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Cuadernos de Lavapiés

Continentes sin contenido

En la edición de El País de hoy, martes 15 de junio de 2004, aparece una crónica del asesinato de 13 personas (7 de ellas no iraquíes) en las calles de Bagdad, firmada por Jeffrey Gettleman, del NYT. La relación de las nacionalidades de las víctimas parece ser un reflejo de la concepción del mundo que nos llega a través del lenguaje, tanto del inglés en que está escrito el original como del español que utilizamos para traducirlo. Así, en la noticia se dice que "2 británicos, 1 norteamericano, 1 francés, 1 filipino y 2 africanos" resultaron víctimas del ataque. Si hablamos de 2 africanos, lo justo sería mencionar a los demás por el continente en que nacieron o en el que se emitió su pasaporte, de modo que tendríamos 3 europeos, 1 americano y 1 asiático, además de los referidos 2 africanos.

De la forma en que aparece contado, sólo se deduce que los africanos son todos iguales, o que, de no serlo, nos importan bien poco sus identidades. Lo suficientemente poco como para no andar haciendo distingos...

Se trata, sin duda, del reflejo lingüístico de las estructuras ideológicas con que filtramos el mundo. Y África, según estas estructuras, es una amalgama de la que conocemos poco, y de la que menos aun nos interesa saber. Propongo que el "libro de estilo" de El País deje de dar ejemplo para tal simplificación. Tanta importancia tiene saber si los asesinados eran de Marruecos, Sudáfrica o Namibia, como distinguir el origen británico o galo (en vez de simplemente europeo) de sus compañeros de desgracia.

A menudo me he encontrado con senegaleses que dicen ser simplemente africanos, o nigerianos que no dan a conocer el nombre de su país, porque entienden que, para los europeos, todo es lo mismo. Su humildad y resignación ante nuestra indiferencia e ignorancia no deberían venir refrendados por el lenguaje ambiguo utilizado por los más importantes medios de comunicación de nuestro país.

África es enorme. Europa también. Simplificar al otro es el primer paso en el camino de la ignorancia, que a su vez constituye condición sine qua non para el desprecio.

Ángel González García

Aspiradoras y aspiraciones

Dolores fabricó aspiradoras desde que su marido dejó de enviar dinero, hasta unos años antes de la pre-jubilación. Gracias a su empleo en la fábrica, había sacado adelante a sus dos hijos, a pesar de las dificultades. Había tenido suerte y encontrado un puesto fijo. Los chicos crecieron deprisa, y el más pequeño ya hacía una carrera en Barcelona. El mayor había aprendido inglés y estaba colocado en un hotel de la costa.

Después de años ensamblando cuerpos a tubos y bombas a carcasas, la fábrica cerró. Sus productos seguían succionando el aire de los rincones de las salas de las casas, y en televisión continuaban recomendando su adquisición (“magnífica relación calidad-precio, fiabilidad, son silenciosas e ideales para moqueta, parqué o gres”), pero la multinacional había decidido que, si reubicaban la planta en algún otro país, los costes de producción se rebajarían en un 70%.

Nada nuevo, dijeron los noticieros local y autonómico. Mera repetición de lo acaecido décadas atrás, cuando una ciudad de impronunciable nombre germánico fue abandonada para venir a darle trabajo a Dolores, justo un mes después de que llegara el último giro desde Zurich.

Dolores cobró el subsidio algunos meses. El pequeño, en vez de acabar la carrera, se alistó “para aprender electrónica”. El mayor habló con la dirección y, como era un buen empleado, de confianza y buen chico, le consiguió una entrevista a su madre. En ella, Dolores explicó con desparpajo que, además de pasar la aspiradora, podría arreglarla si se les estropeaba, lo que cayó muy bien al muchacho de personal, que le ofreció un contrato de temporada. Así pasó unos cuantos veranos, o semanas santas.

Al mayor le ofrecieron un puesto de animador en uno de los complejos de la cadena en Costa Bávaro, y Dolores se quedó sola. “A las limpiadoras de aquí les pagan una sexta parte que a las de allí, mamá. Ganarías más trabajando allí por temporadas”, fue la respuesta del mayor, cuando Dolores le sugirió que volviera a hablar con alguno de personal, él que tenía tan buena mano y era tan servicial. “Tu hermano se pasa los meses sin aparecer por aquí, y yo estoy muy sola, y preferiría tener allí un trabajo todo el año”, intentó en vano convencerle, pero en el fondo sabía que su hijo tampoco podía hacer nada. Se imaginó un pueblo de calles de chocolate, en alguna ladera alpina y de ensueño, con relojes en iglesias de caramelo y nata, y recordó la vehemencia con que su marido le repitió durante años que iba a regresar con lo suficiente para un taxi, un Mercedes por lo menos.

Cuando se le acabaron los últimos subsidios, ahorros y temporadas altas de veraneo y propinas, empezó a vender de puerta en puerta. La entrevistadora le dijo que en la empresa creían en el potencial de las mujeres, y en la independencia que unos buenos ingresos podían proporcionar, y le habló de que los tiempos han cambiado y las mujeres de ahora tienen acceso a campos antes restringidos a los hombres, y luego siguió hablando muy bien, y a Dolores le gustó mucho, y pensó que sí, que por qué no podría ella vender a comisión aquellos aspiradores, que en menos de tres meses seguro que estaría ganando muchísimo más que en la fábrica o el hotel, así que se puso manos a la obra.

“Se lo digo yo, que las he fabricado durante años: hoy por hoy no hay aspiradora más fiable en el mercado”. Pero el hombre que le abrió la puerta de aquel chalé de urbanización costera no hablaba español. Sólo cuatro palabras con fuerte acento chino. A sus espaldas, otros tres hombres transportaban cajas con caracteres incomprensibles impresos sobre el cartón. Una puerta se abrió y se cerró para dejar ver una habitación llena de máquinas de coser y de mujeres sudando tras ellas. “Huy, aquí hacen falta por lo menos dos, para tenerlo limpio y sin hilachas ni polvo, que está que da pena…” insistió inútilmente. El hombre chino seguía sin entender, y además parecía tener prisa.

Tras cerrar la puerta, se sentó sobre un cajón de madera, se pasó una pequeña toalla por la frente, y se sirvió una taza de té de un termo rojo. Sacó una carta del bolsillo y la abrió. Dolores habría sido incapaz de descifrar un sólo ideograma, pero el hombre torció la boca con un gesto de sonrisa o de nostalgia (no se sabe), al leer las nuevas de su ciudad, de nombre también impronunciable, como lo era para el remitente la dirección española escrita en el sobre arrugado. “Han abierto una planta, y van a fabricar aspiradoras. La hermana de mi cuñada ha hablado con el jefe de personal, y pasado mañana iré a su oficina para hacerme una entrevista…”

Dolores, agarrada a un maletín al que no acababa de acostumbrarse, rodeó la cancela de la siguiente casa y llamó a la puerta. Le abrió la criada, una señora que le dijo que no podía comprarle nada, que los dueños no estaban, pero que la aspiradora que tenían funcionaba perfectamente.

Luego volvió a la cocina y descolgó el teléfono. Habló con su hijo no más de diez minutos, lo suficiente para saber cómo estaban todos, qué tal van los cursos de inglés, mañana te mandaré el giro, y dale muchos besos a todos de mi parte. Acá me faltan todos, y colgó. Si el muchacho saca adelante el curso de inglés, en la Telefónica igual lo ascienden, con subida de salario, y lo sacan de la centralita de información, y le dan un puesto mejor, quién sabe si un sueldo como los que dicen que pagan a los empleados de la compañía en España, donde pagan muy bien, aunque no hay dinero en el mundo que le compre los años de vida de sus hijos que se está perdiendo.

