Blogia

Cuadernos de Lavapiés

Necrológica

Ayer, día 5 de Noviembre de 2004, a las seis de la tarde hora española, murió en medio de la campiña toscana, en Buonconvento, David González Rey. Había nacido el día 4 de Noviembre del año 1919 en Caldas de Reis, provincia de Pontevedra.

Un día jugaba con otros niños en una plaza, junto a un río, cuando vio a Alfonso XIII en un Hispano Suiza.
Otros los pasó agachado detrás de un tanque, para ofrecer menos blanco a las balas y la metralla. El tifus no lo mató en las montañas de León, ni el frío en Teruel.

Muchas mañanas se levantó antes del sol, bajó la calle Mesón de Paredes de Madrid y despachó billetes de tren para los millones de supervivientes de una guerra, obsesionados por ir de un lado a otro, en busca de la comida del día.

Vendió vinos al por mayor en Cádiz, e intentó salir de pobre con negocios que nunca funcionaron. En Sevilla vendió seguros, máquinas de café, champiñones y barras de aluminio. Nunca pagó hipotecas.

Ayer murió en una granja de piedra, de techos abovedados, en medio de un paisaje de otoño medieval, al final de un camino bordeado de cipreses. Antes de morir pidió que llevaran su cuerpo a Galicia.

Que descanse en paz.

Mercedarios y pateras

Los frailes Mercedarios de la Plaza de Tirso de Molina se dedicaban a rescatar cautivos cristianos. Como el Estado de entonces se desentendía de liberar a los súbditos que sufrían la esclavitud en el Norte de África, a pesar de que muchos de ellos hubieran caído prisioneros al servicio del rey nuestro señor, la congregación que tenía su monasterio en la Merced se hizo cargo de recoger limosnas y donaciones con las que chalanear al Bey de Argel la libertad de los que se pudiera.

A este efecto, y bajo bandera blanca de mercaderes, los hermanos de fray Gabriel Téllez fletaban sus pateras de remos y cruzaban el Estrecho a la inversa, para así sacar del baño (no por alergia a la higiene, sino por razones más cristianas) a algunos desdichados, compañeros de Cervantes. Una vez comprada la mercancía, los mercedarios recogían sus bártulos y se volvían a Alicante, Cartagena o Cádiz, desde donde repartían su preciosa carga a ritmo de procesiones, Te Deums, misas, autos y rituales varios, en los que los excautivos vestían sus cadenas e interpretaban su papel de agradecidas víctimas, para así recaudar nuevos fondos, con los que sacar del peligro más almas cautivas.

Al llegar a Madrid, los frailes, la Villa y la Corona pagaban a escote una representación, destinada a enternecer y satisfacer al pueblo, para que, en vez de reclamar que acabase la sangría de galeras y corsarios en las costas mediterráneas, agradeciera a sus gobernantes la cara libertad obtenida por aquellos desgraciados. No hay que escandalizarse: también el gobierno Bus recibió a su prisionera marine con desfile heroico, y a las pocas semanas ya se filmaban versiones de telefilm de su odisea en Iraq.

La procesión de frailes, inciensos, penitentes, estandartes, pendones y excautivos de tosco sayal y grilletes colgando desembocaba y tenía su apoteosis en lo que hoy es la Plaza de Tirso de Molina. En el espacio que abrió la desamortización de Mendizábal se instaló la plaza, que se llamó del Progreso, y en la que contempló su obra la efigie del ministro liberal. Luego, los fascistas recién llegados lo quitaron de en medio, y como no pudieron rehacer un convento que ya llevaba cien años hecho cascotes, pusieron en lugar del “masón anticlerical” al autor de los “Cigarrales de Toledo”. Ahora mismo, en la Plaza de Tirso de Molina, huele a meados; meados ácidos que atraviesan la plaza, que en su parte más ancha se pueden evitar, pero que se vuelven ineludibles a medida que se embuda en dirección a la calle de la Magdalena. Los domingos, la aglomeración rastrera (en el mejor sentido de la palabra) de vendedores de top manta y compradores de lo que sea quizá reste acidez y protagonismo al olor de la plaza, pero el resto de la semana, el orín difamante campea. Bajo el mercedario, borrachos sin casa e inmigrantes sin suerte parecen moverse, las fronteras de su territorio definidas por la acritud del olor y una leve acera triangular. El centro de la plaza, en forma de galera antigua, con su proa apuntando a Antón Martín, y fray Gabriel de mascarón, parece no llegar nunca a puerto seguro, y sus tripulantes, cautivos de varios mundos, sólo encuentran en este triángulo de orines un alcázar seguro, del que ni los mercedarios más avezados parecerían capaces de rescatarles.

Graffittis majos y hip hop goyesco

Berlín es una ciudad underground y graffitera, en cuya parte oriental se pueden alquilar caserones por 400 euros, o beber en locales ilegales alojados en antiguos refugios atómicos. Y Berlín es también una enorme tapia donde campa el graffitti. En Madrid, este arte que un día se subastará en Sotheby's parece haber sido centrifugado, y sólo campea en las barriadas del extrarradio. En el centro, las fachadas sufren alguna vez el ataque de un okupa anarka, y en Lavapiés campea una especie de vándalo tridentino y capillita, armado de tiza, como los profes de religión del instituto.

Pero no siempre fue así, y en tiempos de Ramón de la Cruz los barrios de la Villa y Corte fueron escenario de pandilleros dieciochescos, que marcaban su territorio con “graffittis” ilustrados. Los chisperos, habitantes de los barrios altos del Barquillo o las Maravillas, se enfrentaban entre sí o con los manolos, los de Lavapiés, y usaban las paredes de la época para dejarse mensajes amenazadores o chulerías varias, como hacen hoy los “gangs” de Los Ángeles o Nueva York.

Y en vez de rap ególatra con rimas apologéticas de la mala hostia del rapero, y de lo peligroso que sería buscarle las cosquillas a semejante prenda, circulaban por el Madrid goyesco coplas como la que recoge Pablo de Répide:
"Si no me habéis conocido
en el pico del sombrero,
soy del barrio del Barquillo,
traigo bandera de fuego."

Lo del pico del sombrero no es ripio forzado ni esclavitud de rima fácil, que las pandillas urbanas siempre han tenido sus señales, y lo que fue tricornio ladeado o montera arremangada, hoy es gorra de Fubu torcida, pañuelo “bandana” estilo pirata baturro, y pantalones culibajos de perneras de campaña.

Lo de "traigo bandera de fuego” quedaría un tanto cursi a ritmo base, y sería difícil dárselas de duro de barrio con una redecilla recogiendo la melena, chupetín de raso anaranjado y medias rodilleras de seda carmesí. Pero también los “gangsta rappers” de hoy parecerán carrozones del tío vivo en un quíteme allá esas décadas, y en su día los chisperos y manolos se tenían miedo, respeto y ganas, porque al del sombrero de pico doblado le respondía uno de los Latin Kings del Madrid del Antiguo Régimen con las de:
“Aquí están las Maravillas
con deseos de reñir;
menos lengua y más pedradas,
señores del Barquillí.”

Eso sí, los “skaters” brillaban por su ausencia. Lo que sí había eran frontones, paredes enormes, ideales para escribir mensajes. Y luego, a los toros, festejo al que ningún pandillero moderno se ocurriría trasladar la juerga."

