la tentación, y allá que abandonábamos los trompos, canicas, tirachinas y balones, dispuestos a meternos en la parte más profunda de las charcas, que siempre imaginábamos abisal, a pesar de tratarse de la misma plazuela de albero donde días antes habíamos estado jugando. Pero el agua, de pronto, había cambiado lo cotidiano, lo aburrido, en un misterio sin ranas, sapos, ni peces, pero en el que se escondía lo desconocido, bajo el terrible nombre de “tragabuzos”.

Todos los niños de todas las barriadas conocían de buena tinta la historia de algún niño que, desobedeciendo a su madre y calzado con sus katiuskas de goma, había terminado por desaparecer, engullido por un tragabuzos. A veces, asomados al bordillo, mirábamos ensimismados a un punto concreto de la charca, donde la imaginación de todos adivinaba la espiral letal de un remolino sin fondo, que se tragaría al primer descuidado que se dejara absorber por su fuerza telúrica y secreta. Las madres, preocupadas con razón por la limpieza y durabilidad de nuestras ropas de hipermercado, oían divertidas nuestras historias de tragabuzos, y confirmaban nuestros miedos; “tú no te metas en charcos, y no te pasará nada”, era lo más que llegaban a decir, sin conseguir satisfacer nuestra curiosidad acerca del origen y destino de esos terribles remolinos que se tragaban a los niños con botas de goma para nunca escupir sus cuerpos.

Luego, pasados los años, salí de aquellas barriadas, que ya empezaban a dejar de ser cánceres adiposos más allá del final de la ciudad. Con el tiempo, los jardines aparecieron y hasta enraizaron, los locales comerciales prosperaron, los vertederos (algunos) se convirtieron en parques que ya hoy dan sombra y disimulan el hormigón. Las plazuelas de albero o de cemento se convirtieron en plazas de verdad, plazas de las que sirven para poner quioscos donde comprar periódicos que leer al sol, sentados en un banco, rodeado de gente que ya no vive en el confín de una urbe que no puede ser campo y no llega a ciudad. Nacieron niños, se construyeron colegios (no siempre a tiempo de malograr el futuro de muchos de esos niños, que acabaron en el descampado de atrás, entre jeringuillas sucias) y los niños, claro, crecieron.

Yo también he crecido. He vivido en otros barrios, en los que sí había infraestructuras, y casas con antejardín, garaje y sótano, barrios que en inglés se llaman "suburbia" , pero que no significan lo mismo que aquí, con sus prados privados, sus carreteras interminables, sus centros comerciales, y su absoluta falta de vida, su asepsia nada suburbial.
En las barriadas, el cemento estaba muerto y era gris y te destrozaba las rodillas si te caías al suelo jugando un partidillo sin porterías. Pero había gente, aunque tuviéramos que ir al centro en Semana Santa atravesando descampados hasta llegar a la parada de autobús más cercana.

En las barriadas no suburbiales de los suburbios de campo de golf estadounidenses, la geografía donde han nacido y se han criado las generaciones que hoy controlan el país más poderoso del mundo, el gris nunca ha existido. Allá todo es verde, como una naturaleza convenientemente asilvestrada al estilo disneyland. Allí no se apilan los pisos prefabricados, de los que muestran desvergonzadamente las bombonas de butano en el balcón, a la vera del tendedero. Allí las casas albergan varios coches, nadie pisa a nadie ni se toca con ningún vecino, y las calles no son calles, sino veredas por donde sólo los coches que viven en las casas pueden circular.

Allí todo es verde, menos por dentro, donde todo es gris. No hay plazas, con suerte un "mall" de aluminio y cristal, exactamente igual, asquerosamente uniforme, climatizado día y noche, invierno y verano, a la misma temperatura, con el mismo hilo musical, con las mismas franquicias de las mismas cadenas de comida basura. No hay plazuelas, ni se encharcan los vertederos con las lluvias, y no hay tragabuzos. O quizá sí, pero no son remolinos que se tragan niños desobedientes, sino vacíos vitales, ausencias humanas, existencias aisladas detrás de zonas ajardinadas y exclusivas, que se te tragan el alma.

Las comunidades de vecinos desarraigados que chapoteaban en las barriadas del extrarradio sevillano parecerían poblados antiguos, tribus milenarias, clanes en ebullición, en comparación con la ausencia de grupos humanos en estos suburbios modernos del sueño americano. Al menos, las adiposidades de cemento de barriada se convirtieron en núcleos de población. Desarraigados, descontentos, hipotecados y sin infraestructuras, al menos tuvimos vecinos, niños o mayores que se entretenían contando mentiras sobre charcas asesinas, hasta que el sol sevillano evaporara su misterio, y pudiésemos jugar de nuevo al trompo.