Si todo sale bien, y no le reprueban el inglés al chico, quizá entonces ella podrá regresar a la isla, al hotel donde, con sus buenas propinas, no sacaría tanto dinero como acá, pero al menos estaría cerca de los pequeños …

En la siguiente casa, a los timbrazos de Dolores sólo respondieron dos perros. Con el susto, se le cayó el catálogo. Mientras lo recogía del suelo, pensó en los años que le faltaron para la prejubilación, y en un pueblo de chocolate donde las paredes eran de dinero y los relojes de la iglesia de oro pulido, y también pensó en un hotel del Caribe, donde un hijo suyo organizaba concursos de piscina, pero cobraba buenas dietas, no como el otro, que por dejar la carrera andaba ahora jugándosela en países impronunciables, y pensó en los taxis Mercedes y en aspiradoras made in China y se dio cuenta de que no sabía vender aspiradoras a domicilio, y de que ese mes aún no había logrado ganar ni un céntimo de comisión.

Gangsta Rap

Cuando el rap eran ritmos para bailes desencajados, o rimas cuajadas de chirridos de vinilo violentado, yo no le prestaba más atención que la requerida para intentar los pasos más fáciles del repertorio breakdance. Estuvo de moda un curso y medio, y depués acabé escuchando a Silvio Rodríguez y Extremoduro, así que, para cuando el gangsta rap llegó a convertirse en hip hop culture, yo ya estaba destetado de modas americanas.

Luego me fui allí a vivir, y a los estereotipos que ya llevaba puestos le abonaron el caldo los consejos burgueses que recibí y casi heredé con el permiso de residencia: el hip hop, como casi todo lo relativo a los negros y a las clases urbanas menos favorecidas, era algo peligroso, indeseable y soportable sólo mientras se dejara civilizar por la industria discográfica.

Luego conocí gente que me enseñó a buscar detrás del hip hop la misma belleza, el mismo sentido de arte real, puro y popular, la misma importancia que en su tiempo tuvo el jazz, antes de que la América blanca lo domesticara. Intenté ver las discotecas arrabaleras con detectores de metales con la misma poesía que Lorca quiso ver en los garitos de Harlem. Escuché los buenos consejos, y a medida que las grandes estrellas se fueron convirtiendo en marcas registradas, fui interesándome por las letras, las rimas crudas, la oralidad de romancero fronterizo de estas sagas de gueto.

Para cuando el conocimiento del idioma y sus contextos me habría permitido escuchar rap y entender qué, desde dónde y por qué decían cosas como aquellas, el hip hop había sido oficialmente deglutido por el más establishment de los establishments. MTV, VH-1 y hasta los canales de telepredicadores habían triturado una música, y los gangsta rappers de más peligrosa catadura acudían como invitados a programas de cocina para señoras de casa particular.

Algunos quedaban, que llenaban espacios de máxima audiencia con rapeos indecentes, ácidos, destructores de ilusiones y carniceros de mentiras de sueño americano. Con quejíos, pero a cambio de un precio. En radio y televisión, letras malsinas, letras duras, letras crueles y sin esperanza como la vida de tantos, letras como armas suenan a todas horas, gracias a la inclusión de oportunos silencios y pitidos, que ahorran al pueblo el escupitajo sonoro del inconformismo. He tenido que volver a España para escuchar sin cortes ni censuras, sin referentes culturales, las letras del gangsta rap. Pero ¿cómo rimar con un mínimo de credibilidad la protesta de una víctima de gueto y welfare en el castellano de un estado con escuelas públicas y sanidad pública (por muchas quejas que, con razón, tengamos sobre ambas)?

El olivo de Fuencarral

Hay un olivo en la calle Fuencarral, aislado como un ramo de novia plantada, rodeado por lajas de mármol barato cubiertas de graffitti. Se trata de un ensanche, de una verruga que le salió a la linealidad de una calle que tenía prisa. Tenía prisa por llegar a Tribunal (¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?), cuando el celo cirujano municipal le abrió a Fuencarral un absceso, en el que ahora habita mi olivo.

Cubrieron las paredes de la herida con lápidas de piedra sucia, fría y destinada a la vejez prematura. Las pintadas en las paredes le hacen el eco a unos suelos cubiertos de mierdas de perro. Todos los perros de Chueca vienen a la verruga de Fuencarral.

Hay bancos sórdidos de madera transplantada, cierres metálicos eternamente cerrados, y una fila de árboles de fósforo, incapaces de solemnidad. De noche, las farolas dan una luz de garito que perpetúa la vergonzosa suciedad del falso, pretencioso, mármol mancillado.

Pero en medio de todo, grandioso en su chaparra campechanía, gris y plata y verde, queda el olivo de Fuencarral. Cada vez que paso a su lado, me hace pensar en aquellos olivos jóvenes y frondosos de jueves santo que desfilaban sobre la peana de un paso en la tierra de mi niñez. Y cuando el otoño ha dejado de ser un respiro para convertirse en amenaza de amargores, el olivo de Fuencarral da sus aceitunas, acebuchadas de humo de autobús, asilvestradas de aerosoles graffiteros.

El olivo de Fuencarral es un árbol que merece la pena

Whitman, Reagan y las lilas

When lilacs last in the dooryard bloom’d (“La última vez que florecieron las lilas en el jardín…”) escribió Walt Whitman a la muerte de Abraham Lincoln, a modo de elegía por el presidente que fue capaz de llegar a la guerra civil para ilegalizar la esclavitud. En el poema, el gran bardo americano evocó la procesión continental de un tren fúnebre, un convoy enlutado que recorrió la república llevando a todos los americanos la cercanía del cadáver del presidente más bienamado de su siglo.

Estos días, parece que se repiten algunas de las escenas de entonces. A la muerte de Ronald Reagan, EEUU ha respondido con su desmedido gusto por el boato y el ritual, y de nuevo una procesión fúnebre se ha adueñado del país. ¿Cantarán los poetas el despertar de una primavera oscurecida por el acontecimiento luctuoso? Es posible, y hasta probable, que alguna épica pseudo-troyana se haga cargo en breve plazo de acabar de mitificar la imagen de quien fue uno de los presidentes americanos más odiados fuera de sus fronteras.

Las lilas tempranas de Whitman florecieron para llorar la muerte de Lincoln, pero no parece que estas flores, de tantos y tan polémicos significados, acaben por asomarse al funeral del ex actor de Hollywood. Las versiones lila o multicolor de la bandera estadounidense que adornan las calles de los “barrios homosexuales” de algunas ciudades estadounidenses no estarán a media asta, en homenaje al líder fallecido. No en vano, Reagan fue impulsor de leyes restrictivas y discriminatorias contra homosexuales, y apoyó las medidas de estados de la Unión que consiguieron ilegalizar, entre otras cosas, ciertos tipos de relaciones humanas, y hasta de posturas sexuales.

En Washington D.C., un ciudadano anónimo expresaba su pena por la muerte de un hombre que había sido presidente de los Estados Unidos, pero que ha muerto víctima de una terrible enfermedad. “Al final de sus días” expresa con pena este ciudadano, “ni siquiera podía recordar que un día fue el líder del país más poderoso del mundo”. A juzgar por la serie de homenajes públicos que los medios occidentales le están brindando a su memoria, parece que son muchos los que, por una u otra razón, han perdido la memoria.

Ángel González García

Helicópteros en Lavapiés

En Lavapiés nos estamos acostumbrando a los helicópteros. Va para tres meses que sus tableteos lepidópteros nos abanican el barrio, así que ya poca gente se queda mirando al cielo, como si levantando el ceño al aparato pudiésemos descifrar a qué o quién vigila.

La sucesión de acontecimientos trajo mayor vigilancia policial, y llegó a notarse. Pocas semanas después del atentado ya se pudieron presenciar arrestos de prepúberes ilegales por parte de policías de paisano. Pero la boda ya ha pasado, y las carteras descuidadas de los ojos del mundo que cuenta se han posado en otras esquinas de otras calles. La cara invisible del helicóptero sigue vigilando desde arriba, pero a nivel de calle, la inseguridad ha vuelto, como los cangrejos tras la tormenta.