Jacinto, Apolo y el tenis

En el Thyssen hay un cuadro de Tiépolo que merece la pena ir a ver: "La Muerte de Jacinto", título que podría parecer el de una novela costumbrista y triste, pero que evoca un episodio mitológico maravillosamente gay, lúdico-deportivo y evocador, aunque no exento de tristeza.

Jacinto era un espartano de pro, un mozo hermoso, dechado de virtudes, que tenía encandilado a Apolo, que ya es mucho encandilar. Pero Zéfiro (o Bóreas), a quien hoy llamaríamos dios de la "biruji" (por aquello de los fríos que suele traer en este hemisferio el viento del norte) se había también enamorado del joven Jacinto, y los celos le consumían de mala manera.

Una tarde, Jacinto le ofreció a Apolo salir a hacer deporte un ratito. De haber sido hoy, se habrían dirigido al gimnasio, o puede que a la pista de pádel, pero en tiempos mitológicos y entre dioses y espartanos de pro, lo suyo era, como dice Ovidio, desnudarse, untarse el cuerpo de aceite (Ovidio era un esteta) y salir al campo a lanzar el disco. En otras versiones se dice que se fueron a tirar flechas al monte, y si uno quiere se los puede imaginar tirando canastas en una cancha urbana del Harlem, compitiendo sanamente como dos amigos que después del ejercicio físico compartirán toalla y sábanas. El caso es que salieron a compartir testosteronas (amatorias y/o competitivas), costumbre muy bonita y muy sana, y un pelín menos peligrosa que la de irse al reino vecino a matar enemigos, que es otra forma que tenían los griegos de hacer "male bonding" como le llaman los americanos hoy.

Estando en ello (en el lanzamiento de disco) Jacinto y Apolo, le tocó al dios el turno de tirar el olímpico ovni, y lo hizo, para fardar, hacia arriba y con fuerza. Se ve que el dios era de los que "te quiero mucho, pero si se trata de echar una carrera, o gano yo o no juego". Lanzola tan alto el apolíneo atleta, que Jacinto se quedó admirado de la proeza, orgulloso quizá de la potencia física de su novio, y obviando la falta de mérito, ya que al cabo era dios y tenía poderes sobrenaturales y metaolímpicos. Fue entonces cuando el celoso Zéfiro sopló para desviar la trayectoria del duro disco, que debió tener los suficientes megabytes como para partirle la frente a Jacinto, que quedó en el sitio. Tanta sangre le salía al pobre espartano, que Apolo, incapaz de hacer nada por salvarlo, la convirtió en flor.

En el cuadro de Tiépolo, el dios atleta se lleva las manos a la cabeza mientras ve como su amado está a punto de expirar. En la esquina del cuadro, una raqueta tirada en el suelo da color a la temática deportiva. Según parece, el tenis estaba muy de moda en Venecia allá por el siglo XVIII, de ahí que Tiépolo se permitiera el anacronismo. De haber sido Warhol, quizá en vez de raqueta habría pintado una Nike, y habría cobrado por el encargo una friolera. Pero que el tenis fuera popular en la Venecia di-ocio-chesca no es tan sorprendente como la imagen que se le viene a uno a la cabeza: la de unos recogepelotas en góndola, por si la bola se iba al agua de los canales. Qué curioso, de recogepelotas en góndola a los de Madrid, un equipo que no habría distraído de sus quehaceres deportivos a Jacinto y a Apolo, que se bastaban y se sobraban para montarse una competición, sin cheerleaders tetonas ni ecuaciones tipo: "deporte=machote=tetas gordas por algún lado, antes de que se aburra el personal".

Escritor acatarrado

Estoy enfermo. El otoño ya se ha aposentado sobre la Meseta, con sus uniformes de colegiales, su olor a lápices de colores y sus tardes, oscuras antes de tiempo, ideales para ver pasar a la gente desde el cristal de un café. Si se puede, porque yo llevo ya varios días con un catarro que me impide sentir culpa por la pereza que el cuerpo pide e impone. Sin embargo, he tenido que bajar, venciendo las ganas de permanecer bajo techo y manta, y meterme en el cyber para escribir aunque sea algo. O quizá he bajado sólo para comprobar el marcador del sitio, y ver si alguien ha topado con mi página. Son (¿sois?) pocos, una media de 15 ó 20, entre ellos algunos que llegan de casualidad, y no se quedan para los postres. Algunos serán (oh, vanidad) visitas repetidas de la misma persona, ansiosa por releer mi prosa. Otros, cybernautas en busca de porno a los que una máquina buscadora trae por aquí, sabe dios por qué. Pero a mí me gusta imaginar que son una quincena, una veintena de lectores, heterogénea pero real, internacional pero no de casualidad, algunos amigos y otros que no, y me gusta imaginar que les debo algo, que esperan lo que escribo, y que no puedo defraudarles.

Por ello he bajado al cyber (cuando sea grande pondré internet en casa), para sentirme "escritor", aunque me gane la vida con otra cosa, y ni ésa sepa hacerla muy bien después de todo. Nunca he contestado "escritor" para contestar a qué me dedico. He dicho que maestro, profesor, parado, camarero y pinche, aunque con ninguna de esas profesiones me identifico, pero me ha dado siempre vergüenza medio ajena, casi propia, decir que soy escritor, así por las buenas, sin un enchufillo en la SGAE ni un agente literario que al menos cubra las apariencias.

Pero, bueno, quizá para los quince o veinte lectores que me he inventado puedo ser escritor, así sin comillas...Por favor, si no os molesta...¿A vosotros qué os duele? Además, que estoy malito, y a los enfermos se les dan mantas, caldo de gallina y algún caprichito tonto.

Cabezas de Aragón

El escudo que ilustra las barras de Aragón está bajo crítica. En uno de los cuarteles que lo forman aparecen las cabezas de cuatro moros, con lo que se conmemora la conquista de Huesca por los cristianos. Una comunidad islámica ha pedido que se modifiquen escudo y bandera, para promover el buen rollito entre Islam y Cristiandad. Pero el buen rollito o el talante abierto no son más que pose de bautizo si no se reconoce el pasado, con sus glorias y sus penas. Aragón, como casi todos lo pueblos de la mitad Norte de la Península, se hizo con y contra el moro, cometiéndose en ello muchos errores, y cerrando durante siglos puertas que la Historia volvía a abrir, machacona, hasta nuestros días.

Pero, para crear el buen rollito inter-confesional que tanta falta hace, no conviene borrar al moro ni a sus cabezas. Hay que dejarlas donde están, para que las excursiones de los colegios pregunten que por qué, y para decirles a los preguntones (moros y cristianos) la razón, y que ellos saquen conclusiones, y que aprendan de su pasado, de lo bueno y de lo malo. Claro que es mucho más fácil inventarse medievos mitad Euro Disney mitad Arcipreste de Hita, y hacer museos a la cohabitación tolerante, pero olvidar el abuso, el crimen y la intolerancia que nuestro pasado (como cualquier otro) ejerció, no sería más que una operación inútil de cirugía estético-histórica que sólo agradaría a los que se preocupan más por la imagen de una sociedad que por su verdadera fibra cultural y moral.