Acabo de llegar del mercado, y por el camino he visto a tres niños, menores de 13 años, que se repartían entre risas, bromas y veras, un pequeño tesoro que el de en medio portaba. Podrían haber sido tres rinconetes de Murillo disputándose una raja de sandía. La música de fondo bien podría haber sido la de una zarabanda sincopada, de sacabuches y añafiles, de atambores y cajas.

Se trataba, en cambio, de tres niños magrebíes que discutían en árabe por el privilegio de vaciar de su contenido un bolso de señora, fresco aún y palpitante como una presa no del todo exánime. La banda sonora, mientras tanto, era la interpretada por las aspas del helicóptero. Con la impunidad que otorga la luz de la tarde joven, los tres jóvenes pícaros han seguido escarbando en el bolso, tras comprobar que la presencia que invadió su teatro de operaciones era la mía, y no la de un agente de seguridad. Mientras hurgaban en su tesoro, los tres han mirado hacia el cielo. Algo han dicho en árabe que no he sido capaz de entender. Pero sí he podido notar que la presencia del aparato volador suspendido sobre sus cabezas les ha hecho tanta gracia como a mí.

¿Quién es Colin Powell?

El año pasado yo vivía en un pueblo triste del norte del Estado de Nueva York, donde a finales del siglo XIX Edison fundó su imperio, pero que está desde hace décadas sumido en la pobreza y el abandono (cosas de la alta economía). Enseñaba (no don Thomas Alva sino un servidor) literatura española en una pequeña universidad (un college) de muy buena reputación, exclusivo y elitista, verdadero islote de belleza y conocimiento en medio de un ambiente pobre y deprimido, con muy altos índices de criminalidad.

Un día casi como hoy de hace doce meses entré en mi clase de lengua española de tercer año, de nivel intermedio, con 16 alumnos de entre 19 y 21 años, y les pregunté, en inglés, qué opinaban de la intervención de Colin Powell en la ONU, a dos horas y media en coche del campus en que nos encontrábamos. De los 16, dos supieron decirme que Colin Powell era un político, "o alguien del gobierno", sin poder detallar cuál era su cargo, responsabilidad, área o misión. Los demás no tenían noticia de la identidad del sujeto en cuestión. ¿Debo seguir, y explicar cuáles fueron los resultados de mi encuesta acerca de Iraq, su situación geográfica, las lenguas habladas, su historia, su delito.? Si esto fuera ficción, quizá lo haría.

Días después, bombas lanzadas por una tropa que no había podido ir a la universidad elitista, o que pretendían financiarla un día con las soldadas del sudor legionario, derramaban la primera sangre (de este siglo) iraquí. La de personas malas, crueles y desalmadas y las de una aplastante mayoría de seres inocentes, de buena gente como la que se manifestó por millones el otro día en España.

Ahora vivo en Madrid. Doy clases de apoyo escolar en una academia de barrio obrero, de inmigrantes, de gente que no tiene ni tendrá 30.000 euros al año para pagar los cursos de una universidad elitista del norte del Estado de Nueva York. Sí, son cuatro ceros (cinco millones de pesetas) sólo la matrícula, no la manutención.

Mis alumnos tienen entre 11 y 13 años. Atocha queda cerca. El otro día no tuve que preguntarles qué pensaban de lo que estaba sucediendo. Se me echaron encima para contar cada uno su historia, su versión y su juicio sobre el resultado de las elecciones y los acontecimientos que lo precedieron. Una niña de doce años lo explicó diciendo que el gobierno culpaba a ETA, pero que "en la BBC y en la de Francia estaban diciendo que era el Bin Laden". Otra discrepaba y decía que Carod Rovira quería la independencia de Cataluña, y el PSOE se aliaba con "los del Rovira" y eso era malo, porque ella tiene muchos primos en Barcelona, y "a ver qué va a pasar ahora, si me voy a tener que sacar el pasaporte para ir a verlos ".

No se puede generalizar, ni pensar que entre tantos miles de estudiantes universitarios estadounidenses no haya todo tipo de intelectos, personalidades, actitudes, aptitudes y talentos, en muchísimos casos de una calidad a la que un servidor sólo aspirará inútilmente el resto de sus días. Yo he conocido muchos, y me honra la amistad de no pocos. Tampoco se debe pensar que los niños de acá sean sénecas en pequeñito, que sólo se desenganchan de la PS2 para sentarse a escribir tratados de política.

Pero, por aquellas mismas fechas de hace un año, detuvieron a dos hombres en el mall cercano a mi casa, porque rehusaron quitarse unas camisetas en las que habían impreso la frase "Make Peace, not War". Un sistema que permite este tipo de hechos necesita de la ignorancia de mis alumnos de entonces. Mis alumnos de ahora son su peor enemigo, su mortal pesadilla.

Catalanes de isla

Filadelfia. Finales del siglo XX. Un pasillo enmoquetado de departamento universitario. Puertas catedráticas cubiertas de pegatinas, artículos y exámenes entregados a deshora, colgando de un sobre de oficina reciclado. En una de ellas, una pegatina roja y amarilla. ¿Rojigualda?, puede, pero a barras. Dentro, un deseo: "El Catalá, cosa de tots".

"Un compatriota", pienso con la ilusión del recién emigrado, la que deja de hacer distingos que se quedan en la distancia. (Un servidor es "sub-despeñapérrico"). Llamo, y así conozco a Toni, un amigo a quien hace ya mucho que no veo. Toni habla castellano tal y como me lo esperaba, con acento catalán. Toni enseña literatura medieval. Cuando habla en inglés, Toni suena a nativo de Boston, con el dejo colonial de los Kennedy. Cuando habla italiano, me avergüenza su nivel. Toni es catalán de l'Alguer. Nació en Massachussetts, de padres venidos de esta esquina de la isla de Cerdeña.

En la calle, cuando Toni era chico, hablaba inglés. En casa, a veces italiano, cuando venían vecinos o amigos del barrio, de apellido napolitano, romañolo o genovés. Pero en familia se hablaba "dialecto", algo para los íntimos, algo carente del cosmopolitismo y la oficialidad del inglés o la lengua de Eco. Años después, oyendo hablar a los abuelos valencianos de alguien, en alguna casa del noroeste de los EEUU, Toni supo que el "dialecto" de casa era un catalán más arcaico y almogávar que el del Principat.

Chapurreau

Más de lo mismo:
En la esquina superior izquierda (mirando desde Mérida) de la provincia de Cáceres hay tres pueblos donde se chapurreaba hasta hace poco. Hasta que un filólogo compostelano frecuentador de platós televisivos se montó en un taxi madrileño. Iba hablando su lengua oficial autonómica (Fraga dixit)...O bien: iba hablando una lengua con 199 millones de hablantes en el mundo, en la que se han producido innumerables obras de arte, desde las Cantigas de Alfonso X hasta las canciones de Carlinhos Brown...O, mejor: iba hablando gallego con su acompañante, cuando el taxista, extremeño de más para allá de las Hurdes (según se viene de Talavera), le dijo algo en su chapurreau (así lo llamaban) que el filólo-gallego entendió a la perfección. “Admiróse el santiagués de ver que en su taxi blanco, un taxista cacereño le hablase en latín dos portos", y tiró del ovillo hasta dar con un secreto que no era tal para los habitantes, grandes y chicos, del Val du Riu Eljas. A saber: San Martín de Trebejo, Valverde del Fresno y Eljas.

Hoy no se chapurrea. Que no panda el cúnico, que la Fala de Xálama no se ha muerto. Recomiendo un paseo de turismo rural para oír a sus niños hablarlo con completa soltura. Lo que pasa es que antes, los del valle se referían a su lengua como un chapurreau, y hoy, desde que salieron en la televisión galega, se sienten orgullosos de ella.