Quijote "top manta"

Para conmemorar el cuarto centenario del Quijote, aparece ahora una edición magna, dirigida por Francisco Rico, en la que los mejores cervantistas glosan y comentan casi todo lo comentable sobre la obra. Mientras, en Colombia, uno de los pocos lugares del mundo donde todavía se puede oír al esposo tratar de Vuesa Merced a su parienta, la editorial que va a sacar al mercado la última obra de García Márquez se ha encontrado con que ya andan circulando copias piratas en las calles, a una semana de la prevista publicación.

Que Gabo tenga dinero ya de sobra para vivir siete vidas de opulencia no es excusa para aplaudir el pirateo literario, pero no puedo evitar un regocijo interior pensando que en uno de los lugares más violentos del mundo, donde la guerra y sus señores llevan décadas imponiendo su yugo, en vez de venderse al Bisbal por las aceras, la gente se apretuja porque no puede esperar a leer lo que les depara un escritor. Claro que se trata de uno de los mejores autores en lengua castellana, claro que puede tratarse del mejor novelista del siglo XX y lo que va de XXI, pero estamos hablando de carreras por la calle huyendo de los alguaciles bogotanos, ¡para vender un libro!

Cervantes anduvo siempre con la soga económica al cuello, y el pirateo de Avellaneda no le hizo la menor gracia a su bolsillo. Pero al final salimos ganando los lectores (los del top manta y los de la FNAC), porque para poner las cosas en su sitio el alcalaíno se sacó de la manga la Segunda Parte. Aquí a lo más que podemos aspirar es a que Bustamante y Bisbal hagan un recopilatorio de sus mejores temas, en plan macro-concierto en Las Ventas, pero con chip anti-copia, por si los avellanedos. En cuanto al Quijote última edición, algunos apoquinarán los 50 euros, otros lo pediremos prestado, pero nadie los va a trapichear en la calle Preciados, mientras otros echan agua al olor de los municipales.

Gallardetes de Gallardón

Luego, claro, me dicen los pocos amigos que cuando escribo se me va la olla literaria, y casi que hay que usar un folleto de instrucciones para entenderme. Algo que no tendría nada de malo, si no fuera porque cuando no me leen, me muero de asco.

Sin embargo, no puedo evitarlo. La culpa no es mía, sino de aquellos libros azules de Anaya, de don Lázaro Carreter, o de aquellos profesores que nos obligaban a memorizar algún que otro poema. A mí se me quedó poco del de Mío Cid, pero el otro día, viendo a Gallardón decir lo de "en política, como en la vida, a veces se gana, a veces se empata, y otras veces se pierde..." se me desbocó la memoria pasiva, y los labios se me movieron automáticamente para recitar, impostando la voz: "Dios, que buen vassallo, si oviesse buen Señor".

Le falta al alcalde de Madrid una barba florida y una cota de malla cubierta de túnica blanca. En la pechera, en vez de la afrancesada cruz templaria, debería llevar don Alberto la de Santiago, o la de Calatrava, o una de Alcántara, guardianes del puente moruno. Y como los antiguos comendadores, los que ninguna Fuenteovejuna se atrevió a tocar, debería montar en su corcel de guerra y bajarse al Puente de Segovia, a ajustar cuentas en justa justa con la loca Aguirre, que para estar en su papel, debería tocarse el cráneo con un morrión de conquistador venido a más.

Estaría bonito, la verdad, arremolinarse en las alturas, quizá desde el Viaducto, quizá desde las Vistillas, para animar al valiente doncel, el que en buen hora ciñó vara de regidor, no a que descabece a la hidra, sino a que espolee, y venga a unirse a los moros de taifas, que se haga tornadizo y nos defienda campos y ganados de las lanzas de la encomienda. Que está la cosa mu acuchá.

Menú del día (del hambre)

Duelos y quebrantos:
La abundancia de torreznos y mantecas prohibidas en este cervantesco plato le dio el penoso nombre, abundancia que suponía un verdadero calvario para cuantos judeoconversos y moriscos se vieron obligados a comerlos, por exigencias del guión (del Santo Oficio).

Y es que los fogones no siempre han sido refugio de estómagos y paladares, ni a su calor se han amparado sólo los hambrientos. Hasta los lares de la cazuela han podido y pueden llegar la extorsión, el miedo y el chantaje, convirtiendo la cocina del cuerpo en horno crematorio de libertades, y envenenando sus guisos con la cobardía y el miedo, condimentos indispensables de la opresión.

Los cocineros sospechosos de haber pagado, bajo amenazas, el "impuesto revolucionario" a ETA, difícilmente podrán estos días elaborar marmitakos o pilpiles, ni aderezar changurros o purrusaldas. Aunque libres de sospecha morisca o judaizante, estos cocineros difícilmente podrán sacar de sus cocinas otra cosa que duelos y quebrantos, al menos por ahora.

De segundo, hambre:
Y, siguiendo con el menú del día, hay que recordar que el de hoy lo es Mundial de los Alimentos, que es como decir “Día Mundial de Acordarse del Hambre Prójima”, al menos hasta la hora del aperitivo, que ya es algo.

Y es que resulta que cada dos segundos se muere de hambre una persona, lo cual no deja de ser una estadística manipulada y simplificada. Lo cual, a su vez, no estorba el que, en el tiempo que a un servidor le ha costado este párrafo (o, al que lo lea, leerlo), lo ha dado para que mueran demasiados de los nuestros.

O sea, que mientras nosotros hablamos de "comida rápida", 2800 millones de personas lo gritan, sólo que cambiando el adjetivo por adverbio y divorciándolo del sustantivo implorante con una "coma" que nunca ha sido tan cruel, irónica e injusta.

Para postre, pateras:
Donde comen dos...Se dicen mientras miran por la borda atestada. "Y donde comemos 40 millones, pueden hacerlo 40 millones más 304, que es el número de invitados al banquete que han aparecido en Canarias en las últimas 24 horas", es lo que se dice uno.

Y muy en particular, porque estos 40, ó 300 ó 500 millones de comensales de pensamiento, palabra y obra pueden serlo, en parte, a costa de todos los comensales de omisión en los lugares de donde vienen los 304, los diez mil, ó los cien mil.

"La balanza comercial", se me dirá con razón, "no es un mecanismo tan sencillo; ni el mal reparto de la riqueza se puede juzgar a la ligera, en especial no deben hacerlo los profanos". Pero este profano no puede evitar asociar la palabra reparto con la imagen infantil de la furgoneta del panadero, que colgaba las barras del pomo de la puerta de la casa, ni puede tampoco evitar que cada vez que oye la expresión balanza comercial, se le venga a la cabeza la imagen de un occidental obeso y sobrealimentado subido a una balanza sin fiel. Infidelidad ésta que un profano servidor se permite sólo de cuando en vez, tras haberse atiborrado de guisos enjundiosos, y mientras intenta calcular qué número de gordos europeos haría falta para hacer zozobrar una patera. Por puro vicio.

Mesones de Paredes, amas de cría y pasteleros

La calle del Mesón de Paredes fue una de las primeras que quise ver al venir a vivir a Madrid. En 1939 mi padre, que venía con los de Franco y con 19 años de su edad de entonces, se estableció en esta calle, y de ella le oí hablar desde niño, en mi infancia de barriada andaluza.

No sé si mi padre lo sabía entonces, pero en la Edad Media, un Simón Miguel Paredes tenía por aquí el más grande mesón de la villa. El emplazamiento de la fonda, en una de las subidas al burgo medieval, y la endémica escasez y calidad de las ventas y mesones ibéricos (de creer a los viajeros de todo siglo pasado) parece que favorecieron el florecimiento del negocio. Tanto que, unos pocos Paredes más tarde, el apellido acabó por tomar preposición y sus portadores, cargos públicos en el gobierno local.

Para los cuarenta del siglo acabado de pasar ya no estaba la fonda famosa, pero sí los fondos de un barrio abigarrado y trajinero, que fue lo que gustó a mi padre, quien no en vano venía de pueblo y de una guerra.

Pero entre los medioevos mesoneros y la posguerra de buscavidas, y según cuenta Pablo de Répide, se halló en la calle del Mesón de Paredes una de las más reputadas y antiguas pastelerías de España, y aún de Europa, una que ya era famosa en tiempos de Quevedo. No eran las de aquella época como las de hoy, ni era su principal negocio la producción de croissants o pastas de té, sino la de pasteles o empanadas rellenos de carne, como la que sirvió de último reposo a los restos mortales de los padres del Buscón de Quevedo, quien no le tenía al gremio mayor aprecio que a los de médicos o escribanos, lo cual es mucho y malo que decir...Y es que los bulos, fundados o no, de la España aurisecular acusaban a algunos pasteleros de pocos remilgos a la hora de obtener carne para el picadillo del relleno, no haciendo ascos a la de ajusticiados, no tratándose de los quemados por el brazo secular, quienes, además de herejes, quedaban inservibles por culpa de la cruel barbacoa.

También cuenta Répide que en sus tiempos (los comienzos del siglo XX) abundaban en la calle Mesón de Paredes las agencias de amas de cría, y añade un comentario crítico sobre la inocencia de las chicas de pueblo, que perdían la doncellez en los prados del norte para poder así entrar en el negocio del alquiler mamífero. Resulta irónico, tanto canibalismo directo o indirecto, y curiosa la coincidencia de vocaciones en la Historia de esta calle. Desaparecieron los pasteleros sospechosos de canibalismo pesetero, y los sustituyeron las lactantes por horas, pero en el fondo el negocio continuó siendo el de alimentar a unos a base de otros, menos afortunados. Ya fuera a costa de sus proteínas lácteas o cárnicas.

Y, cómo no, un paseo por la actual calle del Mesón de Paredes confirma la tradición y quiere perpetuarla. Hoy, esta calle empinada sorprendería a mi padre, quien quizá sería incapaz de verse en los rostros inmigrados que animan las esquinas del siglo XXI. Yo, que no conocí el Madrid de la posguerra, sí puedo y quiero ver en el vecindario de hoy la herencia y la continuación de lo que fue. Aunque cambien los rasgos y las lenguas, sigue habitando Mesón de Paredes gente trabajadora y humilde, que intenta hacerse hueco y lugar, y que en el proceso arma ruido y recorre las calles incesantemente. Pero claro, yo no he conocido el barrio como otros, que llevan toda la vida aquí y ven ahora como se les ha ido, porque ya nada es lo mismo. Como yo soy nuevo, puedo creerme que no hay tanta diferencia entre un senegalés recién llegado y mi padre hace sesenta años, recién salido de una guerra y con ganas de seguir vivo.

Y cuando digo que sigue la tradición, también me refiero a la de la venta de secreciones corporales. La de ahora no es exclusiva de mujeres paridas. Hoy se alquila el sudor de la gente con o sin papeles, o se le chupa el sustento pidiendo alquileres astronómicos o se apuran los beneficios excluyendo al trabajador extranjero de seguros sociales.

Los mozárabes patrullan el kibutz

Vivo en la aljama global de Lavapiés. He pasado allí el último año intentando refugiarme del desempleo, y sólo hace unos días he conseguido la oportunidad de hacerlo. Salgo de Madrid al mando de un autobús repleto de estudiantes americanos, para dar una vuelta rápida por la España de las tres culturas y olé, antes de pasar un mes aprendiendo español de bolsillo en Alicante.

La primera etapa del viaje cultural nos lleva a Toledo, donde mis estudiantes sortean cuestas y esquinas desoyendo las lecciones turísticas de un guía que les habla de Alfonso el Sabio y de la convivencia. Por la tarde, en el hotel, leo que 7 palestinos han sido asesinados por miembros de un cuerpo de élite del ejército israelí, los “musta-arabí” (los mozárabes) quienes, tras infiltrarse entre los palestinos, les han tendido una emboscada. A dos esquinas del hotel donde nos hospedamos, la catedral primada de España llama a una misa mozárabe también, y la ironía sobrevuela los tejados, compitiendo en acrobacias con los vencejos de Toledo.

En Córdoba el mozárabe Eulogio se empeñó en ser mártir en una tierra y un tiempo que no daban la talla. Estaba harto de la liberalidad del Califa y de la tolerancia de las autoridades musulmanas, y consideraba el muy cenutrio que tanta libertad de cultos no fomentaba la rigidez sado maso de la feligresía. Ansioso de martirio y de gloria eterna, Eulogio se encaminó una mañana al centro de la urbe (la más importante de Europa en aquel entonces) y se puso a despotricar en voz alta contra el Corán. Aún así, le costó trabajo al mártir de vocación convencer a las autoridades cordobesas de que merecía la pena darle el gusto de mandarlo al cadalso. Pero tanto insistió y con tanto denuedo, que al final le sentenciaron, mientras el resto de los mozárabes cordobeses, mucho más sensatos y con menos ganas de cachondeítos, se hacían el sueco anacrónico, y se desvinculaban de Eulogio y sus exaltados como hoy quisiera Rajoy hacerlo de su Exaltado particular, que no es de la primera conjugación, aunque termine en –ar.

“Gentes de poca fe”, se les dirá a estos mozárabes antiguos que preferían respetar y ser respetados que andar a la gresca por un quíteme allá esos versículos, pero no hay que olvidar que aquellos mozárabes de entonces eran también unos infiltrados, unos “falsos árabes” que vivían a caballo entre dos mundos. En lo que a un servidor respecta, antes prefiero a aquellos musta-arabís sin redaños teológicos que a los de ahora, especie de agentes secretos mitad medievo mitad Franja de Gaza.

Días más tarde de la tarde venceja toledana, y tras boquiabrir a mis alumnos con la visión de la Alambra, ardiente bajo los neveros de la sierra, el autobús emprende camino hacia Alicante. Por éste me entretengo leyendo que un grupo palestino ha volado un puesto militar israelí, tras construir un pasadizo subterráneo de 300 metros, que atiborraron de explosivos. De nuevo la ironía se me pasa al vuelo de un vencejo, mientras veo un indicador de carretera que indica la cercanía de Galera, pueblo de nombre marinero y vocación de secano. Hace más de cuatrocientos años, Galera se preñaba de niños, mujeres y viejos, mientras las tropas de don Juan de Austria se estrellaban inútilmente contra sus muros inexpugnables. Esto es, hasta que los zapadores del Tercio escarbaron un túnel de muerte, y Galera saltó en pedazos, como el puesto militar fronterizo israelí. Nadie sobrevivió en Galera. El bastardo del Emperador ordenó pasar a cuchillo a la población, arrasar la villa y sembrar de sal sus contornos. Luego vino Calderón y escribió el drama de Álvaro el Tuzaní, enamorado de una de las víctimas moriscas, la Maleca, una bella granadina, presa del saco y gaznate sacrificado al odio. Pero eso, ya digo, sucedió hace muchos años; más de cuatrocientos, de progreso imparable, blanco y con plumitas.