Desde la Gallaecia de Fraga hubo intentos de "recuperar" la memoria de sus "hijos perdidos en el piélago de la Historia", pero a los hablantes de la Fala no les apeteció llamar "Madre Patria" a los exploradores gallegos. Portugal se desentendió del tema, aunque la raya queda a siete kilómetros, porque don José Leite de Vasconcelos se murió hace mucho.

La Fala sigue, y hasta en alguno de sus municipios las placas con los nombres de las calles publican nomis de rúa, pero no creo que acabe siendo lengua oficial de nada

Cruzamos la Raya y nos tomamos unas sidrinas

El pelo de mi dehesa tiene ambiciones de rizo filológico, por eso me ensaño con el tema de la europeidad de nuestras lenguas ibéricas. Hay por ahí un partido astur, que hace propaganda política en bable. Y hay una zona no desdeñable de Portugal donde se habla lo que habrían hablado los asturianos y los paisanos de Zapatero de no haberse castellanizado más que sus primos gallegos (que también tuvieron lo suyo de colonialismo cultural interno ¿o externo? ¿a qué?). El mirandés, que se habla en toda la zona menos en Miranda de Duero (qué cosas), porque a los de la ciudad les da cosa que les oigan hablar en "pueblerino", el mirandés, digo, es lengua oficial reconocida por la República Portuguesa.

Si de verdad nos lo queremos montar de Europa sin fronteras y de los pueblos, tendríamos que dejarnos de discursos políticos tipo parque temático, y entender de una vez por todas que la Europa de los pueblos ya está inventada. El mundo de los pueblos también. Lo que hay que hacer es darse cuenta de una vez por todas.

Cata Francia, Montesinos...

En la República Francesa, mientras tanto, a nadie parece preocuparle que el euskera para pobres que, con penurrias, se deja sobrevivir al otro lado de los democráticos Pirineos, se aúpe al carro de las dignidades. Curioso que en el estado donde el centralismo sí acabó por destrozar identidades hasta la extinción, el pueblo vasco no quiera serlo con muchas ganas. En el que los vascos prepirenaicos (mirando desde Marrakech) se montaron al carro del poder desde bien temprano (el Estado español, se entiende), en la tierra de María Santísima donde hidalguía, privilegios y fueros fueron sinónimo de euskalduna, en el país donde, en vez de ciudadanos de segunda hasta que se les cae el pelo del caserío, han sido durante siglos súbditos de business class, es donde más fuerza tiene la idea de la segregación. O quizá no sea curioso, sino lógico y de cajón.

Gallegos con ejército

El PP, supongo que porque le da vergüenza lo que causa orgullo a otros españoles (haciéndolos, de paso, algo menos aburridos), no quiere que la nueva constitución europea se haga en euskera, catalán, gallego ni ninguna otra lengua ibérica que no sea la castellana.

En el caso de que el PP gane las elecciones del domingo, pues, no habrá documentos con membrete UE en la lengua más antigua de Europa, ni en la que diera de mamar maravillas a las literaturas europeas desde la orilla occidental del mediterráneo.

Sin embargo, jamás podrá don Jaime Mayor Oreja impedir que el gallego (bajo denominación de origen portuguesa)siga siendo una de las lenguas reconocidas por la amante del toro blanco. Los habitantes de ambas orillas del Miño seguirán hablando lo suyo, y un orensano de Xinzo de Limia siempre sonará más parecido a un lusitano Minhoto que éste a un habitante de Funchal. Lo que pasa es que el de Valença hizo la mili en Mozambique, y el de La Guardia en Mallorca. Gallegos con ejército, o portugueses que nunca se independizaron, al cabo se seguirá escribiendo en galaico portugués aunque Zapatero se lleve el gato al agua.

Uniformidad

No son de cartón. A comienzos de semestre, uno no sabe nada. Son como todos. El día que les señalan, acuden a clase vestidos de uniforme, se sientan derechos, no suben los pies a la silla de delante, y ni se les ocurre traer platos de comida a clase.

Luego, a toro pasado, uno cree haber adivinado en su conducta anterior las pistas que supuestamente los delataban como estudiantes becados por las U.S. Armed Forces. Es mentira, o ilusión, porque nunca lo sabes hasta que no han venido a tu clase en uniforme. Algunos que creías chicos de ideología especialmente conservadora, patriótica o militarista resultan no necesitar de ayudas, y sus padres ricos pagan la matrícula sin necesidad de hipotecar sus vidas. Otros, que pensabas chicos de calle y barriada, un tanto más abiertos de mente a lo de afuera, aparecen un día y se cuadran frente a ti, que sólo querías que leyeran una escena de Calderón. Sus padres pueden tener apellidos de cualquier tipo, pero da la casualidad de que la mayoría son latinos o negros. Es pura casualidad, claro está. Si se quiere, puede explicarse porque las razas "oscuras", bien entrenadas, son muy guerreras y muy bélicas (algunas). Pero es sólo coincidencia, no como cuentan algunos comunistas vegetarianos y afrancesados, que mantienen que se trata de vender tu vida mercenaria a cambio de la posibilidad de estudiar. Pamplinas...

El caso es que vienen a clase de uniforme, chicos y chicas. La carne, una vez rellena de metralla, no tiene sexo (género, dizque se debe decir, según la RAE). Otras veces los ves con otros uniformes: los de camarero, pinche o jardinero, porque muchos de estos chicos y chicas tienen que complementar el pago de sus estudios, y además de deberle varios años de su vida al ejército (nada más licenciarse), tienen que trabajar para que la vida de los de pago sea lo más cómoda posible. Y así, entre barras y estrellas, barras y fogones, galones al pecho y galones de detergente lavavajillas, pasan sus cuatro años de disciplina y lujo, aprendiendo que si mueren dos años después de la graduación en algún país que no pudieron aprender a señalar en el mapa, lo harán defendiendo la libertad.

Guerreros

National Guard
Últimamente estoy recibiendo numerosas invitaciones a hacer algo importante con mi vida. Alguien se ha enterado de mi mediocridad genital, mi virilidad asedidada por el "feminismo radical" y castrador (como anunciaban los editores de una nueva revista a la venta en la Feria del Libro), mi desempleo y otras de mis pesadillas de escritorio. Por ello, almas caritativas no dejan de enviarme información imprescindible que yo, estúpido por activa y por pasiva, dejo pasar para tener algo de lo que arrepentirme el día de mañana (que me han dicho que sí que existe).

Entre las últimas invitaciones a dejarme de pamplinas y meterle mano a esta vida de mierda que he merecido vivir hasta ahora, destaca la de la Guardia Nacional. El vínculo de arriba os llevará a un sitio que puede cambiar vuestras vidas para bien. Lo aconsejo.

"Serve in the Army National Guard and you’ll defend America, its values and those you love most. You’ll normally train part-time, but you’ll be ready to serve whenever or wherever you are needed". Por supuesto, y dado el hecho de que el mercado de carne de cañón demanda continuamente hispanos, negros y demás desgraciados, podéis visitar la versión en castellano, y así aprender las ventajas que tiene convertirse en un guerrero por la libertad.

Estoy pensando mandarle el vínculo a mi cuñado, que no pudo asistir a la universidad porque no tenía el dinero. Perdón, ahora que me acuerdo, mi cuñado ya está sirviendo en la National Guard, y acaba de regresar de un destino de varios meses en un país muy peligroso y muy lejos de su casa. De la casa que ha podido comprar gracias al sueldo de la National Guard. De la casa donde espera criar a su hijo para que no tenga nunca que servir como guerrero de la libertad mientras otros la disfrutan.

Por favor, si visitáis la página, no os perdáis el videojuego. Si escribís, os lo mandan (envíos dentro del territorio continental, pero incluyendo Puerto Rico y Hawaii, que por allá hay mucho candidato muerto de hambre). Creo que hay versiones para la play, el gamecube y PC.

Memoria fotográfica

(relato con derechos de autor)
Cuando tenía cuatro años me gustaban mucho los bares. Solíamos ir todos los domingos religiosamente, sin pasar por misa, que papá siempre fue muy anticlerical. Una vez allí me dejaban tomar una coca cola y una mirinda, y me daban algunas monedas para jugar a la máquina del millón. Yo no llegaba, así que me arrimaban un taburete, y allí me gastaba los cinco duros o lo que fuese, dándole a las palanquitas.

Cuando se acababa el dinero, mi padre me subía a lo alto de la barra, donde yo me sentaba con las piernas colgando, y empezaba a hacerme preguntas, mientras sus amigos, todos de camisa cubana y bigotito, fumaban tabaco negro apestoso, bebían manzanilla, y admiraban la cantidad de cosas que yo sabía, a pesar de tener sólo cuatro añitos recién cumplidos. Mi padre me preguntaba los nombres de los jefes de estado de todos los países, e invitaba a sus amigos a que hicieran lo mismo con las capitales, o los afluentes de los ríos de medio mundo. Yo contestaba a todas con seguridad, y me sentía como un rey, allí arriba en la barra, haciendo que mi padre se enorgulleciera y, cada vez más etílico, alabara el sin duda maravilloso futuro que esperaba a su benjamín.

Después de un rato, sin embargo, me cansaba del juego y entre pregunta y pregunta pedía más monedas para jugar, o más mirindas. Pero el límite era uno de cada, y mi padre rara vez transigía. En cambio, seguía preguntándome cosas, o hacía que recitase poemas de Bécquer, que era lo único que hacía callarse a todos sus amigos. Yo entonces no lo sabía, pero los amigos estaban bastante hartos de mí y de mis monerías, y lo único que les llegaba al lado sensible eran los poemas de Bécquer y la Canción del Pirata.

Cuando cumplí seis años, mi madre me pilló jugando sólo en el rellano de la escalera. Era verano y estaban todos durmiendo la siesta, y yo me entretenía repitiendo en voz alta la película que pusieron la noche anterior en el único canal que entonces teníamos. Ya iba por el final, una escena en la que el protagonista y su enamorada tenían que separarse para siempre. La noche anterior, mi madre había llorado a lágrima partida, y cuando salió al rellano y me oyó le volvió la llantina. Me hizo repetirle tres veces todo el final del la película, entre sollozos y suspiros. Cuando por fin quedó satisfecha, me hizo entrar en casa, diciendo: "me da igual lo que diga tu padre, de aquí no pasa. Mañana mismo te buscamos un pepsicólogo, y que nos diga si esto es normal."

El Dr. Fontanilla, tras hacerme medio test, les dijo a mis padres que yo tenía memoria fotográfica y magnetofónica, diagnóstico que, con no ser el primero del mundo, sí al menos lo honraba a él como su descubridor en nuestro país. También dijo que eso no era malo, ni tenía efectos nocivos, ni había problema alguno con mi cabeza. Acto seguido dijo algo sobre un permiso explícito para publicar un artículo especializado, y otras cosas que no entendimos. Mi madre se quedó un tanto mosqueada, mientras mi padre no cabía en sí de orgullo, y hasta le dijo algo al médico de que también él de niño había tenido una memoria prodigiosa, y de que si eso era de familia. El psicólogo dijo que no era hereditario, y mi padre ni esta boca es mía, hasta que salimos a la calle, y empezó con que los psicólogos sólo sirven para cuidar locos y yo no estaba loco, sino que era un superdotado, cosa que me venía de su sangre. Mi madre parecía más tranquila, intentando que él se calmase y suspirando porque fuera verdad lo que decía el psicólogo, y aquello no tuviera efectos secundarios o nocivos.

Poco después empecé en el colegio público de mi barrio, pero a la mitad del primer curso, mi padre consiguió que me admitieran en el de los jesuitas, gratis. En el nuevo colegio las clases eran más pequeñas, los servicios estaban limpios, las porterías de fútbol siempre tenían redes, y hasta había una cancha de baloncesto. Allí pasé los años de mi educación leyendo y memorizando sin esfuerzo libros, y sacando las mejores notas en los exámenes, y dejándome mimar por los maestros.

Todo resultaba demasiado fácil, pero de eso no me di cuenta hasta muchos años después. Mientras fui pequeño, todo era un juego. Mi padre siguió subiéndome a las barras de los bares cada domingo, y yo pidiendo mirindas, hasta que me hice demasiado grande para subirme en la barra. De vez en cuando, mi madre y sus vecinas, reunidas en el rellano de la escalera, me pedían que les repitiese la telenovela del día anterior, y me daban de merendar mientras mandaban a los otros niños, incluidos mis hermanos, a jugar a la calle. Por suerte, alguna de las vecinas compró un vídeo de aquellos Betamax, que eran la última novedad, y así me dejaron más tiempo para jugar con los demás niños, con lo que mi desarrollo psicosocial no sufrió percances, como habría dicho el Dr. Fontanilla.

Como todo lo que se me ponía delante quedaba grabado en mi cabeza con total nitidez, no tuve problemas en terminar mis estudios con las mejores calificaciones. Conseguí una beca del ministerio para la ayuda al estudio, y decidí matricularme en filosofía. Mi padre no dijo nada, y mi madre sólo me advirtió que tuviera cuidado con las drogas y las malas compañías, así que terminé en cuatro años, tras los cuales hice un doctorado y otra carrera, Geografía e Historia.

En todo aquel tiempo no tuve problemas. Un catedrático viejo y puntilloso me llamó un día a su despacho para acusarme de copiar en un examen, porque decía que había citado al pie de la letra una página entera de Heidegger. Yo le recité en voz alta varias páginas más del mismo libro y se me quedó mirando confundido y, creo, admirado, como los amigos de mi padre. Le expliqué lo de la memoria fotográfico-magnetofónica, y me aconsejó tener mucho cuidado en el futuro con el plagio, y me encareció las virtudes del pensamiento analítico, que según él no dependía para nada de la capacidad memorística. Yo dije a todo que sí, pero por dentro pensé que era pura envidia y ganas de molestar, así que no hice mucho caso.

Cuando acabé mis estudios me preparé para las oposiciones, como todo el mundo. El año en que concurrí era la primera vez que salían plazas docentes en nueve años. Dijeron que nos presentamos cosa de diecisiete mil licenciados para cubrir algo más de doscientas plazas. Como se entenderá, no tuve problemas en prepararme el temario en pocas semanas, ante la envidia y admiración de compañeros y amigos. A pesar de mis ventajas, me dediqué de lleno a estudiar y leer (o fotografiar con los ojos) el inmenso temario, confiado eso sí en el éxito de mi empresa. Tras los exámenes, que pasé sin problemas ni sorpresas, se hizo público que todas las plazas sacadas a oposición estaban en realidad cubiertas de antemano por los interinos, que se habían soliviantado el invierno anterior a instancias de los sindicatos, y amenazaban huelga en la educación. El ministerio, a base de baremos de cualificación, se había asegurado de que los trienios, quinquenios y demás pesaran más que de costumbre, así que me quedé a las puertas de un puesto de funcionario, con las promesas, eso sí, de que la próxima convocatoria sería mi oportunidad.

Mientras hacía cola en la oficina del paro, compartiendo unos churros grasientos y una taza de plástico llena de chocolate con doce compañeros licenciados, acertó a pasar por allí uno de mis antiguos profesores en el colegio de los jesuitas. Había colgado los hábitos, y ahora regentaba una librería de temas religiosos en el centro. Tras saludarme y preguntarme por mi vida, me invitó a que trabajara con él en la librería, hasta que surgiera una oportunidad mejor. Mi memoria sería perfecta para llevar inventario y conocer al dedillo todos y cada uno de los libros tanto en la tienda como el almacén, dijo, y a los dos días empecé a trabajar con él. Mi trabajo consistía en organizar y leer cuantos más libros fuera posible, y servir después de banco de datos a la mujer del ex-jesuita, una antigua beata reconvertida, que era quien trataba con los clientes de la librería.
Hasta que un día llegó un representante de IBM, con un catálogo brillante y sedoso, lleno de fotografías de ordenadores, y de promesas de eficiencia y futuro. La mujer del ex-jesuita, harta de decirle a su marido que un tipo con melenas y patillas como yo daba muy mala imagen al establecimiento, consiguió sustituirme por un ordenador del tamaño de un horno de pan, que tardaron tres años en llegar a manejar con pasable soltura, pero que me dejó de nuevo en la cola del paro.