“Demasiadas casualidades”, pienso, mientras el autobús corta las huertas de Murcia, camino de Alicante, bajo un sol parecido al que debe regar los kibutzim del milagro israelí, tomateros y meloneros como éstos, todos aliñados con sangre. Y temo el momento en que, de nuevo, tenga que explicar a mis alumnos quiénes eran los mozárabes, o cuántos españoles murieron reventados por otros. Y temo también que al llegar a nuestro destino, el periódico me vuelva a desafiar con la ironía de leer cómo unos hombres ametrallan a otros desde un castillo, a sabiendas de que ya todo está perdido o ganado, por el simple placer de asesinar al enemigo.

Bush y la mala educación

El personaje de don Martín, de "Doña Rosita la soltera", es un solterón tullido, maestro de letras en un colegio de "niños bien" granadinos, a la vera del carmen donde se marchita la rosa lorquiana. Don Martín, además de cojear de una pierna, lo hace de proto-poeta, y sus versos ripiados engañan las baldosas del patio granadino con una cojera más penosa que la de su cuerpo tullido; pero don Martín es un buen hombre, que viene de visita para contar sus miserias. Porque ya a principios del siglo XX los maestros se quejaban de que intentar desasnar a los vástagos del señorito era, como querer ponerle puertas al campo, labor destinada al fracaso y a la humillación.

Casi un siglo después de que Lorca hiciera hablar así al pobre maestro-poeta de provincia, los que intentamos pagar el alquiler enseñando a otros a hacer algo seguimos teniendo la misma queja: ¿Cómo no pasar la mano a la mano que nos da de comer, cómo no sufrir el desprecio de quien paga a cambio de buenas notas? Los maestros y profesores de colegios e institutos "conflictivos" se enfrentan a veces a la violencia de padres de alunos "injustamente" disciplinados, y cuando algo así sucede, los bienpensantes enarcamos las cejas en condena. Pero cuando en los colegios, institutos e universidades privados y caros los padres amenazan con retirar a sus hijos del colegio, o dejar de hacer generosas donaciones a la institución docente, si se sigue aplicando a sus vástagos el rasero justo del "no pasarán...Sin haber aprobado", en esas ocasiones nadie parece llevarse las manos a la cabeza.

Como el don Martín granadino quizá se sienta alguno de los profesores que, en Yale, tuvieron que hacer birlibirloque evaluador para que el hijo de George Bush, el primer líder del mundo libre que ha heredado el cargo, aprobara con notas mediocres lo que muchos licenciados en paro harían con los ojos cerrados y sin estudiar la noche antes.

Lo digo como quien conoce el paño del batán al tinte, porque he estudiado y enseñado en una de esas universidades exclusivas donde aulas, alas y bibliotecas llevan el nombre de millonarios alumnos donantes y ex-alumnos igualmente agradecidos a su alma mater. Quizá el señor Aznar podrá un día confirmar mi aseveración de que sólo donan los que tienen sobresalientes y matrículas que agradecer, porque mater no hay más que una, siempre y cuando nos haya abierto las puertas del poder a base de buenas notas, regaladas o merecidas. Me pregunto si el ex-presidente del gobierno de España recibirá (como un servidor) llamadas del decano para advertir que el suspenso de tal o cual alumno hace peligrar la generosa donación anual del señor padre de alumno de turno. Y me respondo que el señor Aznar no tendrá que corregir exámenes en Georgetown, que para eso se tiene a los adjuntos y ayudantes de departamento...

No sabrá, pues, el flamante nuevo profesor de Georgetown, que en la América del sueño, en la Arcadia bursátil, como en la Roma imperial, sólo merece el suspenso académico o el fracaso en la vida quien no puede costearse una matrícula de honor o un futuro brillante. Que G.W. Bush sí podría haberse pagado un rosario de sobresalientes en Yale es tan cierto como que la exquisita educación occidental de Osama Bin Laden se costeó con la fortuna de su poderosa familia. Pero el hecho de que ni por ésas consiguiera el actual presidente de los EE.UU. sacar más allá de un aprobado por los pelos debería darnos escalofríos.

En el debate con el candidato Kerry, la ignorancia de Bush se disfrazó de campechanía, intentando vender la imagen de ciudadano de a pie, de líder espontáneo y sincero. Pero sería llamarse a engaño. Si Bush habla un inglés pobre y desmedrado, y expresa con él una simplicidad de ideas peligrosa como una bomba de relojería, no es por tratarse de un americano del pueblo, uno más de esos "americanos medios" que la literatura ha descrito tan bien y tan a menudo. No hay en el delfín del petróleo tejano nada del "primitivismo puro" de Whitman, ni sus meteduras de pata son reflejo de una nobleza de espíritu digna del leñador pionero o el granjero propietario y honrado de Thoreau, Emerson o Crevecoeur. Si Bush es un ignorante explosivo (a los mandos de la maquinaria más poderosa del planeta), es porque sus años mozos los dedicó a alternar con sus conmilitones de colegio mayor para ricos, bebiendo y armando jaranas, para presentarse luego en clase con los ojos inyectados de una coca que sufragaba papá Bush.

A don Martín le dolía que los niños de casa particular de la Granada de 1910 gastaran bromas humillantes a sus pobres profesores. A Lorca se le pasaría por la cabeza que algunos de esos niños irreverentes a buen seguro acabarían como presidentes de la Diputación, o gobernadores de provincias. Hoy debe haber algún profesor de gramática arrepentido de haber cedido a las presiones de un decano, que recibió una llamada desde Texas, que se escribe con equis pero se pronuncia con jota, como México.

Degradando América

Hoy en clase he intentado enseñarles a mis alumnos algunos gentilicios en español. Tras media hora de clase, con preguntas y respuestas, actividades en grupo (muy, pero que muy comunicativas, como mandan los cánones pedagógicos) y alguna que otra cosita más, a la mitad de la clase (a las cinco de la tarde...) poco más o menos, uno de los chicos, nativo de Nueva York él, recién llegado a España hace un mes, se me ha rebelado y ha dicho que no podía continuar en semejante tesitura. Ha recogido sus cosas y se ha marchado, dejándome a mí tranquilo, y al resto de la clase con dos palmos de narices.

La razón para la repentina "espantá" es la siguiente: "una cosa es oír críticas hacia mi país allá en casa, pero algo muy diferente es esto de estar en un país extraño, y ver cómo se degrada a los Estados Unidos de Norteamérica..."

Esto, claro, lo dijo en inglés, pero juro que la traducción es fiel. Cualquiera que me haya leído más de dos veces tendrá facilidad para imaginarme "degradando" EEUU y algunas de sus contradicciones, pero juro por lo más sagrado que ésta no ha sido una de las ocasiones en que he hecho tal. De hecho, hoy estuve callado en clase, dejando que los propios alumnos desembucharan con esfuerzo su español principiante. Así que puedo asegurar y aseguro que no fui yo, que por una vez no dije nada de los USA ni en contra de G.W. Bush.

Luego oí comentar a algunos compañeros del disidente que la noche anterior había estado de juerga, y que no tenía hechos los deberes, pero eso ya se le notaba antes de hacer el exeunt...

Uno le diría al chaval que decir que "americanos" son todos los del continente y no sólo los de la parte de arriba no puede ser degradante, pero para qué. Si después de ésta se me ha salido del aula, no quiero imaginar cuando me oiga decir lo que de verdad pienso sobre su gobierno y sobre numerosos aspectos de su sociedad...

Claro que, por otra parte, podría decirle la cantidad de cosas que admiro de los USA y su cultura, cómo me emociona la poesía de Langston Hughes o la prosa de Faulkner, cómo sin esa cultura sería imposible la música moderna, cómo gran parte de los principios que rigen su concepción de la vida me parecen las más altas cotas de la cultura occidental, o los más caros logros. Pero no haría nada por mi causa, porque este chico no conoce a Faulkner, ni sabe qué es un Langston Hughes (¿una marca de ropa?, ¿una ciudad de Inglaterra?, ¿un director de cine raro?). En realidad, lo único que este chico sabe es que está harto de que se metan con su país, porque el que no está conmigo está en mi contra, y porque, en su opinión, no se puede criticar lo que se ama, ni viceversa que mal rayo parta. Y bueno, tampoco sabe nada de español, ni cómo evitar que le abronque por no hacer los deberes, sin montar un pitote pseudo idelista de corazones patrios partíos.

Para aclararnos: el resto de los alumnos era en su mayoría estadounidense, y alguno se molestó de que ni siquiera a tantos kilómetros de casa le dejen criticar en paz lo que buenamente quiera, sin ser tachado de anti-americano por ello.

Tom Cruise y la Contrarreforma

En 1623, el Príncipe de Gales se plantó en Madrid, sin avisar y de incógnito, acompañado tan sólo por el Duque de Buckingham. Venía el inglés a casarse con la infanta doña María, hermana del católico monarca don Felipe el IV de su nombre, el que mira a Ópera desde la Plaza de Oriente. Lo cuenta Manuel Fernández Álvarez, e informa de cómo el problema confesional amenaza la buena marcha de la alianza anglo-hispana: el anglicanismo profesado por el heredero al trono de San Jorge parece impedir la aceptación del enlace, en un tiempo en que la obediencia o desobediencia a Roma eran razón de estado a nivel continental.

El caso es que la ciudad decide tomar cartas en el asunto, y se organiza una rogativa por la conversión del herejote britón, costumbre nada rara en tiempos de inundación, sequía, fuego o terremoto, y que sólo hace poco se ha abandonado en favor de peticiones de fondos de cohesión europeos, que parecen más eficaces que las antiguas novenas a la virgen o santo patrón de turno. Así, el cardenal primado de España decide que, puestos a hacer las cosas, mejor es hacerlas bien, y organiza a las órdenes religiosas con sede en la Corte, para que de los conventos, parroquias, basílicas, seminarios, vicarías, sacristías y beaterios de Madrid salga una mar océana de penitentes, que procesionan con desparpajo por las calles de la ciudad:

...unos con calaveras y cruces en las manos, otros con sacos y cilicios, sin capuchas, cubiertas las
cabezas de ceniza, con coronas de abrojos, vertiendo sangre; otros, con sogas y cadenas a los cuellos,
y por los cuerpos, cruces a cuestas, grillos en los pies, aspados y lisiados hiriéndose los pechos con
piedras, con mordazas y huesos de muertos en las bocas, y todos rezando salmos. Así pasaron por la
calle Mayor y palacio, y volvieron a sus conventos con viaje de tres horas, que admiró a la Corte y la
dejó llena de ejemplos, ternura, lágrimas y devoción. (León Pinelo, "Anales de Madrid", ed. de M. Fdez.
Álvarez)

Fernández Álvarez cita al cronista León Pinelo, contemporáneo y orgulloso conciudadano del devoto desfile de flagelantes, penitentes, harapientos voluntarios y/o forzosos, nubarrones de incienso y estandartes divinos. Habrá que imaginarse, nos dice el historiador, a más de un Lazarillo de carne y hueso, o a un Guzmán de pelo en pecho, chupando la calavera de un desgraciado ignoto, mientras uno de los muchachos callejeros de Murillo le molía la espalda a cintarazos, haciendo que la sangre salpicara el guardainfante de una dama de la devota audiencia, en un gesto galante que ponía cachondas a las españolas de hace 400 años. Al de Gales, en cuya isla habían pasado el siglo precedente aboliendo pasiones cofrades y tendencias rocieras, se le quitaron las ganas de volver al redil romano al ver semejante espectáculo, y al final la boda no tuvo lugar, como tampoco lo hubo para la alianza duradera con el inglés. Cierto que tanto el Caribe como las ciudades españolas del Atlántico se habrían ahorrado las iras anglicanas, en forma de invasiones, quemas y saqueos, de no haberse asustado el príncipe inglés ante el barroquismo religioso/sangriento madrileño, pero a la postre ni el hereje quiso convertirse ni los españoles abandonaríamos el gusto por la sangre de Cristo hasta fecha más o menos reciente, dependiendo de la latitud.

El caso es que cada mochuelo volvió a su olivo, y el inglés se fue a seguir provocando la emigración de puritanos a Boston, mientras que los últimos Austrias hispanos se envolvían en nubes de incienso antes de hacer mutis por el foro de la Historia. Los flagelantes sado maso de las procesiones volverían a su claustro, o a pedir a la puerta de una iglesia, o a robar bolsas en las gradas de San Felipe, y no habría más sangre afrodisíaca y (per)vertida por las esquinas de Madrid, hasta que se organizara el siguiente Auto de Fe en la Plaza Mayor (acontecimiento éste que nunca se hacía esperar mucho).

Hoy, en Madrid y en Semana Santa, se forman colas larguísimas de coches que se llevan a la playa a la gran mayoría, y las pocas procesiones sólo las miran con curiosidad los escasos turistas y los ojos atónitos de los dependientes chinos de las tiendas de toda esquina que se precie. En los sex shops de Atocha, los conjuntos de cuero fetichista no recuerdan a la parafernalia barroca de sayal y esparto, y sólo detrás de alguna puerta escondida gira un torno de madera escupidor de mantecados artesanos, que se pueden pagar con euros de vellón, Visa o American Express.

Sin embargo, ayer, frente al Congreso de los Diputados y a lo largo de la calle del Prado, se montó un chiringuito, digno heredero de los que patrocinaba el Santo Oficio en sus buenos tiempos. Gradas, equipos de luces, escenarios múltiples, tremendos sistemas de sonido, puestos de grabación de cámaras simultáneas, y otras joyas de sacristía digital festoneaban la calle del Prado hasta llegar a la puerta de la nueva sede de la Iglesia de la Cienciología en España. El evento semejaba un estreno holliwoodiense, con alfombra roja y lluvia de confetti dorado y plateado, con presencia de medios informativos y asistencia de estrellas de mucho vuelo, entre los que sonaba el nombre de un príncipe moderno, aunque no de Gales.

El edificio del Congreso, que en otros tiempos ya pasados también fue templo de los ideales de una parte de la sociedad, queda en un segundo plano. La estatua de Cervantes rabia ansiando ser el metal fundido de los cañones de una galera turca, reposando castamente en el fondo del Mediterráneo. Los leones de la Cortes responden con un guiño de sorna no exento de nostalgia, que también el bronce puede tenerla, máxime cuando se le acogota con espectáculos de tamaño mal gusto.