Como tardaban en convocarse nuevas oposiciones, estuve trabajando de telefonista año y medio, en el servicio de información. Tuve que aprenderme varios listines, cosa que hice en dos semanas, y me colocaron delante de una mesa llena de enchufes. Contestaba llamadas ocho horas al día, proveyendo a los abonados con el número deseado en tiempo récord, pero el sistema se reorganizó a poco, lo informatizaron todo, y me quedé en la calle. Otra vez.

Empecé a escribir historias poco después, mientras trabajaba como guardia de seguridad en una empresa de transportes. Por las noches no hacía nada más que sentarme frente a la cámara de circuito cerrado, así que me dio por escribir cosas, sino con la esperanza cierta de ganarme la vida con ello, al menos con el afán de hacérmela un tanto menos aburrida. Escribía toda la noche, y cuando llegaba el conserje, un antropólogo canario muy simpático, me pillaba siempre inclinado sobre la mesa, acabando un cuento o una novela o dando los últimos retoques a un guión de cine o una obra de teatro. Fue el canario el que me animó a enviar mis manuscritos a las editoriales, y me decidí a ello pensando que no había nada que perder. El trabajo en la empresa de transportes, por una vez, no amenazaba el cese, así que podría seguir manteniéndome con él si la cosa no prosperaba, que era lo más seguro.

Tuve suerte de que el hijo del encargado aprobase la selectividad, y conservar así el trabajo, porque aquello de las historias no llegó a ninguna parte. Después de muchos meses de esperar en vano la contestación de alguna editorial, me llegó una carta con membrete de una de las más pequeñas y desconocidas. En ella, el editor jefe se había tomado la molestia de escribirme para decir que estaba harto de bromas pesadas, y me conminaba a emplear mi tiempo en algo más provechoso para todos que en mecanografiar novelas de éxito y abusar del tiempo y la paciencia de profesionales como él. Aterrorizado, abrí el archivador donde guardaba mis manuscritos, tomé uno al azar, y empecé a leer. "La heroica ciudad dormía la siesta…" No tuve que continuar. Mi obra más larga, la que con más amor había escrito en menos de tres meses, era la Regenta de Clarín, con pelos y señales, exactamente reproducida con dedicación de amanuense. ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿cómo pude no darme cuenta antes de lo que estaba pasando en mi cabeza fotográfica? Aún no me lo explico.

Atónito, aquella noche no pude escribir ni una sola línea. Al parecer, durante los últimos dos años no había hecho otra cosa que copiar obras leídas por mí en algún momento, sin darme cuenta de ello, ni discernir entre lo que era recuerdo o invención propia. Fui a contárselo a mi madre (mi padre había muerto tres años antes), pero no creo que me entendiera del todo. Cuando le dije que el pepsicólogo aquel parecía haberse equivocado después de todo, ella me respondió que cuándo iba a sentar la cabeza y encontrar una buena esposa, ahora que tenía un buen trabajo y seguro, porque el hijo del encargado definitivamente no iba a quitarme el puesto. El muchacho resultó ser un talento para la medicina.

Desconsolado, seguí trabajando en la empresa de transportes. Senté la cabeza, me casé y eché tripa. Empezó a gustarme el fútbol y me dejé, a instancias de mi mujer, un bigotito como el de los amigos de mi padre. Al cabo de unos años, dejó de importarme todo aquello. Mi memoria seguía siendo muy útil a la hora de hablar de fútbol en el bar, o de recordar los resultados de las quinielas, pero ya no me preocupaba de las oposiciones que nunca se convocaron ni de los sueños de gloria literaria. Cada diciembre, después del sorteo de la lotería, me pasaba tres o cuatro mañanas en la taberna de la esquina. En casa, me aprendía las listas de resultados del periódico, y luego la gente me preguntaba si su número había salido. Se fiaban de mí, y me invitaban a una copa, así que durante esa época siempre volvía a casa medio borracho. Mi mujer no se enfadaba porque sabía que eran sólo unos pocos días al año. Además, en las ocasiones en que un billete resultaba ganador de un pellizco, que fueron algunas, me gané las albricias generosas de algún que otro afortunado, con lo que la economía familiar se veía fortalecida precisamente cuando más falta hacía.

Un día de diciembre acertó a pasar por la taberna, mientras yo ejercitaba mi navideño protagonismo, un señor nuevo en el barrio, el que luego sería mi socio. Tras verme oracular de memoria el resultado de los miles y miles de números de lotería, inquirió allí mismo en el bar, y le contaron de mis habilidades. Se acercó a mí y estuvo invitándome a copas toda la tarde, hasta que me fui a trabajar. Al día siguiente me llamó por teléfono para ofrecerme un negocio.

Primero probamos con el bingo. Él, que era el socio capitalista, proveía los cartones, veinticinco o treinta de cada vez, que yo memorizaba. Luego, lo único que tenía que hacer era cantar línea o bingo antes que nadie, cosa facilísima, y que solía hacer reclinado en la butaca, tomando cubalibres. Al final, entre una cosa y la otra, la ganancia no era escandalosa, pero sí que dejaba un buen pellizco, que nos repartíamos casi a medias. Al poco tiempo probamos en el casino, donde, tras unas lecciones apresuradas (yo nunca había jugado a las cartas o la ruleta) empezamos a ganar en serio. Lo hicimos durante un verano, yo jugando y mi socio mirando como si no fuera con él la cosa ¾ahora que lo pienso, el que hacía todo el trabajo era yo¾ hasta que el director de seguridad me hizo llevar un día a una oficina, donde también había un inspector de policía, y allí me estuvieron interrogando hasta que se dieron cuenta de que no había trampas de por medio. Aún así, el director de seguridad, con la aquiescencia del inspector, me prohibió la entrada en el casino de ahí en adelante.

Volví a casa para encontrar que, como es de suponer en estos casos, el socio se había fugado con mi mujer y mi mitad del dinero. Ella estaba harta de pasar las noches sola, con un guardia de seguridad sin ambiciones ni futuro, así que hizo lo propio. Me quedé igual de calvo que estaba, con la misma tripa, y sin un duro en el banco, con cuarenta años y sin perro que me ladrara. Pasé unos meses muy duros. Por las noches, en la soledad del trabajo, recordaba uno a uno los momentos de mi vida, con total y desesperante nitidez, y me martirizaba. Imaginaba borrosamente lo que podría haber sido de mí, los éxitos a que podría haber enderezado mi vida, y los comparaba con esas memorias fotográficas de la historia de un fracaso. Pensé en el suicidio varias noches, pero ni siquiera tenía una pistola, sólo una porra y unas esposas, que hasta en eso resultaba ridícula mi vida.

Una mañana, en la pescadería (desde que me dejara mi mujer tuve que aprender a llevar la casa) me encontré con el psicólogo que me diagnosticara de pequeño. Estaba muy mayor, pero me reconoció, y yo a él, por supuesto, y me preguntó cómo iba mi vida. Yo le conté someramente y se compadeció de mí. Aunque estaba jubilado, se ofreció a verme cada semana, "para hablar conmigo" y ver si podía ayudarme en algo. Así, empecé a ir cada martes a casa de su hija, con quien vivía, una mujer de mi edad, casada y con cuatro niños, a quien no le gustaba nada que su padre trajera locos a su cuarto. Y menos aún sin cobrar una peseta.