En el ambiente se masca la posible aparición de Tom Cruise, como un nuevo cardenal Adriano, para poner el broche de oro a la fiesta, pero hasta entonces, una banda de swing trasnochado, con trajes a la Dick Tracy (color azafrán) atruena el barrio con una comparsa penosa y colonial (en el peor sentido de la palabra). ¿Mirarían los sacerdotes de Tenochtitlán a los capellanes de Cortés con el mismo irónico despecho con que observo a mi alrededor a los fieles cienciólogos, vestidos de tonos negros y rostros anglosajones? ¿Se acercarían con curiosidad los padres Jerónimos de la carrera cercana, a husmear entre congregaciones de herejotes, como solían hacerlo en tiempos de Felipe II, de veleidosidades luteranas de intramuros? ¿Qué diría, en fin, Neptuno, desde allá abajo? Aunque dudo que el dios del mar que oculta los cañones turcos de Lepanto se asombrara de ver, trescientos metros más arriba de Planet Hollywood y Starbucks, el nuevo templo de la Nueva Iglesia Española de la Cienciología, ocupando un edificio que, al precio que la propiedad inmobiliaria en el área, bien pudiera costar lo que varias ciudades del Medio Oeste americano.

Paro forzoso

Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que publiqué algo. Por suerte, he conseguido trabajo y he vuelto a cotizar a Hacienda, y este fin de mes no será una excursión de 20 días al infierno de la pobreza más absoluta, sin ningún gasto pagado (acaso el que sufre el espíritu cuando uno se siente inútil o explotado, un gasto que se abona a base de desesperanza).

Había dejado, incluso, de comprar el periódico y de escribirle a El País cartas que, aunque acabaran publicadas, nunca pasaron de eso, de cartas al director de un pseudo-intelectual en paro que vive en Lavapiés. Pero hoy, y por casualidad, he visto que en el Ciberpaís han sacado mi anuncio desesperado en busca de lectores, un e-mail que envié a principios de año. Un poco de suerte nunca viene mal, así que he encontrado la fuerza para meterme otra vez en estos Cuadernos, y escribir algo, por si alguno de los lectores del suplemento dominical se deja caer por estos lares, para que ese agente literario que quizá el destino me depare un día no encuentre que la página que despertó su curiosidad abandonada.

Caruana for everybody

Hace más de mil años, un príncipe de los creyentes, Abu Mansur Nizar al-Aziz Billah, se enamoró de una cristiana melquita, seguidora del patriarca de Antioquía. Tuvieron un hijo que, como era el legítimo del Califa, se crió como todo un príncipe en su ciudad natal de Kairouan. En un momento de su vida, y como el que cría cuervos, etcétera, el hijo del califa Aziz Billah se lio la manta a la cabeza, se quitó el turbante (simbólicamente speaking), y se hizo cristiano.

Su nuevo nombre, Pellegrino Caruana (que manía la antigua de confundir lugar de origen con apellido) quedó unido a partir de entonces a la historia de Malta y a la de los monjes hospitalarios, feudatarios y arrendatarios divinos de la isla mediterránea desde hace demasiados siglos. Por suerte, el que fuera espejo de creyentes tunecinos, malteses y berberiscos no vivió para ver a su hijo hecho un guerrero maltés de cruz en ristre, ni ninguno de los dos vivió tampoco para ver como el apellido Caruana se diseminaba por el Mediterráneo, sembrado unas veces por reyes aragoneses y otras por sus graciosas majestades británicas.

El caso es que algunos Caruanas se fueron al Reino de Valencia a probar fortuna, allá por los tiempos de Borjas y galeras reales, y a fe que la hicieron buena, al menos los sus descendientes, que hoy gobiernan el Banco Central Hispano de Santander y Castilla la Vieja. Así, uno de los descendientes de los malteses avalenciados de antaño es hoy el segundo de a bordo del señor Botín, que viene a ser un cargo parecido al de Smithers, adláter impagable de Montgomery Burns.

Otra rama de los Caruana dizque acabó en Gibraltar, haciendo compañía a los muchos malteses que la corona británica sembró en la roca, donde hoy son llanitos de pro sus descendientes, y entre ellos, cómo no, el señor Peter Caruana, sucesor de Bossano al frente de la británica colonia "on the rocks".

Hoy, a diez siglos vista de la conversión del hijo del Aziz Billah y a tres de la conquista de Gibraltar, Jaime Caruana sale al ruedo de la compra de Abbey National y declara con voz cantante sobre los beneficios de que una empresa bancaria española (valga la paradoja de dar nacionalidad a un banco) compre una entidad de la pérfida Albión. Mientras, y como para vengarse, el gobierno de su Graciosa Majestad envía un guantelete de estúpido desafío detrás de otro, como para convencer a sus súbditos de que "más vale roca sin bancos que bancos sin roca". Y otro Caruana, primo lejanísimo de aquel economista valenciano, sale al paso de las protestas españolas re-aconsejando que el gobierno de Castilla (y sus colonias añadidas) no se meta, mientras los roqueros llanitos y sus lanceros bengalíes pelan la pava por un quítame allá esos submarinos nucleares.

Verbos regulares tirando a malos

Desde hace ya una tira de años el castellano no crea verbos nuevos de la segunda o tercera conjugación. Absolutamente todos los neologismos verbales del español terminan en -ar. Hagan la prueba, niños y niñas, e invéntense verbitos nuevos, verán como todos les salen de la primera.

Un servidor, que no lo quiere ser de la gramática, ha decidido subsanar (subsaner/subsanir) el entuerto, y por eso acabo de enseñarles a mis estudiantes de español para extranjeros un verbo nuevo: "acebir" de la tercera conjugación porque lo digo yo, y porque así se reconoce mejor el origen del verbo, que, dicho sea de paso, es sinónimo (neosinónimo) de mentir.

Yo acebo, tú acebes, él/ella acebe, nosotros acebimos, vosotros acebís, ellos aceben.
Mañana mis alumnos tienen examen. No les he acebido (mentido) cuando les aznareé (ordenomandé) que estudiaran su conjugación. Porque mañana cae seguro. Si lo sabré yo, que me invento los exámenes y pregunto lo que se me pepea...

Pack Fungairiño

Acabo de regresar de mis vacaciones, y estoy encantado. Me ofrecieron el paquete Fungairiño en el Viajes Cernícalo de mi barrio, a muy buen precio, y tuve que caer en la tentación de comprarlo. Me lo he pasado como un alto responsable del sistema judicial y/o jurídico ibérico.

"Disfrute de unas vacaciones inolvidables", decía el prospecto: "Un mes de aislamiento intelectual, intelectivo e inteletodo, en una de nuestras residencias, convenientemente ubicada a doce kilómetros a pie del quiosco de prensa más cercano. Nuestras instalaciones incluyen un salón comunal de televisión, donde sólo se emiten documentales de bichitos, biografías de David Attenborough y episodios caducados de los Teletubbies. Carecemos orgullosamente de Internet, y la librería más próxima está en el pueblo, que queda a diez kilómetros bajo el caliginoso y ardiente sol español, sin autobús ni mariconadas de ese corte. Media pensión (la otra media la cobrará por poderes un juez jubilado), seguros de accidente y transporte (en alas de la ignorancia) incluidos. Cursos de absolución acelerada de machos matahembras opcionales (pero altamente recomendables)."