La verdad es que me ayudó mucho. Primero porque me escuchaba, y segundo porque fue suya la idea de escribir de nuevo, pero esta vez escribir mi propia vida. Empecé de nuevo a pasar las noches escribiendo cada detalle de mi vida anterior, cada recuerdo. No fue fácil. Cuando el psicólogo leía lo que había escrito durante la semana, me decía que aquello estaba muy bien, que reflejaba de una manera sincera y profunda mis estados de ánimo y mis ideas…Pero que era de Unamuno, o de Muñoz Molina, o de Javier Marías, o de Martín Santos. Era un hombre muy leído, pero cuando no reconocía algo, preguntaba a su yerno, que era profesor interino de literatura en un instituto, así que entre los dos descubrían cada martes los pasteles que yo, sin saberlo, pretendía hacer pasar por míos. Pasaron ocho meses hasta que una tarde, el Dr. Fontanilla me recibió en su habitación con una amplia sonrisa. Una de dos, me dijo, o este autor es el más oscuro y desconocido de cuantos ha leído usted, en cuyo caso me quito el sombrero, o acaba usted de escribir treinta folios de su autobiografía, de su puño y letra y de su propia cosecha. Enhorabuena amigo. Siga así.

Y así lo hice, entusiasmado como nunca antes, sintiendo en cada renglón el efecto balsámico y liberador de la creación pura, legitimando con cada párrafo toda una vida de deseos incumplidos, y borrando de un plumazo literal la serie de fracasos que había sido hasta entonces mi existencia. El resto es conocido por muchos. Acabé mi vida, una serie de coincidencias se conjuró para que consiguiera publicarla en una pequeña editorial de barrio, y bien pronto empezaron a llegar las críticas favorables y los artículos de periódico. Hubo varias reediciones, y Fernando Sánchez Dragó me llevó a su programa. Dejé el trabajo en la empresa de transportes el día siguiente de firmar un contrato para hacer una comedia basada en mi libro, protagonizada por Carmelo Gómez y dirigida por Fernando Trueba. Me mudé de barrio y empecé a frecuentar tertulias, y ya estaba empezando a acostumbrarme a la buena vida cuando recibí la visita de ese tipo. Me localizó gracias a mi agente, y se presentó una tarde en casa, con un maletín en la mano, zapatos gastados y gabardina vieja.

Al principio creí que sería un admirador, quizá un estudiante que quería doctorarse con mi novela, quizá un aspirante a discípulo, hasta un periodista de provincias, en busca de una entrevista magistral. Tras sentarse y aceptar una taza de café, me dijo que el objeto de su visita era advertirme del pleito por plagio que pensaba presentar en el juzgado al día siguiente. Según él, tanto mi hasta entonces única novela como la película y, por supuesto, todos los beneficios inherentes eran suyos, ya que podía probar con documentos fehacientes ser él el verdadero autor. Extrajo del maletín un impreso amarillo, que tomé y leí indignado y sin saber qué pensar. Según aquel papel, una obra con el mismo título que la mía había sido inscrita en el registro de la propiedad intelectual cinco años antes, mientras yo aún frecuentaba el bingo en compañía de mi ex-socio.
Sentí deseos de arrojarle el cenicero a la cabeza, pero me retuve y le dije que una coincidencia en el título no era motivo suficiente para un pleito legal, y que sin duda podría llegarse a un acuerdo satisfactorio para ambos. Respondió que mi novela era un plagio literal de la suya, y afirmó poseer un certificado médico expedido por un equipo de psicólogos en el que se demostraba sufrir de memoria fotográfico-magnetofónica. Eso era imposible, además de ridículo, le contesté. ¿Cómo habría podido tener yo acceso a su manuscrito, si ni siquiera nos habíamos visto antes?

Me miró a los ojos con una serenidad asquerosa y fría, y sacudió levemente la cabeza. Eso no lo sé ni me importa, dijo. Entonces supe lo que debía hacer. Sin decir palabra, me levanté del sillón, fui a la cocina y saqué un cuchillo enorme. Todo fue tan rápido e inesperado, que no tuvo ni tiempo de levantarse de la silla. Cuando vio la muerte venir en mis manos abrió los ojos, con los que me fotografió en su memoria, la última instantánea de su vida. No había otra salida.
Ángel González

Cuentos largos

Buenio, pues como se me están pudriendo los cuentos, he decidido que voy a publicar aquí algunos de los más extensos, que no lo son tanto.
Total, según las cuentas que me salen, me visitan la página 20 al día, de los que 15 son un seguro servidor. Cuántos de ellos acaben leyendo algo, no me lo quiero ni plantear: hay días que ni yo mismo lo hago (ecce las erratas que se cuelan de rondón y en demasía).

El que avisa no es traidor

Última cena

Los hay raros, muy, muy raros. Pero abundan los predecibles, los que eligen para el menú de su última cena el festín opíparo y caro que todos imaginamos. Me resultan más extraños ésos que cumplen con las expectativas de todos, y piden langosta y solomillo. Me parece chocante que tantos se comporten de forma tan predecible en un momento así.
Los de las peticiones imposibles son más lógicos, a mi entender. Algunos piden cosas con la esperanza de retrasar la ejecución, aunque sepan que es inútil. Incluso el perturbado aquel que había devorado a sus víctimas actuó con cierta lógica extraña, cuando solicitó del alcaide que le fueran amputados los miembros, y que se electrocutase sólo su tronco. Al final fue ejecutado de una pieza. Los familiares de las víctimas lo presenciaron, aunque no fue mientras almorzaban hamburguesas de condenado, como él mismo había especificado en su solicitud.

El de mañana es de los “normales”, así que ahora me toca preparar la cola de langosta y un solomillo, ése sí, fresco. Nunca me imaginé que acabaría cocinando para muertos inminentes. En la escuela de hostelería no te preparan para esto. Aprendes a preparar alimentos, y luego la vida te hunde o te eleva, y acabas cocinando placeres para el paladar de unos pocos, o pura manutención para el estómago de muchos. Pero este menú no será ninguna de las dos cosas, porque la cena que ahora preparo no tendrá siquiera la suerte de ser digerida.

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Lo pedí sin pensar en ello. Me habría negado a pedir lo que fuera, pero pensé en el placer mezquino de causar un último gasto. Luego caí en la cuenta de que la última factura a las expensas del Estado será la del cheque del practicante, o la de lo que cueste la ampolla, o la de mi incineración.

Escogí lo típico, y aquí lo tengo, frente a mí. Pero no es lo mismo verlo en esa bandeja, exactamente igual a todas las que he visto en este lugar. A pesar del envase, el solomillo parece de primera calidad. Poco hecho, lo suficiente como para poder saborear la carne roja y sangrante. El problema será cortarla con el habitual cuchillo de plástico, porque ni siquiera hoy me han dejado usar uno de verdad. Me quedan diez horas de vida, pero sigue siendo primordial impedir que me raje las venas yo mismo.

Miro la carne y huelo el marisco, y mis glándulas salivares secretan su jugo, como si mis glándulas salivares fueran a sobrevivirme. No puedo entender que mi cuerpo intente convencerme de que coma. Noto el apetito, que adopta ya manifestaciones físicas. El estómago, vacío desde hace horas, exige que le dé trabajo, y el olfato se alía con los demás sentidos. Pero yo sé que esa carne sirve para proporcionar proteínas que construyan fibra muscular, y sé que las verduras de la ensalada están llenas de vitaminas esenciales para el buen funcionamiento del organismo, pero mi organismo está destinado a desaparecer a primera hora de la mañana, y mis funciones vitales tendrán en breve el mismo sentido que el hambre imposible que ahora me divide en dos seres. El que mira a su última cena, y el que sólo ve la siguiente de una lista, cuyo final le es imposible anticipar.

Ángel González

Polizones

Como si no hubiera tenido suficiente faena hoy, ahora esto. Al primero lo encontró esta mañana el jefe de máquinas, en un cuartucho junto al almacén de recambios. El primer oficial vino a hablar conmigo. “Tú eras granjero antes de embarcarte, ¿no es cierto?” Le contesté que sí, y me preguntó si sabía trabajar la madera. “Sí”, le dije, “en casa de mis padres era yo el que se encargaba de las jaulas de los patos y las vallas de la pocilga.”
Mandaron a alguien a la bodega para traerme planchas, y entonces se descubrió a los otros tres. Algunos protestamos...Protestaron, pero no ha servido de nada. Ahora, después del día que he tenido, tendré que pasarme la noche clavando, atando y aserrando las planchas de los panieres en los que cargamos el atún. Hay mar gruesa, y resultará difícil ensamblar una balsa con este cabeceo. No es lo mismo construir jaulas para llevar patos al mercado semanal que asegurar unas tablas para que cuatro desgraciados tarden más en morirse. Ha sido un día muy largo. De cómo siga la mar mañana, cuando haya acabado mi tarea, dependerá la longitud de sus días tanto como de lo bien que construya esta balsa.

Ángel González

Carpinteros de ribera

Carpinteros de ribera, eran llamados los especialistas en maderas destinadas a flotar sobre las aguas. En otros tiempos, estos carpinteros eran miembros muy importantes de toda tripulación. En el no improbable caso de que una galerna desarbolara la embarcación, o de que un bajío traidor taladrara el casco, los carpinteros de ribera eran los únicos que podían salvar a sus compañeros del naufragio. En el caso de que fuera éste inevitable, eran ellos los encomendados con la labor de construir medios de escape, aprovechando cuanta madera se salvara del navío, o los recursos que el lugar de naufragio proporcionara a los desafortunados robinsones.

Hoy, en los tiempos del titanio y la fibra de carbono,la figura del carpintero de ribera ha cambiado mucho. Quizá haya desaparecido incluso de la mayor parte de los astilleros y buques actuales, y ciertamente no ocupa el lugar de preferencia de antaño en las listas de embarcados que se confeccionan en las oficinas de personal de las modernas navieras. Ni los barcos llevan ya palos que reponer, ni las brechas en el casco se pueden hoy componer con maderamen y clavos, como bien demostró el Prestige. En la actualidad, los escasos tripulantes con conocimientos de carpintería naval se encargan de confeccionar balsas de la mala muerte, en las que oficiales como los del buque Wisteria abandonan a su suerte a los polizones. Un síntoma de la modernidad es que, según parece, ya no se practica el ritual pirata de caminar sobre una plancha para atraer con ello a los tiburones y dar ejemplo entre teóricos cabecillas de motines en alta mar.
Ángel González García

La almadraba del vecino

Fernando Quiñones, que era de Cádiz, y a quien le gustaba mucho el pescado, escribió una novela en la que uno de los personajes, un pastelero despiadado, compraba a bajo precio cadáveres de ajusticiados para rellenar sus empanadas de carne, sacando con ello unos beneficios que más parecían de empresario postmoderno titulado en administración de empresas que de tahonero gaditano diecisietesco.

A Quiñones, claro, se le veía el Quevedo de la tradición en esta historia de canibalismo aprovechado, con lo que le queda a uno la sospecha de que, burla burlando, nuestros antepasados de manteo, jubón y calzas deben haber cubierto sus estructuras aminoácidas de buenas porciones de carne prójima. No sé si ese canibalismo encubierto que parece haber quitado el hambre a más de uno de nuestros tatarabuelos es o no hereditario, o si ha dejado en nuestro ADN mestizo restos espongiformes de mala leche antropófaga. Lo que sí es cierto es que esos mismos españoles primitivos —lo más primitivo que se despacha en esto de la españolidad nos viene del siglo XVI en adelante— se escandalizaron hasta el regodeo morboso cuando, llegados al Yucatán, dieron con los restos biodegradables de las barbacoas humanas que se montaban en los chiringuitos piramidales mayas y aztecas. De poco vale recordar a los bernales y gomaras de hoy que el mismo Cortés se sirvió de un mandatario azteca sobrado de quilos para adobar con las mantecas del gordo las heridas sufridas en la batalla por sus hombres.

Y vale de poco, porque quinientos años después, los descendientes de los caníbales ibéricos seguimos empeñados en ver la brizna microscópica en la córnea del vecino, siempre antes de rascarnos el orzuelo con vocación de arquitrabe que nos afea el ojo. Así, resulta fácil imaginarse al tío de Pablos, el verdugo que hizo picadillo de los cuerpos de su propio hermano y cuñada, repasando la sobremesa antropófaga con historias de caribes chupa-médulas, llegadas del otro lado del Atlántico con la misma magia con que hoy nos cuentan documentales de alto riesgo, de exploradores heroicos en defensa del chimpancé y ecologistas capaces de disparar a un muerto de hambre por descerrajar de un tiro a un elefante sagrado.

Otro español de entonces, el Lázaro de Tormes de la Segunda Parte, apócrifa continuación del clásico, decide por razones extrañas que no quiere dejar de ser pícaro para acabar en picadillo él también, así que se deja llevar de un capricho ictiófilo y se convierte en atún del Estrecho, despreciando el miedo a las almadrabas que, bajo licencia de los Medina Sidonia, acechaban en Conil, Barbate o Tarifa. Lázaro le echa agallas al asunto, y harto de ser pícaro bonito, correteador de Italias, se vuelve proyecto vivo de mojama.

No había buques factoría japoneses en el Estrecho que controlaba mal que bien la monarquía de los Austrias. La carne roja casi mamífera de los atunes plateados de entonces no acababa en bodegas frigoríficas, camino de convertirse en sushi de lujo de algún figón de Kyoto. Quizá a eso le deba Lázaro haber sobrevivido las corrientes, oleajes y emboscadas de las aguas del plus ultra y del minus ultra también. Otros, atunes y no, han tenido peor suerte.

Por otro lado del Mediterráneo, Ulises se hizo pasar por carnero, precisamente para evitar servir de postre en el festín que el Cíclope tuvo a bien darse con los compañeros de patera del egregio inmigrante ilegal. Con ello no se demuestra que travestirse de comida potencial nos ha de salvar de ser devorados por nuestros congéneres, de igual modo que enseñar la condición de prójimo tampoco nos da un salvoconducto automático para atravesar la cocina del semejante sin peligro de ser trinchado. Si no, que se lo pregunten a los padres del buscón llamado Pablos.

A menudo, frente a la atlántica y caribeña Alameda de Apodaca, en Cádiz, un lugar desde el que Fernando Quiñones seguro seguro que miró muchas veces el mar buscando la aleta dorsal del pícaro atún, aparecen cuerpos de carne roja en el agua. Muchos cuerpos, y no de atunes, sino de una especie que da la casualidad que es la nuestra misma. No se trata de pícaros rifeños intentando emular al de Tormes (quien, dicho sea de paso, también era hermano de África), de eso podemos estar seguros incluso antes de repatriar sus cadáveres mojados e indeseables. Pero de lo que no podemos estar tan seguros es de que algún que otro atún despistado, ellos, seres de plata que no tienen complejos caníbales ni de los otros, no haya mordisqueado la carne flotante y desesperada de un africano ahogado, antes de acabar a su vez en la tripa de un pesquero japonés de alto tonelaje, de los que pagan el kilo en canal de buen atún rojo del Estrecho a mejor precio de lo que jamás lo hiciera ningún apoderado de los duques de Cádiz.

Se me dirá que hay cosas inevitables, que tampoco disponemos hoy en día de esas gallardas galeras de Cartagena o de Nápoles para andar persiguiendo a émulos de atún deshauciados. En sus tiempos, y cuando había moros en la costa que querían llegar hasta las vegas andaluzas, el trato era diferente, se les perseguía, se les apresaba, se les ajusticiaba de lo alto de una torre vigía, y a otra cosa. En nuestro siglo (¿nuestro?), las galeras de don Álvaro de Bazán han sido sutituídas por los portaaviones, que no están para sacar moros del agua fría, sino para plantarse en las puertas de otros moros, de los que tienen petróleo, en un decir jesús, que para eso está Rota, como quien dice, a las puertas del tercer mundo.



© Ángel González