Huntington y la lengua de las chachas

En febrero de 2003, la revista “Vanity Fair” publicó, en una sección de consultorio, algo que supo a insulto a muchos hispano-hablantes de EEUU, entre los que entonces me encontraba. Un lector pedía consejo por carta sobre qué idioma escoger como asignatura preferente de estudio. El responsable de la columna aconsejó a su lector que desechara la opción del español, proponiendo en su lugar el francés o el alemán. “La única utilidad de estudiar español” decía el consejero, “sería la de poder dar órdenes a la chacha en su propia lengua”, mientras que, con las otras dos sugeridas, se abrían posibilidades de conocer de primera mano culturas de verdadero prestigio.

Por supuesto que hubo escándalo, protesta y circulares de correo convocando a la queja colectiva. Pero por supuesto que todo quedó en pecado de lesa political correctness. Una actitud semejante frente a la cultura hispana parecen destilar las palabras del Prof. Samuel P. Huntington, en la entrevista concedida a El País y publicada en el suplemento del día 20 de junio de 2004. Afirma Huntington en su libro “¿Quiénes somos?: los desafíos de la identidad nacional estadounidense” que los hispanos de EEUU deben asimilarse, tal como hicieran en su momento polacos, irlandeses o italianos, y apunta al alto nivel de fracaso escolar entre los latinos como factor negativo en el proceso de integración. Lo que parece obviar el análisis de Huntington es que los niveles de fracaso escolar van parejos a los de renta familiar, y que un gran número de los hispanos de EEUU son mano de obra mal pagada, en un país donde la educación pública deja muchísimo que desear.

En cualquier caso, resulta decepcionante leer que el señor Huntington reconoce no manejar el castellano, y no leer ninguno de los 344 periódicos en español que se publican en su país. Mientras tanto, sus libros se traducen a nuestra lengua, y su persona alcanza una celebridad inconcebible entre los hijos de las chachas y lavaplatos que no han fracasado en la escuela, a pesar de todo. Y es que, detrás de la aparentemente perentoria necesidad de los hispanos por asimilarse a los valores anglosajones, y debajo del miedo de la sociedad americana hacia la multi-culturalidad que se les está colando de rondón, residen el desconocimiento y la infravaloración del español y lo hispano, percibidos como productos de sociedades supuestamente atrasadas y sin mucho que aportar a la cultura occidental.

Cuando el contacto lingüístico y/o cultural tiene lugar, la hegemonía o la supervivencia van de la mano del prestigio. Si los estamentos político e intelectual estadounidenses se permiten permanecer ajenos a los fenómenos culturales de la/s hispanidad/es, el prestigio del español seguirá siendo inferior al de otras lenguas, y la sociedad norteamericana seguirá percibiendo la “invasión desde el sur” como un peligro, en lugar de una oportunidad de enriquecer su cultura. Los muchachos y muchachas de origen hispano de las escuelas del país tienen que esforzarse por mejorar su nivel educativo, pero también la sociedad anglosajona está ante la necesidad de aprender que el idioma hablado por tantos millones de “subalternos” ha sido y es vehículo de culturas sin las que no se puede concebir la historia de nuestra especie.

Rally en el Paseo del Prado

Cuando estoy muy, muy aburrido, salgo de rally por el Paseo del Prado. Comienzo en Cibeles y llego hasta Neptuno (a veces Atocha), recogiendo en cada esquina, en cada semáforo, en cada paso de cebra (porque mis rallies son de a pie), una pequeña octavilla, propaganda de restaurantes para turistas y buffets libres.

En los EEUU, mientras tanto, miles de personas se asocian en clubs de andarines de mall, se calzan sus zapatillas de deporte, montan en sus coches y conducen al centro comercial más cercano. Allí no se entregan al único vicio permitido por el capitalismo de suburbio y automóvil, el consumo, sino que se dedican a dar vueltas en círculo, pegados a los escaparates, deslizándose en parejas por el suelo enmoquetado, ajenos a la música ambiental y a las apetitosas ofertas. “¡Qué digna actitud dirán algunos, “marginarse así de la vorágine consumista, y cambiar el destino comercial del edificio por obra y gracia de la sabiduría popular.” Yo, que los he visto caminar como zombis por las galerías de falsa plaza de los centros comerciales de medio país, siento pena, más que admiración. Parecen hámsters haciendo rodar su aburrimiento y su encierro. Porque una gran parte de los estadounidenses viven encerrados, prisioneros de sus casas sin calles, de sus ciudades sin barrios, plazas ni avenidas, cautivos en sus automóviles y sus hogares, huérfanos de ciudad y civilización.

Los centros comerciales, donde la temperatura permanece ajena a la exterior y todo es mucho mejor que la realidad, han terminado por sustituir plazas y mercados, calles y tiendas. Casi cada pueblo tiene a media hora o menos uno de estos parques temáticos de la compra al por menor, mientras que sus centros urbanos han quedado muertos, y aparecen como fantasmas, como fotogramas salidos de una película de holocausto nuclear. Dentro del mall, da igual si uno se encuentra en Buffalo que en Tampa, siempre hace la misma temperatura. Las tiendas son franquicias de un número limitado de marcas, y en vez de tabernas se puede escoger entre otro corto número de franquicias del fast food.

Fuera, aparcamientos enormes aseguran que toda la vida social (o lo que quede de ella), todo el comercio y todos los pasos dados tengan lugar dentro del mall. Los adolescentes, que a pesar de todo siguen siendo seres más sociales que el resto de animales humanos, se juntan en el centro comercial, como lo hacen en plazuelas y parques los chicos/as españoles/as. Sólo que los de EEUU no pueden comer pipas y charlar de sus cosas, porque al mall se viene a consumir, y si no tienes para comprar, disimula al menos el acto, y ve aprendiendo para cuando tengas una nómina o una tarjeta de crédito.

Y alrededor de estas jaulas enmoquetadas de climatización perfecta dan vueltas los mall walkers. Un servidor, en cambio, se va de rally por el Paseo del Prado. Siempre que me ofrecen una octavilla la tomo, y siempre me dan las gracias, porque a ellos les pagan por darlas, y si la gente no las quiere, mal asunto. Ellos saben que la voy a tirar sin mirarla, pero me lo agradecen, y yo me lo tomo como un punto de control, uno más en mi tramo no cronometrado. “Tíralo tú”, vienen a decirte, porque ellos no pueden y no deben. Su misión es repartir propaganda de restaurantes baratos, y que sea el viandante el que tire la octavilla.

Quien mandó hacer el Ministerio de Sanidad y Consumo, aquí mismo en mitad de mi recorrido aburrido, hizo algo semejante. Un edificio tan feo en pleno Paseo del Prado es como una octavilla. “Encárguese usted de tirar lo que le dejo entre manos”, parecen querer decirle al futuro su fea fachada y peor catadura. Así que cruzo al otro lado, y el trámite me supone tener que aceptar más publicidad de buffets libres, pero no me ofusco. Las acepto, no como otros, que reaccionan hoscos ante los pobres repartidores, inmigrantes todos, que malviven llenándonos los bolsillos de octavillas. Yo no me enfado, aunque a veces llegue a casa con los bolsillos llenos de papel inútil. En el Paseo del Prado, al menos, el que pretenda hacerme consumir debe trabajárselo. En los centros comerciales de la América suburbana y rural, el paseante ha muerto, y sólo queda lugar para el comprador, al que no le queda ni la opción de cambiar de acera.